Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 7 de agosto de 2011 Num: 857

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Al pie de la letra
Ernesto de la Peña

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

El alma de Léon Bloy
Bernardo Bátiz V.

En el amor los cuerpos establecen su propio paraíso
Ricardo Yánez entrevista
con Jorge Souza

Leonora Carrington, la inasible
Germaine Gómez Haro

Copi y la Irreverencia
Gerardo Bustamante Bermúdez

Leer

Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Ilustración para Una carta para Robert Morel de Léon Bloy, 1944, revista Résurrection

El alma de Léon Bloy

Bernardo Bátiz V.

Escribir hoy de Léon Bloy, quien falleció en 1917 y escribió más de treinta libros entre 1887 y la fecha de su muerte, requiere una explicación. Yo tengo tres: la primera es que Hugo Gutiérrez Vega, intelectual y amigo, me lo sugirió como un trabajo complementario de otros publicados antes en La Jornada Semanal; luego, porque evocar a Léon Bloy, a quien tanto Hugo como yo y seguro muchos más de nuestra generación leímos hace ya algún tiempo, constituye un vistazo retrospectivo a la batalla intelectual que se daba denodadamente a mediados del siglo pasado, y que marca de varios modos lo que hoy vivimos y vemos en este tormentoso y truculento inicio del siglo XXI.

La tercera razón requiere una explicación más amplia; tiene que ver con la visión profundamente católica, mística y profética del escritor francés que señaló, siempre como inminentes, desastres apocalípticos que esperaban a la humanidad por la traición del mundo europeo, desleal al cristianismo verdadero y a la fe heredada de la Edad Media.

Casi un siglo después pareciera que los augurios de Bloy se cristalizan en hechos; hoy prevalece, de algún tiempo para acá recrudecido, un ambiente de violencia, miedo, abuso de los poderosos, crisis económica, hambre, desempleo, desastres naturales e inseguridad, y todo ello en un marco de aturdimiento general que dificulta cualquier intento o esfuerzo para un cambio hacia la justicia, el orden y la igualdad, lo cual parece darle la razón al francés que veía y advertía en sus enfáticas predicciones algo parecido a lo que hoy vivimos.

En este negro panorama mundial, es obvio decirlo, está inmersa la Iglesia católica, mi iglesia, metida en graves aprietos por sus contrincantes y críticos externos y eternos, siempre combatiéndola, pero ahora, más que otras veces, por sus desfallecimientos y debilidades internas, por sus ministros en número creciente envueltos en los mismos vicios, ambiciones y flaquezas que deberían condenar y combatir; su simbólica barca sortea nuevas e inesperadas tempestades y vientos antes no vistos la azotan como nunca; por ello me parece oportuno recordar a un escritor católico de primera línea que vislumbró entre la niebla de su tiempo y su agitación personal, algo de lo que se vivió después. Al vehemente francés de hace cien años, que escribía sin descanso para advertirnos, se le ha calificado de mil modos: como obcecado, de ideas exaltadas, arbitrario, ingrato con sus amigos que tanto lo ayudaron; iluso, mesiánico, pero, eso sí, nadie, se ha atrevido a tacharlo de mal escritor, a desconocerlo como una de las eminencias de la literatura francesa.

Dadas estas razones, insistiría en que en primer lugar fue un gran escritor, pero no sería justo; fue un gran místico, un cristiano de otro siglo, seguidor convencido del dogma, lector de la Biblia, cultivador de la apologética, pero principalmente aferrado a una moral rígida, de una época que quedó atrás y trató de revivir.

Todo ello, incluidos los principios subrayados con una vida testimonial difícil de igualar, de pasiones violentas sin duda, de bondad, de amor al prójimo, vida en la que todo era caridad, fe, y era esperanza imbatible en un reinado glorioso al final de los tiempos. Nunca dejó de escribir, de escribir bien, muy bien; lo admiraron y lo citan lo mismo escritores de la talla de Georges Bernarnos y Jorge Luis Borges, que poetas de la inspiración y fuerza de Rubén Darío y, por supuesto, sus ahijados Jacques Maritain y su esposa Raissa, y su otro amigo Peter van der Meere. Kafka, quien también lo leyó, dice de él que vitupera mejor que los profetas.


Foto: Paul Marsan

En México también se le leyó mucho y se le conoció; un jesuita que participó de joven en el conflicto cristero, el padre Joaquín Cardoso S. J., ya viejo me recomendó leerlo. El padre Cardoso escribió entre sus muchas obras un opúsculo sobre la Virgen, que recuerda una de las obras más conocidas de Bloy: La que llora, reflexión ésta de altos vuelos acerca de un hecho insólito ocurrido en 1846 (año del nacimiento de Bloy), en la aldea de La Salette, donde a la manera de Lourdes o Fátima una Madonna resplandeciente se aparece a unos niños pastores y les da, llorosa, un mensaje y una terrible advertencia para los cristianos; el hecho inspiró tanto al jesuita mexicano como al escritor francés, quien sobre este tema hilvana, en un lenguaje exaltado sin duda, pero de gran fuerza literaria, páginas llenas de misticismo y colmadas de profecías apocalípticas que, está seguro, se cumplirán.

No es el único mexicano que se ha ocupado de él; Adolfo Castañón y Rafael Landerreche, en sendos prólogos a dos ediciones de Editorial Jus, una de 1992 del libro de Bloy El revelador del globo; la de Landerreche y otra de 2005, de Castañón, ambos interesados en el inquietante autor y en ese misterioso libro que es una especie de exaltación de Cristóbal Colón y su obra misionera y apostólica. La cercanía de estas ediciones nos dice mucho sobre la actualidad, en ciertos ambientes, de este literato.

Un latinoamericano que también escribió influido por Bloy, aun cuando en este caso para contradecirlo, fue Alejo Carpentier; en 1979 publicó la novela histórica El arpa y la sombra que es una respuesta literaria a la descripción de Cristóbal Colón que hace Bloy en su libro; el francés propugna nada menos que por la canonización del descubridor de América ante la importancia de la hazaña del navegante, quien a sus ojos fue el que abrió la gran oportunidad histórica de la expansión del cristianismo a la otra mitad del mundo, como un designio providencial en el que el genovés queda, según la exageración de su panegirista, a la altura de Moisés y de San Pablo. Esa exaltación, precisamente, es lo que choca a Carpentier, quien sin embargo no tiene empacho en mencionar a Léon Bloy como “el gran escritor católico”.

En México se publicaron otros libros alrededor del exaltado francés; en 1967 Juan Álvarez Andrade publicó La apasionada mística del Léon Bloy, un ensayo editado nada menos que por la Secretaría de Educación Pública, en su colección Cuadernos de Lectura Popular. En él, el autor profundiza en el pensamiento de Bloy, del que destaca una importante vertiente. Álvarez Andrade dedica una buena parte de su estudio a la crítica del capitalismo que hace Bloy como un sistema perverso e injusto, y destaca y pone énfasis en sus ataques virulentos y enérgicos en contra de los ricos y los especuladores. El FCE publicó en 1987 otra obra acerca de nuestro autor en la colección Cuadernos de la Gaceta. Se trata del estudio del director de la revista Esprit y crítico literario Albert Béguin, titulado Léon Bloy, místico del dolor.

Más cerca de nosotros, en marzo de 2006, el mismo FCE publicó otra obra de Bloy, El alma de Napoleón, donde el autor alaba a su coterráneo como un instrumento del destino, como una premonición de la historia futura que prefigura lo que vendrá al fin de los tiempos; decía de él, nada menos, que Napoleón era “la faz de Dios”, el unificador del mundo en un gran imperio universal, modelo del reino universal del fin de los tiempos.

No deja de llamar la atención el hecho de que tanto la SEP como el FCE se hayan ocupado en nuestro país, en años relativamente recientes, de un autor tan abiertamente católico; que Editorial Jus haya publicado dos veces El revelador del globo no es de extrañar, por la inclinación ideológica de esta editorial, pero sí lo es que editoriales oficiales del gobierno laico de nuestro país se hayan interesado por sus obras. Sin duda, Léon Bloy, por su valor literario, su sinceridad y congruencia, atrajo a muchos, entre ellos, a quienes entonces se ocupaban de la cultura y de las ediciones oficiales.

Por lo que a mí toca, la cercanía con parte de su obra se dio en mis años estudiantiles, impulsada por una inquietud, por decirlo de algún modo, de rebote. Recuerdo cómo di con Léon Bloy: me interesaba entonces (1953 o 1954) por el deslumbrante Jacques Maritain, contrafuerte teórico a mis incursiones iniciales en la política mexicana, guía de los jóvenes de entonces. Devorábamos sus obras sobre democracia, derechos humanos y el sentido de la historia. Esto nos hacía buscar todo lo relacionado con él y de ese modo di con Las grandes amistades, breve y hermoso libro de Raissa, esposa y copartícipe de inquietudes intelectuales y aventuras existenciales de Maritain.

A pesar de sus arrebatos y sus anatemas, Bloy fue un hombre bondadoso. Lo sabemos en buena medida por la valiosa colección de las Cartas a mis ahijados, los dos matrimonios amigos Maritain y Raissa, y Pedro y Cristina van der Meere. Para conocer el fondo del alma de Bloy, bastaría leer esas abundantes y pequeñas misivas –casi ninguna mayor de una cuartilla–, en las que trata a sus ahijados tres temas que se reiteran una y otra vez: Su afecto a ellos en primer lugar, su interés por lo que hacen, lo que estudian y lo que escriben, y su propia obra.

El tema reiterado son sus libros, cómo avanzan lentamente, con dificultades de toda índole, y luego su lucha con los editores, las impuntualidades, las trabajosas correcciones de pruebas y la satisfacción, al final, de verlos impresos y encuadernados y, lo mejor de todo, influyendo favorablemente en unas cuantas almas, las de sus lectores, que él estimaba escasos, pero que no lo eran tanto. En el trasfondo de la correspondencia está la pobreza, las dificultades para subsistir, para cubrir la renta de la vivienda, para la escuela de las niñas y para vestirse; dice Raissa que frecuentemente veía a su maestro y padrino con la pobre chaqueta abrochada hasta el cuello porque no traía camisa, como el “hombre feliz” del cuento.

La pobreza no lo arredraba. Pensaba en Dios y leía y escribía sin descanso, confiando siempre en que la próxima edición de un nuevo libro o la reedición de alguno anterior, sacaría adelante a su familia y a él mismo; no temía parecer y ser frecuentemente un pordiosero. Sus biógrafos refieren que cuando conoció a Jeanne, su compañera y apoyo existencial, llegó a una reunión de burgueses y aristócratas donde ella se encontraba; Jeanne, al verlo, preguntó a la anfitriona quién era el hombre que acaba de entrar. “Un mendigo”, fue la burlona respuesta, y la de ella, a su vez, contundente: “Pues con él me voy a casar.” Lo hizo, se casó con él, con su trabajo literario, con sus éxitos como escritor, sus reconocimientos y méritos, pero también con su pobreza rayana en la miseria. Así lo aceptó, así vivieron y fueron felices en su pobre hogar, que era el centro de reunión de otros escritores, de jóvenes estudiantes y de intelectuales, todos atraídos por la vida modesta en lo económico, pero espléndida en ideas, en inquietudes intelectuales y en amistades.

La obra de Léon Bloy no es parca; más de treinta años de escribir sin descanso, de todo, novelas, su larguísimo diario, poesía, literatura religiosa, teatro, cuentos, ensayos y cartas, invaluables e innumerables cartas a mucha gente, pero en especial a quienes consideraba, no sin razón, además de sus ahijados, sus discípulos.

No hay un libro de Bloy que se caiga de las manos; su diario, dividido en títulos elocuentes, desde El mendigo ingrato, que abarca de 1892 a 1896, hasta el publicado después de su muerte, El portal de los humildes, que abarca de 1915 a 1917, es un arca de sorpresas, de comentarios inteligentes, muchas veces ingeniosos y en ocasiones demoledores e injuriosos. Las otras partes del diario son Mi diario (1896 a 1900), Cuatro años de cautiverio (1900 a 1904), El invendible (1904 a 1907), El viejo de la montaña (1907 a 1910), El peregrino del absoluto” (1910 a 1912), El umbral del apocalipsis (1912 a 1915).

Sus obras históricas más conocidas son El alma de Napoleón, en la que afirma que su admirado connacional fue una prefiguración del imperio de gloria y unidad del globo que algún día vendrá; hermoso libro en el que el personaje central deja de ser él mismo, para convertirse en una especie de parábola o metáfora de la historia; llega a decir Bloy de Napoleón que es “la faz de Dios en las tinieblas”.

En el El revelador del globo, el terrible francés, siguiendo a su admirado Jules Barbey d’Aurevilley, propone nada menos que Cristóbal Colón sea elevado a los altares como el gran apóstol del Nuevo Mundo que descubrió y puso en charola de plata a la evangelización cristiana.

Sus cuentos impactan y ponen a pensar a los lectores; son estupendas las colecciones Cuentos de guerra, Historias impertinentes y Cuentos descorteses, de las que podemos encontrar todavía ediciones cercanas a nuestro tiempo. Los ensayos salidos de su pluma, “La mujer pobre”, “La sangre del pobre” y “Exégesis de los lugares comunes”, como el resto de sus escritos, sacuden, inquietan y a veces incomodan. Pero el más profundo de sus escritos, que al autor le parecía su libro más importante, es La salvación por los judíos, publicado por primera vez, después de varios rechazos de los editores, en 1892.

En La salvación por los judíos se revela mejor su verdadera vocación de escritor profundamente religioso, conocedor de la literatura universal, de la Biblia y de la historia; el libro no es fácil de seguir, sus pequeños capítulos, además de su valor literario, encierran interpretaciones sobrecogedoras acerca del pueblo escogido, del que dice terribles cosas, por ejemplo, que han cometido el crimen supremo y les atribuye “el odio al pobre”.

Jesús, dice Bloy, fue pobre de bienes, pobre de amigos y pobre de sí mismo, pero era judío y, por tanto, integrante del pueblo escogido, del pueblo de la promesa. En este breve ensayo afirma del “pálido dinero” que éste se levantó como el dios de la humanidad después de la muerte de Cristo. Sin embargo, clama con insistencia en la necesidad y la inminencia de la “enmienda de Jerusalén”.

León Bloy, como se ve por estos breves ejemplos, no es sólo un literato; domina el estilo y busca la belleza, pero va más allá: aspira a la profundidad y a lo que él llama el Absoluto; forma fila sin duda en el mundo de pensadores católicos, con San Francisco, San Buenaventura, San Juan de la Cruz, con los místicos, grandes intuitivos e iluminados, no ciertamente con los racionalistas; no podríamos en modo alguno considerarlo entre los poderosos maestros de la lógica o la metafísica, como Tomás de Aquino y Duns Scotto, ni cercano a los frailes juristas del renacimiento, como Vitoria y Suárez.

Tampoco fue un esgrimista polémico y lleno de ingenio festivo como Chesterton, ni tuvo la mesura analítica para juzgar la historia de un Hilaire Belloc; fue más bien un escritor de gran fuerza, de elevado estilo, elocuente, pasional, de una inteligencia de vértigo, difícil de seguir, prosa sembrada de citas luminosas y explicaciones altamente inspiradas. Me atrevería a decir que fue un teólogo de la historia, que creía descubrir signos en el devenir de los siglos y en la vida de los personajes que le atrajeron y deslumbraron: Napoleón, Juana de Arco, Cristóbal Colón.

Sus obras salían de su talento y de su arduo trabajo y él, sin embargo, las atribuía a una peculiar especie de inspiración divina de la que se creía sólo el instrumento; para su gusto, cuando la vanidad inocente no lo arrastraba, sentía y apreciaba que su literatura no era otra cosa que el cumplimiento de una misión y un apostolado.

Al escribir se encontraba siempre al borde de un cataclismo personal y universal que preveía, que sabía anunciado, que arrastraría todo para dar paso al triunfo final de la luz y la verdad. Por eso su escritura la encuentran sus biógrafos y admiradores emparentada con la voz de los antiguos profetas y, también, como lo señala Béguin, con los más grandes y atormentados escritores de una generación anterior a la suya, Nietzsche, Rimbaud y Dostoievsky que, como él, veían detrás del optimismo del progreso y de la frivolidad de fin de siglo el borde de una catástrofe, la cual, como primicia de cumplimiento, como advertencia, llegó con la gran guerra de 1914, cuyo inicio alcanzó Bloy con horror, pero simultáneamente con esperanza nunca perdida.

¿Qué no diría Bloy de las interminables secuelas de violencia, guerras absurdas, terror y miedo que han seguido a la gran guerra, y que aún nos tocan en este inicio del siglo XXI?

Podemos decir nosotros, a casi cien años de su partida de este mundo, que la herencia que nos dejó, que su secreto que tantos inquirieron y buscaron, no es otro que mantener firme la certeza de una redención final que brillará como una aurora al concluir la larga era de catástrofes. Después del ocultamiento de los valores por las densas nubes del terror, del comercio de armas y de los vicios innumerables, vendrá a reinar la fe salvadora que se conserva ahora como una débil flama, pero que crecerá para iluminar el fin de los tiempos. Esa era su convicción, escrita, declamada, gritada en sus atormentados libros.

El mensaje de Léon Bloy, aunque difícil, debería alentarnos hoy que la oscuridad nos rodea; releerlo es entrar a una especial explicación de la historia humana que nos lleva por el camino pretrazado por una promesa de rescate final, en el que cada quien en su momento ha de tomar parte y cuyo desenlace esperó toda su vida, mientras escribía sin descanso entre la pobreza y el dolor, pero sin titubear en la certeza de su visión final, confiado siempre en el concepto reiterado una y otra vez del Absoluto, principio y fin de todo, incluida por supuesto la historia humana.

La lección de Bloy que podemos hoy aprovechar es su crítica feroz a la frivolidad de su tiempo, la condena a la codicia de los burgueses triunfalistas, explotadores de los pobres, su condena a la confianza puesta en lo superficial, en lo vacuo. También debemos admirar que vio lo que pasaba y previó lo que venía, pero renovó y sostuvo el anuncio de un final de la historia en el que reinará la justicia, el bien, la igualdad y la fraternidad de todos.

Cuesta trabajo hoy releer a Léon Bloy, escudriñar sus apasionantes textos plenos de parábolas, de párrafos difíciles, misteriosos con frecuencia, pero hermosos, de durísimas recriminaciones a los que desde su punto de vista traicionaban con sus titubeos y debilidades el mensaje cristiano. A pesar de ello, en esta dialéctica en la que el mundo y la Iglesia, la sociedad política y la sociedad religiosa, son contrarios que chocan como siempre, es posible, a través de los textos de Bloy, vislumbrar una síntesis que no entendemos aún plenamente, pero que no es imposible y que mantiene encendida la flama de la esperanza. Su confianza en un final feliz debería servirnos de ejemplo, pero si no, por lo menos, tendremos la oportunidad de conocer a un gran escritor.