Opinión
Ver día anteriorSábado 20 de agosto de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El sujeto impolítico
¿Q

ué pueden tener en común el saqueo masivo de tiendas y comercios en Londres, la destrucción de aparadores y cajeros en Atenas (2010) y el incendio de automóviles que se extendió en Francia hace dos años? Nada que sea evidente, si no es el hecho de que sus protagonistas han sido jóvenes muy jóvenes de una generación que (por lo visto) se niega a ser etiquetada como perdida, y que sus detonadores se remontan a la bala (no tan) deliberada de una provocación policiaca. El cálculo de esa bala que siempre resulta incalculable. Porque un policía nunca sabe con certeza cuando ha confundido la ley con la venganza o el derecho con el crimen, para despertar la ira de un barrio entero que se subleva contra los signos de su orden.

Georg Rudé, un historiador injustamente olvidado que dedicó su obra a estudiar los avatares de la multitud, escribió alguna vez que el saqueo popular puede ser visto frecuentemente como una consumación de la más antigua de las leyes, que es la del Talión: ojo por ojo, diente por diente, saqueo por saqueo. Naomi Klein confeccionó recientemente (The Nation, agosto 16, 2011) una antología mínima de esas revueltas que hacen parecer a las últimas dos décadas como un retorno inesperado de las pulsiones profundas del ludismo.

En Irak, en 2004, frente a la inminencia de la ocupación militar estadounidense y el desplome del régimen de Saddam Hussein, los habitantes de Bagdad saquearon bibliotecas, museos y casas de la oficialía, acaso como un ajuste de cuentas con una burocracia militar que había hecho de la dictadura un sinónimo de la rapiña económica. Una vez deshabitadas, las mansiones de Saddam, los clubes militares y las tiendas especiales para la oficialía aparecían como paraísos disecados construidos a costa de la lógica de la ilegitimidad.

En 2001, en Argentina, ante la incautación de los ahorros por una política monetaria que había medrado durante décadas primero con los ingresos de quienes ya conformaban los cinturones de pobreza, y después con los de la clase media, la prensa acabó llamando El Saqueo a las escenas de miles despoblando las tiendas cargados de las mercancías que podrían haber adquirido con sus depósitos expropiados. El objeto final de la revuelta fue el gobierno, que acabó sitiándose a sí mismo con el estado de sitio.

Pero el looting inglés, que empezó cercando al barrio de Tottenham y se extendió a varias ciudades, es de alguna manera distinto. Con sus contemporáneos de París, comparte el fuego y la creciente guetización de las zonas donde viven y habitan los trabajadores inmigrantes. El término gueto es bien conocido por los europeos. En los siglos XIX y XX confinaron ahí a los judíos. Hoy el judío es el musulmán, el tunecino, el árabe. En el gueto el ser es la nada: no tiene destino adentro y no tiene destino afuera. Incendiar coches y edificios ilumina la destrucción del presente con las ruinas del futuro.

Con sus contemporáneos españoles (los indignados), la revuelta inglesa tiene en común una sociedad que ha abandonado las redes sociales que permitían mantener en vilo algún tipo de horizonte de expectativas. Las tribus sociales de Londres son, a su manera, el corolario natural de la utopía del individuo absoluto. Un mundo entero que fue desprovisto (desde los años de Margaret Thatcher) de sus herramientas sociales (educación, salud, protección al empleo, etcétera) para impedir el vaciamiento social.

En rigor, lo que produjo la implosión del estado social no fue el advenimiento del individuo, sino la multiplicación de la condición del zombie: disecados vivientes. En Londres o en Madrid o en París basta ser excluido durante unos cuantos años del circuito del empleo para vivir ya bajo la garantía del inempleable.

Sin duda, el saqueo de Londres es el correlato activo del otro saqueo, el que permite la proliferación de supermilloniarios en una era de empresas quebradas y ramas enteras de la industria que emigran a los países periféricos. El sentimiento de injusticia es predecible cuando una sociedad deja de observar a ciertas formas de enriquecimiento como cortos circuitos de su legitimidad. Y son los mismos espectros de esa ilegitimidad los que convalidan el saqueo como forma del desarme social.

Hay acaso un nuevo sujeto en la política contemporánea: el que creía tener voz y nadie lo escucha; el que apostaba a ser parte de un sistema, y el sistema ni siquiera cuenta con códigos para registrarlo; y el que sólo puede ver (en las pantallas grandes y chicas) y nunca ser visto. El sujeto impolítico. Su cartografía está por descifrarse.