Política
Ver día anteriorMiércoles 17 de agosto de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Dimensión de la guerra
E

s sabido, en buena doctrina militar, que una nación no puede utilizar a su ejército en tareas de combate a la delincuencia sin condenarlo a la desmoralización y la destrucción. La persecución y el control de la criminalidad es tarea de otro órgano del Estado: la policía. Esa tarea y este cuerpo tienen sus propias reglas, sus modos de investigación, persecución y regulación del crimen, así como su ámbito específico de actividad y responsabilidad.

Haber encargado, por las razones que fuere, la persecución al narcotráfico como tarea primordial del Ejército Mexicano, y haber confundido y fundido su actividad con la que corresponde a los cuerpos policiales, es una descomunal irresponsabilidad –mido mis palabras– por parte del gobierno federal. Haber convertido la represión de una actividad criminal como el tráfico de drogas en una guerra –una guerra interna contra un enemigo impreciso, ubicuo y enmascarado que ha llevado a las corporaciones militares y policiales del Estado también a enmascararse– es una consecuencia natural de esa irresponsabilidad.

Resulta así que el Estado nacional mexicano está en guerra por decisión exclusiva del Poder Ejecutivo. Está por lo tanto en una situación excepcional, la de un Estado que, en los hechos, actúa una y otra vez por encima y al margen de las normas constitucionales y legales que fijan y delimitan sus poderes y sus relaciones con la sociedad. La proyectada ley de seguridad nacional propone diluir y desvanecer aún más la existencia y la vigencia de dichas normas.

Es el reconocimiento suprajurídico de un ente, llamado El Narco, como un Estado paralelo con fuerza militar propia, con finanzas que operan dentro del circuito financiero legal y en sus márgenes, con capacidad y autoridad impositiva de hecho en regiones del territorio nacional, con un cuasi monopolio de la violencia ilegal, contraparte del monopolio de la violencia legítima que por definición corresponde al Estado nacional. Se trata de una imaginaria construcción del enemigo sobre duros hechos reales así interpretados, similar al Eje del Mal de Baby Bush, para justificar una política sin sustento y sin futuro.

Ese reconocimiento, sintetizado en la fórmula guerra contra el narcotráfico, nos coloca a todos dentro de una realidad brutal: la disputa entre organizaciones de múltiples actividades criminales, enfrentadas y enlazadas en una lucha violenta y sin límites, y empuja a las fuerzas armadas de la nación a involucrarse como parte de ese conflicto.

En esta guerra no se respetan normas jurídicas ni límites morales. El narco por naturaleza no lo hace, ya ni siquiera con los antiguos códigos de honor de las organizaciones mafiosas. El Ejército federal se ve arrastrado al mismo terreno y, quiéralo o no, termina moviéndose fuera de la ley en su propio país. No es la primera ni la segunda vez que esto sucede. Pero ahora se convierte en norma de conducta, en modo y en costumbre desesperada. Los responsables de este proceso en el gobierno federal están destruyendo la fuerza moral de ese Ejército, ya antes lesionada por su utilización en conflictos sociales y políticos interiores.

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Organizaciones armadas que por largo tiempo se combaten entre sí terminan asemejándose en métodos y costumbres. Cualquier novela policial muestra esta relación simbiótica entre los cuerpos policiales y el mundo de la delincuencia al cual la policía tiene que combatir, conocer, contener y regular. No se puede involucrar a un Ejército y una Marina nacionales en ese juego imposible e interminable sin pagar las consecuencias como nación y como sociedad y sin acabar desmoralizando, a la corta o a la larga, a los cuadros militares de cualquier nivel. Esto lo sabe bien y se abstiene de hacerlo Estados Unidos, cuyos gobiernos y cuyo ejército miran con sorna cómo el vecino México se adentra en ese camino, y hasta le dan su buena ayudadita.

La situación se agrava cuando las fuerzas armadas se ven obligadas por el gobierno federal a aceptar la intervención, y en muchos casos la tutoría técnica, de las fuerzas armadas del poderoso país vecino, Estados Unidos. Desde los tiempos de Porfirio Díaz, México rechazó esa dependencia, se negó al establecimiento de bases militares y navales extranjeras incluso en tiempos de guerra mundial y no envió a sus oficiales a recibir instrucción en Estados Unidos.

Esa tradición se ha disuelto. Hoy actúa directamente en nuestro territorio, con la aquiescencia y el beneplácito del gobierno federal, personal militar, policial y de inteligencia de la nación vecina.

Desde siempre, la política nacional de Estados Unidos en esta cuestión ha sido tratar de tener al otro lado de la frontera un Ejército mexicano débil y subordinado. No le basta la inmensa desproporción entre ambas fuerzas. Quiere, aunque sus gobernantes no lo digan, un Ejército convertido en constabularia, en cuerpos de policía temidos y odiados por la población, como la Guardia Nacional de Anastasio Somoza en Nicaragua o el ejército del sargento Fulgencio Batista en Cuba.

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Esa política ha pasado ya todos los límites. El Ejército federal de Porfirio Díaz, sin dejar de mantener sus intercambios con Estados Unidos (que no era la potencia actual), adquiría sus armas en la lejana Europa y allá iban sus oficiales. Hoy México depende de la potencia militar limítrofe, Estados Unidos. Pero sucede que la industria de este país también provee de armas al narcotráfico, y no sólo a través de la operación Rápido y furioso. Un mismo proveedor está surtiendo de material bélico a los bandos enfrentados en la llamada “guerra del narco”, un actividad comercial sin control tal como les conviene a la industria del narco y a sus diversos intereses colaterales en los mundos de las finanzas y de la política.

Por otra parte, por los canales intercomunicados del sistema financiero de Estados Unidos y de México circulan impunemente los miles de millones de dólares de esa industria que figura entre los primeros rubros de exportación de este México de hoy, mientras su Ejército está entrampado en una supuesta guerra sin sentido, sin enemigo ubicable y sin posibilidad alguna de éxito. Este es el estado de cosas que la estrategia del narco provoca y desea como cobertura de sus negocios y sus rentas a ambos lados de la frontera.

Desde el punto de vista militar y geopolítico, ¿qué mejor para Estados Unidos en tanto poder militar vecino –cuya zona declarada de seguridad se extiende desde Alaska hasta el canal de Panamá, incluido el entero Caribe– que un México débil politica, social y militarmente, donde las violencias paralelas del narco y el gobierno diseminen indefensión, resignación y miedo?

A ese país nos lleva, si no lo detenemos, el actual gobierno federal con sus otras múltiples guerras contra las organizaciones sociales y sus derechos y conquistas; contra las propiedades de la nación en el suelo, el subsuelo y el espacio aéreo; contra el SME, las comunidades zapatistas, las organizaciones comunitarias de Oaxaca, Guerrero, Veracruz, San Luis Potosí, Sonora, los mineros de Cananea, los pueblos de La Parota, y contra cuantos sectores organizados de la sociedad resisten el despojo territorial, salarial y social.

No es inevitable que así sea.