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El déspota egipcio y sus dos hijos
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Imagen del derrocado presidente Hosni Mubarak captada el pasado miércoles durante su comparecencia ante el tribunal que lo está juzgando junto con sus hijos Alaa y GamalFoto Ap
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n momentos en que los dictadores árabes necesitaban con desesperación beber de las aguas seguras y tibias del verano, llegaron los egipcios a envenenar el pozo. Allá en lo profundo, los dictadores podían ver un rostro frágil y titubeante, unos dedos que jugueteaban con la nariz y la boca, el brazo levantado de un hombre en camilla para evitar que la luz lo alumbrara de cerca, pero –apenas por unos instantes– con la mirada arrogante de otros tiempos. Luego el pesado micrófono negro apareció en la mano izquierda. “Estoy aquí, su señoría –dijo una voz de fuerza estremecedora–. No he cometido ninguno de esos crímenes.”

Sí, los egipcios en verdad sometieron a juicio el miércoles a su abatido y anciano dictador, junto con sus huraños y refinados hijos, vestidos de blanco, como si fueran a otra partida de tenis, ilusión sólo rota por el Corán verde bajo el brazo de Alaa Mubarak. ¿Para animar a su octogenario padre, Hosni? ¿O para insultar a los muertos?

Los abogados describieron a gritos el dolor de sus clientes. Hablaron de tortura, de francotiradores, de la matanza del pueblo egipcio en los levantamientos de enero y febrero, de la brutalidad de las fuerzas de seguridad egipcias, de corrupción en escala comparable a la de la mafia. ¿Y a quién más se aplicaban esos cargos terribles? Pensamos en Damasco, por supuesto. Y en Trípoli. Y en Manama, la capital de Bahrein. Y en Rabat, Ammán, Argel y Riad.

Y a todo lo ancho de los vastos y áridos desiertos de los déspotas árabes, las televisoras gubernamentales continuaron mostrando juegos, clases de cocina, dramas domésticos y multitudes amigables, todas las cuales adoraban a sus presidentes, reyes y potentados, quienes nunca podrían ser acusados de estos crímenes espantosos. Fuera de Egipto mismo, la única información en vivo del juicio fue transmitida por el Túnez post revolucionario y por esa némesis del régimen de Mubarak, de Estados Unidos y de Israel: Al-Manar, el canal de Hezbolá.

¿Es usted Mohamed Hosni Sayed Mubarak?, preguntó el magistrado Ahmed Refaat. ¿O Bachar Assad? ¿O Muammar Kadafi? ¿O su majestad el rey Hamad? ¿O incluso su alteza el rey Abdalá, guardián de los tres lugares sagrados en un lugar llamado Arabia Saudita?

Porque la historia –la historia árabe, la occidental y la universal– pondrá las escenas de ese miércoles en la Academia de Policía de Egipto en capítulos completos, con notas al pie de página y referencias: el momento en que un país demostró no sólo que su revolución fue real, sino que sus víctimas fueron reales; la corrupción de sus dictadores fue detallada hasta la última libra egipcia y la última compañía fantasma, y el sufrimiento de su pueblo fue desmenuzado con la precisión de un médico forense.

Pese a sus fallas, no se trató de un juicio sumario como los que tanto aman la familia Assad, la familia Kadafi o, de hecho, la familia Mubarak. El califa ha sido humillado, y la primavera árabe –término aun hoy dudoso, con la carnicería en Siria y la falsedad de la guerra en Libia– revivió. Cuando el helicóptero que traía al anciano ante la justicia apareció en los pálidos y calurosos cielos sobre el desierto, sólo meneamos la cabeza un momento. Todo era cierto.

¿Será posible aún detener la infección, limpiar las aguas envenenadas? Los egipcios no lo creen. Si fue un bombón, uno o dos confites ofrecidos por el supremo comando militar egipcio para sosegar a las masas –su promesa de realizar el juicio había sido objeto de bostezante escepticismo en todo el mundo árabe–, hacia el final prometió ser un asunto mucho más serio. Los abogados de la defensa y de la acusación profirieron a gritos sus demandas de extender el juicio semanas, meses, años, para presentar otros miles de fojas de evidencias (5 mil nada más contra el ex dictador), para citar a todos los demás colaboradores del destituido presidente.

Los nombres de toda clase de intrigantes personajes en el aparato de seguridad del Estado, en el directorado de seguridad de El Cairo, en la policía de seguridad de Giza –los generales Alí-Shadli, Alí Magi, Maher Mohamed, Mustafá Tawfiq y el brigadier Reza Masir, junto con los generales Hassan Hassan, Fouad Tawfiq y Yahyia al-Iraqi, Abdul-Aziz Salem, el brigadier Rifaat Radwan, Hani Neguid, el teniente coronel Ahmed Attallah y el coronel Ayman al-Saidi– afloraron en los procedimientos: todos inocentes, desde luego, pero hasta la fecha parte del Estado secreto cuyo trabajo siempre fue anónimo, instituciones que vivían en gentil oscuridad.

Y luego los abogados de los demandantes por derechos civiles –los familiares de los muertos y heridos– gritaron los nombres de las víctimas, personas de carne y hueso que marchaban por las calles de El Cairo, Alejandría y Giza y murieron entre el asombro y el dolor cuando los esbirros de Mubarak abrieron fuego contra ellas.

Tengo que decir que también hubo momentos oscuros, porque fuera del tribunal, minutos antes de que empezara el proceso, encontré a abogados como Mamdouh al-Taf, quien dijo que había sido autorizado por el Departamento de Justicia para representar a las víctimas civiles, pero vio con sus propios ojos, según dijo, cuando su nombre fue borrado de la lista por el ministro del Interior, apenas unas horas antes.

Estaba también el padre de Hossam Fathi Mohamed Ibrahim, mártir de la plaza Sehir, en Alejandría, de 18 años pero de aspecto más joven, con suéter rojo en la fotografía que su padre llevaba en la mano. ¿Por qué él no puede ser representado por su abogado en esta corte?, me preguntó éste. No es extraño que las primeras preguntas lanzadas al juez Refaat vinieran de los hombres y mujeres que representaban a los civiles muertos y heridos. ¿Por qué hay más abogados representando a los acusados que a las víctimas?, quería saber una abogada. Buena pregunta.

El pobre ex ministro del Interior Habib al-Adli, de traje azul e ignorado por Gamal y Alaa Mubarak –que a veces parecían interponerse a propósito en el camino para impedir que su padre apareciera a cuadro–, escuchó nervioso en su lado de la jaula más cargos de corrupción y violencia. Ya ha sido sentenciado a 12 años y, en su gastado uniforme azul –en contraste con el blanco virginal de los Mubarak (Hosni se la pasó apretándose el cuello con un paño blanco)–, era una figura patética tras las rejas de hierro y el alambrado de la jaula. Hace mucho tiempo le pedí una entrevista para hablar de los asuntos a su cargo… y me dijeron que me arrestarían si volvía a solicitarla.

Niego todo, declaró Alaa. Niego todos los cargos, anunció por su parte Gamal. Hasta hubo una demanda de citar al mariscal de campo Mohamed Tantawi, gobernante militar del Egipto actual (y viejo amigo de Hosni Mubarak), a comparecer durante el juicio.

Eso, cierto, sería llevar las cosas demasiado lejos. De Damasco a Ammán, a Rabat, Manama y Riad reinó el silencio, claro. Y, extrañamente, ni una palabra de Washington, cuyo viejo amigote Hosni ahora enfrenta (en teoría) una posible condena a muerte. Tal vez el Departamento de Estado también tiene sus pozos envenenados.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya