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Prisiones: corrupción dentro y fuera
Despluman a presos y visitas en la cárcel de Chiconautla

El penal, ubicado en Ecatepec, es para 958 internos, pero hay casi 3 mil

Ni el pago de rentas impide vivir como en el infierno, dicen reclusos

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A la entrada dice: Todos los servicios son gratuitos. Dentro ocurre lo contrarioFoto Mario Antonio Núñez López
 
Periódico La Jornada
Martes 13 de septiembre de 2011, p. 2

En la fachada del penal de Chiconautla, en Ecatepec, estado de México, cuelgan letreros en los que se lee: Todos los servicios son gratuitos. Dentro ocurre exactamente lo contrario: se paga por todo y grupos de internos se encargan de hacerlo efectivo. Esta cárcel se construyó para recluir a 958 prisioneros, pero son casi 3 mil, entre ellos 33 mujeres.

Los internos consideran que estar allí es como vivir en el infierno, porque ni el pago de lo que llaman rentas evita que estén con otros 50 reos en celdas construidas para ocho.

Entregan dinero por ser de los privilegiados que duermen en cama de cemento o en tablas o empequeñecidos al lado de las cataratas, el hueco donde debía estar el retrete, o junto a los tubos de las regaderas que no existen. Si “no se mochan”, son enviados a galeras, como La 13, en la que conviven más de cien internos y cada centímetro está en disputa.

Como se deje el visitante

La Jornada logró ingresar hasta el patio de procesados, que lo mismo sirve de cancha de basquetbol que de tendedero, de zona de acondicionamiento físico que de comedor los días de visita. Se recogieron testimonios de internos que describieron cómo viven en sus celdas, las rentas, así como el costo que tiene desde una cubeta de agua para bañarse hasta el lavado de los uniformes. En la cárcel administrada por el gobierno del estado de México, y cuyo nombre oficial es Centro de Readaptación Social Sergio García Ramírez, este diario fue testigo de un día de visita familiar.

Ingresar a Chiconautla en un día normal, es decir, sin presencia de funcionarios de la Contraloría mexiquense, resulta sencillo: se puede visitar a cualquier interno con sólo obtener el pase correspondiente entregando una credencial de elector.

Si están los contralores, únicamente pasan los que tienen acreditado su parentesco o amistad con el detenido en los archivos del sistema penitenciario.

La corrupción de los custodios aparece desde la primera puerta. Las monedas que más se reparten son las de 10 pesos, porque así a los visitantes les sale más barato el ingreso que debiera ser gratuito. Cada visitante guarda al menos cinco de esas monedas en el bolsillo antes de entrar, y pone dos en la mano que lleva el pase correspondiente, porque así, como si fuera una contraseña, el proceso con el que cotejan que la foto del pase corresponda a quien ingresa se vuelve menos rígido.

Otros 10 o 20 pesos, como se deje la visita, se entregan a los custodios que se encargan de revisar los alimentos destinados a los internos, con el fin de que, por ejemplo, los recipientes con arroz o guisos poco transparentes no sean removidos con manos enguantadas para corroborar que no llevan escondidos objetos prohibidos.

Una vez que se pasa ese filtro, todos los visitantes son sometidos a una revisión corporal en cuartos estrechos, donde sólo hay un custodio. Cualquier detalle u olvido se puede arreglar. Por ejemplo, portar una credencial de más, llevar más de los 200 pesos que cada persona puede ingresar de acuerdo con el reglamento, o unos cigarrillos sueltos. Basta colocar una o dos monedas debajo de la gorra o cualquier otra prenda que esté por allí. No es que el vigilante pida, sino que las visitas colaboran. Los teléfonos celulares no pasan. En el reclusorio operan inhibidores de señal.

Superada la revisión corporal, se abre un pasillo que deben seguir los visitantes –muchos van en grupo–, hasta llegar a un filtro donde colocan dos sellos en el brazo derecho a cada persona que ingresa.

Dos monedas más son entregadas a quienes cambiarán los pases y credenciales de elector por un pedazo de papel enmicado con un número inscrito. Luego un custodio señala los tiempos en que abrirá la puerta que conecta al último pasillo que conduce hasta los accesos a las áreas de procesados, sentenciados, hospitalizados, femenina o de visita íntima. Es la antesala del infierno, cuentan adentro.

Atrás de cada reja que separa a la población del módulo de control de acceso de las zonas de internamiento se colocan los estafetas, internos que controlan cada sección sin la intervención de los custodios, que poseen libretas con la ubicación de cada prisionero y el registro de sus pagos.

También sirven de guías a los visitantes novatos, de cargadores de bolsas con alimentos, de autoridad tras las rejas y pasillos en los que ya no hay custodios. Por cada servicio que realizan cobran entre 10 y 20 pesos.

Los estafetas llevan a los visitantes al gallinero, espacio que mide unos 20 por 8 metros y que de lunes a viernes se utiliza de cancha de basquetbol o de gimnasio, con viejos aparatos para hacer ejercicio, y también es la zona donde los internos que sirven a otros lavan –y secan sobre cuerdas– ropa por precios que van de 15 a 40 pesos, dependiendo del número de prendas.

Pero los días de visita el gallinero se convierte en un gran mosaico de cuadros de 60 por 60 centímetros. Cada pedazo tiene los tonos de la cobija o colcha de tamaño individual que previamente fue doblada en dos y colocada sobre el piso de cemento. Todo el espacio se llena de esas prendas de cama perfectamente juntas. Sirven de alfombra a los visitantes y los reclusos.

Cada pedazo se renta y se convierte en figurado comedor dispuesto a ser utilizado. Es delimitado por el número de cobijas que cada interno puede pagar. El tramo vale 15 pesos. “El asunto se trata directamente entre internos. No se sabe de dónde salen las cobijas ni a quién llega el dinero que se colecta, pero hay sanciones si no se cumple con la renta.

En los comedores alfombrados, las familias convierten botes de plástico de 19 litros en asientos: el uso de cada uno cuesta cinco pesos.

Sobre sus rodillas, los comensales disponen platos, cucharas y tenedores. Todo es de plástico. De las bolsas salen refractarios con toda clase de alimentos, por ejemplo mole, tortillas, cerdo en salsa verde con verdolagas o pollos rostizados que fuera del penal venden en 85 pesos cada uno, ya desmenuzados.

Los reos piden a sus familiares que en sus alimentos no incluyan salchichas, alubias o alverjones. En el penal eso se come al menos dos veces al día, tres veces por semana.

Al principio los vecinos no se rozan; después, conforme avanza la hora de visita, el espacio se satura. Nadie puede estirar los pies, sólo pararse en medio de cientos de personas, entre olores y gritos de ofertas de artesanías de madera, chicles, cigarros, chocolates, palomitas, golosinas y otras chatarras que exigen los niños que fueron a visitar a sus padres.

Para quien se le antoje un helado, los días de visita se coloca un refrigerador en un extremo del gallinero. Un custodio se encarga de cobrar los productos que se consumen.

Sin custodios que vigilen o con su consentimiento, durante la visita también se venden discos piratas de películas y música. Nadie dirá cómo ingresaron al penal.

A los internos, ver esos filmes les costará de 25 a 30 pesos. Depende de quién les rente una pantalla de plasma o un viejo televisor y un reproductor de dvd. En cuanto a música, en voz baja los vendedores, talacheros –como les llaman sus compañeros–, ofrecen lo último de lo último en éxitos. Por ejemplo: Javier Solís y Vicente Fernández a dúo.

Mientras, “los que no pueden pagar los 300 pesos que cuesta una íntima fuera de norma en unos cuartos que están en la zona de sentenciados” se conforman con besar a sus compañeras en el patio y acariciar a sus hijos sobre la alfombra de cobertores doblados, que en algunos casos también sirven de cama para los pequeños dormilones. Si un reo es visitado los dos días, debe pagar 100 pesos a los estafetas.

Bajo la mirada sin sobresalto de los custodios, las artesanías de madera y productos comercializables, como palomitas de maíz, son llevados en costales que provienen de la zona que se supone es de hospitalización a las áreas de procesados y sentenciados.

Algunos estafetas pueden pasar de una zona a otra de manera temporal, ya sea para llevar dinero a otro preso o para trasladar mercancías. Incluso cuando alguno de los custodios descuida un momento la vigilancia de la reja que da acceso a los patios, ellos se encargan de abrirlas para permitir el paso de los visitantes.

A las tres de la tarde termina la visita. Los familiares deben abandonar el lugar y los estafetas aprovechan para pedirles una última moneda. Los reclusos se van a pasar lista, lo cual hacen cuatro veces al día.

En la zona de procesados cada interno viste ropa azul. No parece haber uniforme. Cada quien usa la ropa de la calidad que sus familiares pudieron comprarle. Unos cuantos tienen reloj. El dinero lo ocultan entre sus ropas o en bolsitas tejidas por ellos que se cuelgan del cuello. Son sus mecanismos para no convertirse en víctimas de robo por otros internos.

En esa área de Chiconautla, de acuerdo con los testimonios recogidos, desde las tres de la mañana los talacheros (internos que cobran a otros por ayudarlos en sus quehaceres) ya están trabajando. Comienzan por llevar agua en los botes de plástico que los días de visita son usados como asientos en el gallinero. El viaje cuesta 20 pesos y quienes los contrataron calientan el agua con resistencias eléctricas dentro de sus celdas.

En La 13, aseguran los internos, conviven, duermen, defecan y se bañan los olvidados. Son los que no tienen para pagar nada.

Al penal de Chiconautla se le conoce así porque fue construido en el cerro de ese nombre, y se ubica en terrenos de los municipios de Ecatepec y Acolman. Tiene capacidad para 958 prisioneros, pero coexisten 2 mil 850. De ellos mil 692 están en el área de procesados y representan 60 por ciento de la población.

Para ser de los privilegiados que viven en celdas de unos 50 presos, cada uno debe entregar a otros internos entre 70 y 100 pesos diarios. Allí están las cataratas, y para bañarse se usan jícaras de plástico.

El problema que genera el hacinamiento aumenta al llegar la noche. Los que pagan más ocupan las camas de concreto, los camarotes, pero ninguno duerme solo. En cada espacio, de tamaño individual, pasan la noche dos o hasta tres presos. Allí colocan huacales de frutas y los usan como guardarropa.

En una galera-celda hay cuatro losas, dos por lado, y en medio un pasillo. Los camastros también sirven de soporte para las tablas que se colocan sobre el pasillo. Con eso se hacen más espacios para dormir. Los demás presos se acomodan en el suelo bajo las tablas o junto a las cataratas, o en el área de regaderas.

Los que obtienen el derecho de ocupar las tablas se acomodan, vestidos y de lado, uno junto al otro. Cuatro, seis, los que quepan.

Pocos son los privilegios que todos los reclusos de una celda disfrutan en esa prisión, como son uno o dos ventiladores pequeños que reducen el calor en la estancia moviendo el aire.

Sólo algunos. Aquellos a quienes sus familiares apoyan, de lunes a viernes, un día de la semana, reciben jabón, champú, desodorante y ropa que sus parientes les compraron. Al hecho de entregar las mercancías las autoridades le llaman el barco.

Pero los días de visita son los mejores para todos, porque con ellas llega la posibilidad de sobrevivir esa semana.