Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 21 de agosto de 2011 Num: 859

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Al pie de la letra
Ernesto de la Peña

Dos poemas
Eleni Vakaló

2012: Venus, los mayas y
la verdadera catástrofe

Norma Ávila Jiménez

Castaneda: la práctica
del conocimiento

Xabier F. Coronado

Trotski en la penumbra
Gabriel García Higueras

Juan Soriano en Polonia
Vilma Fuentes

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Juan Soriano en Polonia

Vilma Fuentes

En Los cantos de Maldoror, Lautréamont escribe: “bello como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas”. Esta audaz imagen para definir la belleza es acaso la primera aparición de lo que se llama el arte moderno. Recordé las palabras de Lautréamont al pasearme en el parque de la Fundación Juan Soriano-Marek Keller, en los alrededores de Varsovia.

Una fundación consagrada a la obra del artista mexicano Juan Soriano, situada en un bosque de Polonia, es tan sorprendente como la definición de la belleza hecha por el poeta Isidore Ducasse, conocido bajo el nombre de Lautréamont. Encuentro casi milagroso gracias al amor de Keller por la obra de Soriano.

Salimos de París al alba. Marek al volante de su Mercedes: chofer capaz de triunfar en cualquier carrera de autos. De París a Varsovia hay mil 600 kilómetros. Había pensado que, para hacer el trayecto, necesitábamos dos días. Bastó una larga jornada para entrar a Varsovia a medianoche.

En el suntuoso departamento, en pleno centro histórico, me espera, al fondo del corredor que sirve de entrada, Juan Soriano: irradiando luz, una estatua en bronce verde jade fulgura la vida. La de Juan. Y la de México.

Ver un país desde sus autopistas tiene más sentido del que se pudiera imaginar. Después de la visión de la douce France, sus campanarios entre casas blanquecinas, vacas que pastan en praderas verdes, borregos que juegan a adormecerse, cruzamos la frontera. Reconozco Bélgica, reino sin gobierno y por tanto con un timón invisible y firme, por las hileras de postes de luz que bordean las carreteras. La vegetación se espesa, la agricultura francesa desaparece y surgen los bosques, cuando las paredes de lámina dejan verlos: ¿qué nos ocultan esos muros? ¿O nos ocultan a nosotros y al ruido de motores que debe enloquecer a los vecinos de una autopista sin cercas? Comprendo que estamos en Alemania cuando desaparecen los faroles. La sensación de ser una extranjera se ahonda al tratar de leer los letreros: Kohl por Colonia, para qué insistir. Ceso la lectura y veo el paisaje: fábricas, industrias, producción y producción. El monstruo aparece ante mis ojos, chimeneas gigantescas de una central nuclear, la primera que mis ojos ven de frente. Los campanarios quedaron atrás. Las chimeneas de las nucleares, cuento tres, y de otras industrias, se acumulan. Guerra ecológica: los alto rehiletes eolianos ocupan el paisaje libre.

–El Rhein –la voz de Marek me suena a Wagner. El viaje en auto anima un sueño sin fin: veo a Lorelei, en lo alto del peñasco de donde se precipita, manantial de toda la poesía romántica alemana.

Bosques frondosos, sus árboles de troncos rojos se yerguen, altos, hacia su corola de hojas de pino. Millares de árboles llovidos, uno junto a otro: sueño con los caminos que no llevan a ninguna parte del Bosque Negro. Marek me señala: “el Oder”. El escalofrío de las guerras del siglo XX me recorre la espina dorsal.

Al fin, de nuevo, la vida. Una carretera de dos carriles, casas de colores, rojos, amarillos. Dejamos Alemania, entramos a Polonia. Perros callejeros. Niños cantando bajo el aguacero. Me atraviesa la sensación de ir a Cuautla. No puedo dejar de pensar en Sergio Pitol, de seguir sus huellas, de pisar su sombra. ¿Estoy en Polonia?, ¿estoy en México?

Entramos a una autopista: la carrera hacia el desarrollo, construcciones por todos lados como lo exige la salud europea donde agonizan algunos de sus miembros.

Varsovia, al fin: amplia, vasta: fantasmal. Casas bajas, hermosas como cuento de hadas, invadidas por torres. Un edificio estaliniano, regalo a la buena conducta comunista ofrecido por Stalin a Polonia, se despliega cual una muñeca rusa: en su cima una estatua azulada me tendrá en vigilia durante horas desde la ventana de mi recámara. ¿Cómo dormir cuando se llega a una ciudad en la noche? El viaje es un insomnio. El insomnio, un viaje. La muerte es un largo sueño. Juan Soriano duerme ahora. El insomnio prohíbe a ese sueño dormir.

La presencia de Juan Soriano invade. Marek Keller es fiel a tres décadas de amistad que extiende por donde camina. Y su caminata va de Varsovia a México. Es posible que Juan haya muerto, pues me lo dijeron. Por la noche, cuando dormimos, nos sucede soñar, escuchar voces. Durante el día también escuchamos ésas, las mismas voces entre las voces de los vivos.

La Fundación Soriano-Keller, a donde Marek me introduce, es la continuación del viaje. Juan está ahí: su persona y su obra pueblan este antiguo dominio señorial. Sus escultura en el parque son epifanía y resurrección. Los patos en bronce, autorretratos más semejantes a él que el notable texto donde Paz intentó describirlo. La sirena con el rostro de ¿quién? La gallina con huevos en su vientre, poniendo uno de ellos. Patos a los que los niños, de visita en el jardín escultórico, dan nombres. Para mí se llaman Soriano. Todo me lo recuerda. ¿Debo decirlo? Juan se creía feo; era hermoso, con sus ojos pícaros que adivinan lo invisible. ¿No pintó un óleo donde una iguana, tan bella como fea, mira una mujer desnuda? Posé para esa tela. Juan sabía muy bien que era hermoso. Como su pintura. Porque sólo los grandes pintores saben verla.

Al borde del riachuelo, entre dos lagos, ranas verdes de bronce se enfrentan con un sapo hermoso. Marek me muestra la plaza de toros: el toro negro, una tonelada de hierro, se apresta a matar. El torero lo espera, erguido, en bronce verde. ¿Quién morirá? ¿El matador o el toro? Soriano los esculpió. No basta el talento para crear tal obra; se necesita ese don que es amar, tal vez hacer reír: un corazón como el de Marek para crear esta fundación que, además, invita a artistas mexicanos.

La amistad es una suerte rara. Un regalo. Juan fue mi amigo. Es mi amigo. La amistad, como el amor, no conoce el pasado, está presente. Y el presente, así de efímero como sea, es la sola aparición de la eternidad. Ahí, donde Juan Soriano nos espera, en el edén de su genio.