Opinión
Ver día anteriorJueves 28 de julio de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La memoria interrogada
E

scribo estas reflexiones al cumplir treinta años de vivir en México, la mayor parte de ellos en el estado de Chiapas. Llegué al país en 1973 y en ese mismo año pisé por primera vez tierra chiapaneca integrándome como agente pastoral en la diócesis de San Cristóbal de las Casas. Desde este mirador muy particular descubrí pronto lo que son, sin duda, las tres características sobresalientes de la sociedad de ese profundo sur mexicano que es Chiapas: una prodigiosa diversidad natural, una marcada división entre indígenas y no indígenas, y la extrema necesidad que padece la mayoría de la población, incluido en ella un gran número de mestizos urbanos y rurales. Tampoco perdí mucho tiempo para comprobar que en esa muchedumbre de pobres los indígenas ocupan el estrato más bajo. Tomé partido por ellos, no sólo movido por mi convicción ética de cristiano sino también debido a mi identidad étnica de flamenco. En Bélgica los flamencos habíamos sido ciudadanos de segunda clase durante siglos. Sólo en fecha muy reciente hemos conquistado nuestra autonomía frente a un gobierno francófono centralista, muy despectivo de nuestra lengua. Era, pues, natural que me identificara con aquellos chiapanecos que, además de ser pobres, se encontraban marginados de la vida nacional y estatal por ser indios.

Tuve la suerte de acercarme a los campesinos mayas en la misión jesuita de Bachajón. Lo hice bajo la inspiración de la teología de la liberación, entonces en boga entre los agentes de pastoral de la diócesis. Empujado por esta corriente ideológica eclesial, busqué mi propia manera de ayudar a los tzeltales en la tarea de convertirse, de objetos, en sujetos de su propio destino. Restringido por mi condición de extranjero, decidí sacar provecho de mi formación de historiador recibida en la Universidad Católica de Lovaina y dedicarme a la investigación del pasado indígena de la región. Ahora, seis lustros más tarde, puedo observar con satisfacción que mi trabajo no ha sido en vano. Sin embargo, soy consciente del valor muy relativo de mis indagaciones, debido en primer lugar a mis limitaciones personales y en segundo lugar al modesto alcance que tiene, de por sí, el oficio de historiar. Hay una buena dosis de ficción en la interpretación que los historiadores hacemos del pasado, ya que nos acercamos a él a través de unos pocos documentos que, de manera muy sesgada, representan sólo una pequeña parte de la realidad. Además, no podemos evitar leerlos con la distancia que impone el presente en que vivimos y que nos condiciona social y mentalmente. Esta falta de consistencia ha llevado a los profesionales de las ciencias duras a ubicarnos a veces muy cerca de los novelistas.

Llevo un buen rato indagando el pasado chiapaneco. Ha sido una labor de largo aliento, comparable al oficio de un psiquiatra que dedica años a escuchar las confesiones de una paciente que viene a pedir ayuda. Digo: una paciente, porque es una sociedad la que he recibido durante todos estos años en mi consultorio de historiador regional. Al principio ella me habló sólo de sus problemas recientes, utilizando un lenguaje poco articulado. Sin embargo, poco a poco fuimos, ella y yo, poniendo orden en nuestras conversaciones y empezamos a desempolvar recuerdos más profundos. Con el tiempo, la señora Chiapas llegó a confiarme cosas íntimas que le habían sucedido en su niñez y en su juventud, pero que no había querido mencionar antes.

Fragmento del libro La memoria interrogada, publicado en 2003, en San Cristóbal de las Casas, con tiraje de 100 ejemplares. La liga para leer el texto completo es: www.ciesas.edu.mx/desacatos/15-16%20Indexado/4%20Legado%202.pdf