Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 28 de agosto de 2011 Num: 860

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
Ricardo Venegas

Un Oscar en el
Texican Café

Saúl Toledo Ramos

Haití militarizado
Fabrizio Lorusso

Historias de frontera
y sus alrededores

Esther Andradi entrevista
con Rolando Hinojosa

Mozart: no hay nada
que su música no toque

Antonio Valle

Dickens, el burlón
Ricardo Guzmán Wolffer

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


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Ilustración de Juan Gabriel Puga

Dickens, el burlón

Ricardo Guzmán Wolffer

Charles John Huffam Dickens (Inglaterra 1812-1870) es uno de los más famosos novelistas ingleses. Clasificado como autor infantil por sus novelas Oliver Twist, David Copperfield y Canción de Navidad, entre otras, también era un socarrón de las clases sociales de su época, como dejó claro en Los papeles póstumos del Club Pickwick (1836–1837), una de sus menos conocidas obras, a pesar de que en su momento fue de tal éxito que, según las crónicas, no faltaron los lectores que nombraron a sus hijos y mascotas como los personajes de Pickwick. Sin dejar su mirada burlona, logró un serio ejercicio narrativo, pues sus personajes describen aspectos profundos del pueblo británico y, en tal medida, de toda la humanidad. En pleno siglo XXI, donde el manejo de lo visual hace pesada la lectura de largas descripciones, Dickens sobresale por lograr mostrar escenarios con pocas palabras y por hacer que las acciones de sus personajes sean más elocuentes que los diálogos burlescos a que los somete. Aquellos terminaron por germinar en el imaginario popular de su tiempo y ahora siguen funcionando como toda buena literatura, con todo y que en su tiempo tales personajes fueron catalogados como grotescos.

Los papeles póstumos del Club Pickwick , como casi todas sus novelas, se publicó por entregas. Inicialmente contratado para escribir los pies de página de las ilustraciones del entonces famoso Robert Seymour, terminó por imponer sus términos y su calidad, sustentada en tremendas ventas, para escribir por dos años las aventuras del señor Pickwick, un regordete burgués bienintencionado que desea asentar el conocimiento que tiene del mundo a su alrededor. El gusto de Dickens por la picaresca puede verse en el tratamiento humorístico de lo narrado; algunos críticos de su tiempo lo hacen lector de El Quijote: incluso, Pickwick y sus secuaces fueron comparados con el hidalgo y su Sancho Panza. Difícil se antoja la comparación, pues Pickwick, con todo y su inocencia, vive el momento y no lucha con molinos de viento.

A pesar de su difícil infancia y de conocer en carne propia cómo vivían las clases proletarias, en Pickwick brinca el carácter de un escritor que incluso retrata con sorna a los vivales pobres: es un escritor que se burla de las clases representadas por sus personajes, al mostrarlos en sus principales defectos, muchos de clase, otros de edad o de género. Pero no hay una mirada clasista, ni hacia arriba ni hacia abajo. Lo mismo son risibles las solteronas con dinero que las sufrientes esposas proletarias; igual de hilarantes son los adinerados puritanos que los lacayos de corta visión. De las profesiones también se puede afirmar que las relevantes de su tiempo pasaron por el cuchillo del humor denostativo: los militares hacen maniobras para su lucimiento y “ejercicio” ante los civiles, pero son incapaces de respetar a los espectadores y Pickwick y acompañantes terminan corriendo entre balas de salva y balas verdaderas. Las educandas de los colegios para señoritas (es la era victoriana, no olvidar) son incapaces de ver a un hombre (aunque sea el propio Pickwick, a quien los lectores sabemos honesto y respetuoso a toda prueba) sin suponer que habrá de robarlas o vejarlas. Por supuesto, los abogados y sus eternos litigios son motivo de divertimento. Aunque no sólo por las pillerías de los “letrados”, sino por factores filosóficos: Pickwick le reclama a su comparsa Sam que pague la deuda, que además es pequeña, pero Sam argumenta no estar dispuesto a hacerle un favor al acreedor por darle lo adeudado: Sam estima que no todo el mundo merece cobrar. Pero el factor común es la interioridad de los británicos proclives a cuidar las formas y las apariencias, al grado de ponerse en ridículo con tal de no quedar mal en público. Ya tendría tiempo en sus posteriores novelas para tratar los mismos temas con seriedad, claramente con el sentido de afectar el sentimentalismo de sus lectores. Aspectos que le fueron criticados, entre otros, por el propio Chesterton, considerado uno de los principales humoristas de la época. Las formas son importantes, de ahí que uno de sus personajes hable casi en clave, con oraciones entrecortadas, entremezclando sentidos y sustantivos, en una forma que nos recuerda al peladito clásico que en el Cantinflas inicial logra una cumbre mundial, y que a pesar de sus pocos centavos logra burlarse de ricos y estudiados, incluso engatusando a una solterona para luego recibir dinero a cambio de devolverla al pretendiente burlado. Precisamente el lenguaje de aquél llama la atención de Picwick, pero pronto advierte que sólo es una muestra de la inteligencia encaminada a vivir a costa de los demás. Hay un ayudante que literalmente vive y trabaja dormido y que sólo despierta para comer o para cobrar dinero. Los personajes burlescos se disparan y hasta un perro resulta lector por no querer entrar a un terreno de caza que tiene el anuncio de que los perros que ahí se encuentren serán baleados.

Dickens tenía la creencia, al menos literaria, de que el bien al final siempre vence; así, Pickwick sale airoso de sus encuentros con la desventura y la adversidad, pero ese afán no deja de ser burlesco. Aun en el tema de los fantasmas, entonces de moda, el humor impera: ante el fantasma que limita el alquiler de departamentos, el personaje le sugiere que, puesto que para los fantasmas el tiempo y la distancia no importan, le convendría irse a un lugar con mejor clima y entretenimientos, y mejor si puede llevarse a los fantasmas de otras propiedades arrendadas. A lo cual el espíritu accede tras reconocer que no se le había ocurrido tan buena idea.

La visión de Dickens sobre la Gran Bretaña en su época de mayor poder militar, con su doble discurso de rectitud extrema y abuso ilimitado sobre los sojuzgados, resulta reveladora y asesta un golpe de histrionismo (con Pickwick) para recordarnos que incluso en la adversidad, el humor es una opción viable, quizá la mejor. Sobre todo si es el de un burlón empecinado.