Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Pares o nones

M

ientras las antiguas casas ceden sus terrenos a lofts y boutiques, en la calle siguen apareciendo de un día para otro bares, restaurantes de tapas, pizzerías, viveros, sexshops, clínicas contra la obesidad y salones de belleza con vidrios lechosos que garantizan cambios de imagen y alaciados perfectos en minutos. Entre todos esos comercios sobrevive como emisario de otros tiempos el local de un zapatero remendón. Carece de rótulo. Avisan de su existencia los olores a tinte y a cuero que salen del local.

El taller que permanece abierto durante todo el año mide cuatro por cuatro. No se ven sus paredes porque del piso al techo lo atestan hileras de zapatos. Pares o nones, se han ido acumulando a través de los años sin que sus propietarios se hayan interesado en rescatarlos. A pesar de la confusión en que se encuentra el calzado, basta con mirarlo para tener una idea de las modas imperantes en las últimas décadas.

Don José, el propietario del taller, escucha con la misma indiferencia la radio siempre sintonizada en la misma estación y los consejos de sus clientes más asiduos: ¿Para qué conserva todos esos zapatos? Venda los que sirvan y los que no ¡tírelos! Así tendría más espacio para usted. Él jamás hará algo semejante. Confía en que los dueños del calzado volverán, y si no todos, por lo menos quienes le dejaron en efectivo cincuenta por ciento del trabajo.

Ya le sucedió una vez y él se sintió muy satisfecho de poder regresarle a una mujer las zapatillas que le había encomendado nueve años atrás. Don José cuenta la anécdota estremecido, con el orgullo de quien muestra una condecoración o narra el acto heroico en medio de una batalla.

Cuando tiene oportunidad y sus clientes no están de prisa, don José menciona otros hechos increíbles que sólo pueden sucederle a un zapatero remendón, desdeñoso de la maquinaria moderna e indiferente a la competencia que le opone la incontenible invasión de calzado chino.

II

En el ángulo derecho del taller cuelga muy alto el retrato de una muchacha encortinado por las telarañas. Mi difunta Dolores. Tan linda..., aclara don José con los ojos húmedos tras los gruesos cristales de los lentes que se amarra con dos agujetas luidas y poco funcionales.

La emoción del recuerdo no impide que don José continúe el trabajo aprendido de su abuelo. Le hubiera gustado enseñárselos a sus nietos. No los tuvo porque antes no le nacieron hijos. Sereno, explica que la vida no le dio tiempo para eso. Su Dolores se fue demasiado pronto y a partir de ese momento él empezó a sentirse demasiado viejo como para ilusionarse con otra mujer.

Frente a esa realidad, si algo le preocupa es saber que se irá a la tumba llevándose toda la sabiduría que guarda en las manos ásperas en cuyas palmas las cicatrices se enredan con la línea de la vida. Don José está consciente de que la suya es ya muy larga pero no sabe qué tanto. La parroquia del pueblo en donde lo bautizaron se quemó y de su gente ya no existe nadie que pueda informarle la fecha de su nacimiento. No lo inquieta ignorarla quizá porque confía en que vivirá lo necesario para entregarles a todos los clientes demorados los zapatos que le llevaron a reparar.

Don José trabaja de las ocho de la mañana a las nueve de la noche. Dice que no tiene caso regresar antes de esa hora al cuarto que alquila en una azotea porque no hay nadie que lo espere. En cambio en su taller cuenta siempre con la compañía de su difunta Dolores. Habla con ella como si se encontrara junto a él, cocinando en la hornilla eléctrica que hace tiempo no se enciende. ¿Para qué?, se pregunta el zapatero en un tono que permite adivinar su frugalidad y su desinterés.

III

Con la cortina levantada a lo largo de trece horas don José puede ver a cuantos transitan por la calle. Detecta a los extraños y conoce a todos los perros. Le encantan. Los elogia, los sigue con la mirada y cuando la memoria no lo traiciona los saluda por su nombre: “Adiós, Dandy”. “Que te vaya bien, Bolita”. Su preferido es Chester, un bulldog blanco, fuerte, con el pescuezo plegado como un acordeón. El dueño, un muchacho con acento italiano, siempre le recomienda al zapatero que se compre un perro.

Es algo que don José tampoco hará. No quiere volver a sufrir lo que padeció cuando era niño y se le murió Quico. Era un perro vulgar, entre blanco y dorado, pulguiento y malicioso. Llevarlo a la casa le valió a José un tremendo regaño de su abuelo y tener que soportar durante horas una sarta de ni creas: Ni creas que voy a darte dinero para que le compres carne. Ni creas que le permitiré dormirse en el cuarto. Ni creas que voy a dejarlo que ande suelto. Ni creas que vamos a llevarlo a todas partes.

Don José aún se asombra cuando recuerda que al cabo de muy poco tiempo la hostilidad de su abuelo hacia Quico se transformó en cariño y admiración. No podía ser menos con un perro tan inteligente, ágil y gracioso. Le gustaba tirarse en el piso con las patas tiesas hacia arriba para hacerse el muerto hasta que José le gritaba: ¡Levántate!

Una tarde que volvía de entregar un par de zapatos compuestos por su abuelo, José vio a Quico con las patas levantadas a un lado de la carretera. Pensó que estaba jugando. Desde lejos le gritó la orden consabida, pero el animal permaneció inmóvil. Al acercarse José vio sangre en la pelambre que ya no era nada más blanca y dorada: también era roja.

Entre él y su abuelo enterraron a Quico a espaldas del cementerio. José nunca ha podido olvidar el ruido de la pala cavando, el olor del polvo, el zumbido de los insectos, el gesto solidario del panteonero. Conserva aún más vivos el sabor de sus lágrimas y la sensación de vacío que le quedó entre los brazos cuando tuvo que depositar el cuerpo de su perro en lo hondo de la fosa.

De vuelta a la casa su abuelo intentó consolarlo y al ver que no lo conseguía le dijo: “Después de ver lo triste que estás ni creas, pero ni creas, que voy a permitir que tengas otro perro”. José no protestó.

IV

A pesar de las circunstancias en que vive, don José afirma que ignora lo que es la soledad. Lo acompañan, además del retrato y los recuerdos de Dolores, el bullicio de la calle, la gente, los perros de sus vecinos y sobre todo los colibríes que llegan a libar en el calistemo que está frente a su taller.

Hace años lo sembró un jardinero para acatar el impulso reforestador de un delegado ambicioso. Don José procedió como su abuelo lo había hecho con él muchos años atrás: Ni crea usted que voy a ponerme a regar esa planta. No tardará en marchitarse. Mejor llévesela a otra parte. Aquí sólo servirá para que la gente deje su basura y los perritos se orinen.

Su contrariedad desapareció la primera mañana en que vio a un colibrí hundir su pico en las desmechadas flores rojas del calistemo. Pensó que la escena no iba a repetirse pero sucedió lo contrario. Desde aquel día, a horas inesperadas, llegan al calistemo los colibríes. Su vuelo suspendido, sus ágiles retrocesos, hacen que don José postergue su trabajo y se quede mirando, absorto y en silencio, los malabarismos de la más hermosa y pequeña de las aves.

Las pocas ocasiones al año en que los comercios próximos al taller cierran sus puertas y todos los edificios quedan abandonados, en la calle sólo se escuchan los golpes del martillo con que el zapatero clavetea y el extraño gorjeo con que los colibríes celebran la dulzura del calistemo.