20 de agosto de 2011     Número 47

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Pedagogías perversas
El educador necesita ser reeducado

La teoría materialista de que los hombres son producto
de las circunstancias y de la educación, y de que, por tanto,
los hombres modificados son producto de circunstancias
distintas y de una educación distinta, olvida que las
circunstancias se hacen cambiar precisamente por los
hombres, y que el propio educador necesita ser educado.
Conduce pues, forzosamente, a la división de la sociedad en
dos partes, una de las cuales está por encima de la sociedad.

CARLOS MARX, Tesis sobre Feuerbach

Quien enseña aprende al enseñar y quien
aprende enseña al aprender
.
PAULO FREIRE, Pedagogía de la autonomía

Toda pedagogía es política, y la filosofía educativa dominante en sistemas expansionistas y expoliadores, como los que hemos padecido por centurias, ha sido y es instrumento de sumisión clasista y de colonización.

En nuestro continente el lado presuntamente amable de la conquista, que fue la evangelización católica, instauró una ontológica separación jerárquica entre educador y educando. Dispar relación que se ha mantenido hasta nuestros días impregnando de colonialismo vergonzante casi todas las prácticas educativas formales e informales, tanto las que emplean la mayoría de los sistemas públicos de enseñanza, como las que desarrollan ciertas organizaciones civiles que en los hechos se comportan como evangelistas transmisores del “conocimiento verdadero” y portadores de la “buena nueva”.

Siempre presente, el colonialismo pedagógico cobró fuerza durante la segunda mitad del pasado siglo al asociarse con la filosofía desarrollista que difundían, entre otros, la Agencia Internacional para el Desarrollo (AID), la Asociación Latinoamericana para el Libre Comercio (Alalc) y la Alianza para el Progreso (Alpro). La nueva oleada educativa era una respuesta del imperio a la amenazante expansión del “campo socialista” resultante de la Segunda Guerra Mundial y sobre todo al triunfo en 1959 de la revolución cubana que ofrecía a los pueblos del continente una vía de modernización distinta a la del capitalismo occidental. Curso que para los ideólogos del sistema no era más que un regreso a la barbarie.

“El problema más profundo (es la contradicción) entre las normas de la barbarie y las normas de la civilización”, escribió en 1961 Francis Millar, portavoz del Departamento de Estado de Estados Unidos. Y continuó con desvergonzado desparpajo: “El objetivo del Departamento de Estado en ese campo (…) es incrementar el número de hombres civilizados en cada lugar de la Tierra donde tengamos influencia. A medida que se incremente su número, nos alegraremos también de que (…) se incremente nuestra influencia política”.

Y una de las armas para redimir a los bárbaros –y evitar que les dé por hacer revoluciones– es la educación. Ya lo había dicho el influyente pedagogo estadounidense Teodore Bramel en una serie de conferencias sintomáticamente tituladas La educación como poder: “La educación es tan poderosa como la política”.

Pero la pedagogía necesaria para encaminar a los pueblos por la vía del “desarrollo”, y de paso amacizar la “influencia política” del imperio, tenía que ser una pedagogía esperanzadora pero tranquilizante, una pedagogía que hablara de progreso y bienestar pero sin lucha social reivindicativa. Tenía que ser una pedagogía “apolítica” o, más bien, despolitizadora.

Así lo había planteado la Comisión Trilateral para el desarrollo, en un claridoso cuanto cínico informe de 1975: “El funcionamiento eficaz de un sistema político democrático generalmente requiere de algo de apatía y desinterés por parte de algunos individuos o grupos (…) Cuando menos temporalmente, el mantenimiento del orden requiere un descenso de las aspiraciones (…) y de los niveles de actividad política”.

En el medio rural y entre los indígenas y campesinos del continente, la contrainsurgente, despolitizadora y colonizante pedagogía desarrollista del imperio cobra inusitado vigor con las acciones del Instituto Lingüístico de Verano (ILV) respaldadas por la AID. Se trata de grupos de misioneros laicos que gracias al apoyo logístico estadounidense y al manejo de los idiomas vernáculos se insertan en las comunidades autóctonas. En la superficie su discurso es tolerante y pluricultural, pero en la práctica el ILV emprende una nueva evangelización, ahora en tesitura protestante más favorable que la católica a la modernización y el “progreso individual”. En el Congreso Internacional de Americanistas de 1976, el LIV balconea sus intenciones: “Que al mismo tiempo que se respetan las culturas nativas (…) estas sociedades tengan conocimiento del mensaje bíblico”.

En 1961, a dos años del triunfo de la revolución cubana, el presidente Kennedy crea los Cuerpos de Paz (CP), un ejército sin armas de guerra pero con hartos dólares, que debe encaminar a los pueblos atrasados por el camino del progreso. “Millones de latinoamericanos viven en la antigüedad porque nadie les ha mostrado o los ha conducido hacia una nueva ruta”, declaran los CP en 1968.

Tanto el ILV como el CP tienen respaldo político y cuantioso financiamiento, pero sus protagonistas conforman un voluntariado social por lo general imbuido de espíritu samaritano, misioneros de guarache que contrastan dramáticamente con las opulentas misiones imperiales del pasado. Lo que no aligera en lo más mínimo la carga colonialista de sus acciones y nos llama a mantener la vigilancia frente a ciertas prácticas oenegeneras actuales, cuyo carácter intruso, invasor y al servicio del neoimperialismo de la “cooperación” se oculta tras de la incuestionable buena fe de sus animadores.

La acción educativa del desarrollismo se funda en la deshistorizada pedagogía funcionalista. Didáctica para subdesarrollados y marginales sustentada en teorías como la de la “carencia cultural” (cultural deprivation), según la cual a diferencia de los países avanzados, las naciones atrasadas no poseen las condiciones morales, culturales y raciales necesarias para transitar a la modernidad, de modo que para el proverbial “despegue” (Rostow dixit) requieren de un empujoncito, de un aporte externo que los primermundistas habrán de otorgarles.

Y este aporte externo es vital en el caso de los campesinos epítome de atraso tecnológico, rusticidad societaria y carencia cultural: bárbaros, pues. Según esto, las comunidades agrarias, y peor las de composición indígena, están compuestas por personas “carentes de iniciativa”, sin “ganas de progresar”, con un “bajo nivel de aspiraciones”; hombres y mujeres “pasivos” y “dormidos” a los que hay que despertar mediante acciones externas.

Así, la Conferencia Internacional de Servicio Social de 1962, define el desarrollo de la comunidad como un “proceso dirigido a la creación y mejoramiento de los recursos de un grupo social, sobre la base de la acción planificada de un grupo externo”. Y en lo tecnológico este factor “externo”, este aporte que viene de fuera, encarna el consabido “extensionismo agrícola” con que se quiso imponer a los campesinos el “paquete” de la llamada Revolución Verde.

Estos son los antecedentes. Cabe preguntarse ahora ¿han cambiado mucho las cosas en casi medio siglo? Pienso que no. En los tiempos de capitalismo desmecatado y reconversión neoliberal, la impúdica imposición cultural y tecnológica operada por las trasnacionales, los introductores de insumos y sus operadores los “despachos de prestadores de servicios”, ha ocupado el lugar que antes correspondió al Estado en lo tocante al fomento productivo rural. Pero la concepción extensionista sigue inspirando en gran medida la labor de los centros de investigación agropecuaria, de las escuelas de agronomía y de muchas de las organizaciones civiles de diferente talante que en buen plan se ocupan de los pequeños y medianos agricultores.

Tenía razón el joven Marx en sus reflexiones críticas sobre el redentorismo de Feuerbach: si no queremos que la sociedad siga dividida “en dos partes”, una de las cuales pretende estar “encima de la sociedad” y con derecho a educar, conducir y aun redimir al resto, tendremos que reconocer que “el propio educador debe ser educado”; que es necesario romper, de una vez por todas, la presunta jerarquía entre el que enseña y el que aprende, el que sabe y el que ignora.