Opinión
Ver día anteriorJueves 4 de agosto de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El perdón y la ley
I

ncluso para los que no somos cristianos queda claro que cuando Alejandro Solalinde habla de perdón se refiere a la dimensión moral y religiosa del asunto, no a la responsabilidad legal de los victimarios. Y aun así: perdonar no es justificar.

Por eso sorprende la rápida reacción de la autoridad, representada por el subsecretario de Población, Migración y Asuntos Religiosos de la Secretaría de Gobernación, René Zenteno, ante las palabras pronunciadas por el sacerdote al culminar un oficio religioso celebrado al pie de La Bestia, nombre con el cual se conoce al tren que traslada a los migrantes centroamericanos durante su paso por el infierno mexicano. Allí Solalinde, a la cabeza de la caravana Paso a Paso por la Paz, que reclama la verdad sobre los desaparecidos, pidió perdón a los zetas (“perdón a todos los delincuentes… porque nosotros les hemos fallado; antes que violadores, son víctimas de una sociedad enferma que no supo darles valores) y asumió la responsabilidad de las iglesias cristianas porque no supimos formarlos en los valores de Jesucristo.

Inesperadamente, la Secretaría de Gobernación, por boca del citado funcionario, manifestó su preocupación por afirmaciones que, dijo, dan la impresión de exaltar a violadores y asesinos, y hacen pasar a los criminales como víctimas, interpretación a todas luces abusiva pues no se cuestionaba la ya de suyo debilitada laicidad del Estado, aunque sí se exhibían las miserias del Instituto Nacional de Migración, pieza esencial en la operación de la maquinaria que aplasta los derechos humanos de los viajeros en tránsito hacia la pesadilla fronteriza.

El arrebato condenatorio oficialista da cuenta, en cambio, de la falta de sensibilidad con que apenas se toleran las crecientes expresiones de protesta; remite a la hipocresía de quien desconfía de ellas, a la torpeza de quien se cree obligado a salvar el tópico que ve en la delincuencia autogenerada y en lucha consigo misma a la única causante de la tormenta de sangre y violencia que asuela el país.

Pero Solalinde, al aclarar lo dicho en Veracruz no dio marcha atrás y reiteró: “Yo les pedí perdón (a los zetas) porque nunca en mi vida había conocido a un grupo tan cruel y tan sanguinario; yo pedí perdón no por lo que hacen sino por lo que nosotros hemos hecho con ellos, porque estas personas no nacieron zetas, fueron niños algún día y son fruto de nuestra sociedad enferma y son también la mejor prueba de que las instituciones están haciendo acciones fallidas”.

Y a continuación: “Aproveché la oportunidad también para pedir perdón por lo que el Ejército no hizo con ellos, porque los 14 fundadores de Los Zetas son personal y oficiales de elite y por ello el gobierno tiene que replantearse cómo está formando a la gente, porque adentro hay corrupción y personas infiltradas a favor del narcotráfico”.

Por último: También pedí perdón por la Iglesia católica, porque seguramente casi todos ellos (los delincuentes) son católicos y cristianos que asisten alguna vez a misa y tienen alguna imagen religiosa y no hemos sido capaces de formar una conciencia con valores evangélicos, por eso les pedí perdón.

Es evidente que dichas palabras adquieren su pleno significado, justamente, en el contexto simbólico y moral religioso, pero molestan porque las alusiones a la sociedad enferma serían ininteligibles fuera de la crítica al entramado social, político y moral que objetivamente determina y envuelve a la delincuencia organizada en la cacería de migrantes centroamericanos, que es su negocio. No hay en lo dicho exaltación alguna de los zetas. Menos apología del delito, y sí muchas afirmaciones duras, legítimas, destinadas a sacudir las conciencias y propiciar los cambios necesarios. Pero es una pieza moral dedicada en primer término a los creyentes (ese universo donde conviven los ciudadanos honrados, las víctimas y los delincuentes), pues el tema del perdón, con todas sus implicaciones, sólo es comprensible para los otros no creyentes, cuando la mirada religiosa trasciende a la agenda civil y salta a la vida pública.

En ese sentido, resulta aleccionadora la lectura de un breve texto de Claudio Magris titulado Grandeza y miseria del perdón, publicado hace ya casi una década en el Corriere della Sera. Allí, Magris adelanta el argumento que me parece indispensable a fin de darle a estas cuestiones el lugar que les corresponde en una perspectiva democrática. Dice Magris: el perdón no puede, no debe tener nada que ver con la justicia y su proceder. Y a continuación subraya: el perdón compete a la vida moral, a la capacidad interior de superar estados y movimientos de ánimo, dolores desgarradores y llenos de rabia, rencores; es un proceso espiritual difícil que, para ser real, tiene que ser llevado por ambas partes. Proceso que nada tiene que ver con la ley, que lo que únicamente tiene que hacer es averiguar los hechos, encontrar sus posibles agravantes o atenuantes, calificarlos jurídicamente y aplicar las correspondientes sanciones. De eso se trata, en definitiva, pues hacer justicia significa doblegar la impunidad.

Y aquí si es preciso reconocer el esfuerzo de hombres como Solalinde, religiosos o muy comprometidos con la religiosidad, que han logrado darle voz, refugio, esperanzas a los que vienen a México como va nuestra gente a Estados Unidos, impulsados por las más imperiosas necesidades vitales. Ha sido la suya una labor casi invisible pero muy eficaz, pues ha exhibido ante el mundo cuál es la verdadera situación de los migrantes a la hora de los derechos humanos, violados por los delincuentes pero también, sin excusa (ni perdón), por los mismos que debían salvaguardar la integridad física y moral de las víctimas. Que no se equivoquen los sargentos de gatopardismo oficial.