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Ver día anteriorDomingo 18 de septiembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Te diré quién soy
T

odo llega cuando tiene que llegar. No sé cuántos años después, por fin pude contestar con la verdad la sempiterna pregunta de quiénes son mis influencias. Es que finalmente lo supe la otra tarde, en la Feria del Libro Universitario de Pachuca, cuando correspondió a la joven número tal del abundante público estudiantil formulármela.

Hasta ese momento ignoraba qué contestar con exactitud, pero en ese instante visualicé la respuesta y supe quién ha sido en mi inconsciente y en definitiva el modelo que me ha guiado, al menos de 1984 para acá, aunque esta fecha deje en suspenso quién o qué influyó en mí antes, pero supongo que la influencia de mis primeras publicaciones se debe simplemente a mi naturaleza, lo que no creo que se tope con ninguna objeción.

Lo cierto es que al enfrentar el asunto de las influencias, en mi vida de escritora recorrí la gama completa de respuestas posibles, incluso llegué a teorizar al respecto y proponer la conclusión de que una cosa es quién desearía un autor que fuera su influencia y, otra, quién es su influencia en realidad. Todos le pedimos a nuestros autores favoritos respectivos, o a nuestras grandes figuras favoritas respectivas, que influyan en nosotros, ¿pero en quién influyen? Porque en quien influyen se nota. Así que para qué vanagloriarse de que tu gran XYZ es tu influencia fundamental, si en tu obra lo que se advierte es más bien su gran ausencia.

A lo largo de las décadas y las publicaciones, no dejé de reflexionar sobre el tema con tal de dar con la figura exacta que me hubiera determinado, o más o menos determinado, como escritora, pero no llegaba a ninguna respuesta concluyente por verdadera.

Amplié mi perspectiva. Me propuse no pensar exclusivamente en escritores, sino abrirme a pensadores, científicos y artistas o, incluso, a otro tipo de figuras, siempre que fueran decisivas en mi vida, y que podían tratarse desde una tía (mi tía abuela Basma, por ejemplo) o un amigo, hasta una situación clave (como cuando me caí a los tres años y se me rompieron y perdí todos los dientes de leche, digamos, y después tuve que volver a empezar a hablar).

Sin embargo, invariablemente sentía que respondía bien, aunque no de manera plenamente satisfactoria. Nunca mentía, pero tampoco decía precisamente la verdad profunda y completa. Siempre me aproximaba, pero sólo eso: me aproximaba.

Me parecía que yo carecía de algo esencial. Que no importara lo que respondiera, resultaba indefinido, vago. No me atrevía a insinuar que mi vaguedad se debía a que soy una persona tan dispuesta a aprender, que todo y todos influyen en mí todo el tiempo y de una y todas las modalidades imaginables de influencia. ¿Qué soy? ¡Ni una esponja es tan receptiva como yo ni está tan bien dispuesta!

¿No te avergüenza carecer de estructura propia? ¿No te intimida no poseer por lo menos una docena de principios sólidos y, sobre todo, invariables, que no se te olvidaran y de los que pudieras hablar con soltura y fundamento, con certeza, aunque moderada, pero firme?

Tenía que darse el momento en que se me agotaran las listas, autoras, autores, clásicos, de mi siglo, de mi lengua, de otras; debían terminárseme los circunloquios, incluso el ingenio, hasta llegar a acertar en la respuesta a la más vieja pregunta que se le hace a todo escritor, es decir, quién ha sido mi influencia principal.

Pues bien. Ahora estoy en la posición de responder sin titubeos. Se trata de nombrar a la suiza Gabriela Andersen-Schiess, la corredora de larga distancia que participó en la primera maratón femenina, en las Olimpiadas de Los Ángeles de 1984.

Se la recuerda más que a las ganadoras de los tres primeros lugares. Tampoco es que hubiera sido la última en llegar, pues la siguieron otras siete, pero su llegada fue tan espectacular que, como digo, la historia recuerda más a Andersen-Schiess que a las medallas de oro, plata y bronce.

Gabriela entró a la pista del estadio exhausta, zigzagueante, con el cuerpo torcido hacia un costado, una pierna acalambrada y el brazo inerte, se detenía la cabeza sin saber por qué, pero, por con tal de no ser descalificada, impedía que el auxilio médico la atendiera. Primero debía llegar a la meta. Y sólo una vez que cruzó la líínea que la marcaba se desplomó. Dio todo de sí en el juego que eligió. Y jugó hasta el final, sin ganar en el trayecto, sino la conciencia feliz de haber jugado.