Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 4 de septiembre de 2011 Num: 861

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Tomarse el día
Aura MO

Monólogos Compartidos
Francisco Torres Córdova

Mujeres, poetas y beatniks
Andrea Anaya Cetina

Entrevista con Alberto Manguel
Adriana Cortés Colofón

Lawrence Ferlinghetti.
¿Qué es poesía?

José María Espinasa

Lucian Freud, lo verdadero y lo palpable
Anitzel Díaz

Lucian Freud más allá de la belleza
Miguel Ángel Muñoz

Manuel Puig: lo cursi transmutado en arte
Alejandro Michelena

Leer

Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Lucian Freud más allá de la belleza

Miguel Ángel Muñoz


Foto del pintor trabajando en su estudio

A William Feaver, quien me descubrió a Lucien Freud en Venecia

Nacido en Berlín en 1922, Lucian Freud se formó como pintor en Londres, país donde se integró a la Escuela de Londres, al lado de Francis Bacon, Frank Auerbach, Michael Andrews y Howard Hodgkin. Freud es un caso aparte que debe mirarse con una crítica contemporánea. Se pretende autodidacta, formado sólo en las contradicciones de su propia evolución formal. Un realista enfrentado al naturalismo que asimila la mejor tradición figurativa francesa y menosprecia los excesos expresionistas de entreguerras. Un expresivista subjetivo, por llamarlo de algún modo, que elude cualquier confrontación estilística y aspira al “juicio del gusto”. Personaje privado, heredero atormentado de una saga elegida, un inconformista que pinta.

El mundo del arte descubrió entonces a “un joven artista airado”, que sabía interpretar con un lenguaje artístico innovador, decididamente expresionista, a los grandes retratistas del clasicismo –Tiziano, Rembrandt, Hals, Velázquez, Waitteau–, pero saltándose las convenciones del género y acentuando los detalles que perfilan la individualidad de los modelos. El controvertido Retrato de la reina (2001) es quizá el último reflejo de esa provocadora actitud representativa: una obra minúscula que encubre tras una ingente masa cromática los rasgos definitivos de la anciana dama.

Freud es un dibujante desigual –los ejemplos sobran–, que no resiste la comparación con Bacon, ni en diseño, ni en violencia tonal o compositiva. Como Bacon, Freud es un destructor de personajes que se desentiende de la representación realista para dar con el desnudo diagnóstico sobre la personalidad del modelo, cuya intimidad parece que inunda el espacio plástico y condiciona la elaborada construcción figurativa con motivos certeramente biográficos.

Sus obras tempranas –Interior en Paddington, Joven muchacha con rosas– demuestran una minuciosidad casi almibarada que lo distancia de las inquietantes ensoñaciones siempre agresivas de Bacon. El colorido en los escasos paisajes urbanos presentan una riqueza –hay que recordar que con estas obras primeras conquistó la Bienal de Venecia en 1954, como representante de Reino Unido– y una ligereza plástica que van abriéndose a la personal intensidad de visión que califica la obra posterior de Freud. Un aficionado quizá convertido en pintor, ante el desafío de las posibilidades gestuales de su paleta, a la zaga de unos personajes individuales, “devorados” por la avidez omnímoda del artista, que los desentraña en una envoltura de sensaciones táctiles. Parece que el artista penetra con facilidad en la psicología de sus personajes, pero sin apenas dejarse influir por su probada energía. El artista actúa más bien como un diestro entomólogo que separa capa a capa los tejidos constructivos de un cuerpo vivo. Las imágenes de Freud son disecciones precisas para dejar al descubierto la verdad descarnada de sus modelos: exigen la disolución de cualquier cosmética formalizadora para subrayar el complejo de signos sensibles que definen la personalidad retratada. Unas imágenes, así, cargadas de simbolismo.

Las obras de Freud denotan una voluntad del arte que interviene activamente sobre sus modelos, nunca neutras orografías anatómicas o locales. Siempre a partir, por supuesto, de una iconografía íntima que se reproduce, diría, obsesivamente: su madre, su familia, los escogidos modelos sometidos a sesiones agotadoras y “despellejados” como Marsias de cualquier consideración trascendente. Bella y Esther, o las desmedidas variaciones sobre el performativo Bowery, para no hablar de Mujer con perro o las reiteradas tentativas sobre su madre.

Los retratos, sin embargo, piezas de encargo más contenidas en la figuración, evidencian unas características geométricas constructivas que fuerzan la percepción convencional y aproximan al modelo a las intenciones expresivas del artista, que morosamente reproduce sus rasgos en una secuencia visual siempre estetizante, Baron Thyssen, Lord Rotschild, entre otros. Los últimos retratos del artista se distancian, sin embargo, del canon expresionista y subrayan el dato psicológico y personal a extremos casi hiperrealistas, cuando la tensión entre modelo y artista adquiere tonalidades picassianas y se transforma en un brusco ajuste de cuentas. En El brigadier la tensión es clara, pero en otros momentos menos bruscos cabría pensar en el sabio consejo de Cézanne: “Administrar a través de petites sensations los detalles incidentales”, esos detalles que deben equilibrar el fluido nivelador de la masa pictórica.

En las series de desnudos, en las crueles variaciones sobre el cuerpo humano, como Mantegna, inclina los planos cuando quiere subrayar una distancia extrema, o desfigura las anatomías en un arrebato casi infantil de abandono a las leyes de la gravedad. Sin pudor ni falso exhibicionismo, traduce sus personajes a carne y músculo –ese intenso retrato de la concentración aturdida de Auerbach es quizá una excepción. Como también la reciente cabeza de muchacha desnuda o el perplejo Autorretrato.

Freud es un formidable figurador de imágenes con una eficaz economía plástica. Incluso cuando los formatos insinúan un incómodo manierismo. El viejo “joven airado”, abomina de la belleza de receta y prontuario para mostrarnos el desgaste y la erosión que impone el tiempo. Sin piedad y con intención aviesa, por supuesto. Un maestro de la fealdad, por qué no. Una añosa dama mediterránea, sobrada de kilos y caprichos, atajada a un impertinente censor con una divisa que suena a clásica: Béestá la carn sobre I’ os (cae bien la carne sobre el hueso). Una pragmática formulación de la estética última de Freud, si bien se define. O como decía el mismo Bacon a David Sylvester: “Una estética más lejos de la belleza.”