Opinión
Ver día anteriorMiércoles 28 de septiembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Palestina sí, pero sin Jerusalén, dicen judíos
L

ucen bien sus heridas esos edificios de la vieja línea verde. Olvídense de los nuevos hoteles de Jerusalén, al otro lado de la avenida, y del tren urbano ultramoderno que refulge más allá. Observen los orificios de bala en los muros, a la izquierda; las marcas de los proyectiles en la fachada de lo que alguna vez fue cuartel del ejército israelí y ahora es la pequeña galería de arte de Raphie Etgar.

Aún puede uno asomarse entre las oxidadas cortinas de hierro. A unos cien metros estaba la Legión Árabe, y la frontera jordana. Ésta es la frontera a la que Mahmoud Abbas insiste en que Israel debe replegarse, la misma que Bibi Netanyahu considera demasiado vulnerable para retornar a ella en cualquier tratado de paz. Permítase a un ejército árabe regresar a la tierra ubicada al otro lado de la avenida y Jerusalén volverá a estar dividida; ya no sería la capital unida y eterna de Israel. Permítase a los israelíes mantener su anexión ilegal de esa misma tierra y Jerusalén oriental jamás podrá ser la capital de Palestina. Las comillas son esenciales, como en la palabra paz.

El arte que alberga el Museo en la Costura –palabra ésta que sustituye a la frontera que Israel no reconoce, así como asentamiento es un remplazo necesario de colonia– se refiere a la guerra y la paz, a Bagdad y al 11-S, a los atacantes suicidas: un extraño y sumamente efectivo collage de brazos y piernas, plásticos y cortados con limpieza, incluso un AK-47 e intrincada caligrafía árabe, semejante a los engranes de la fábrica que Chaplin pinta en Tiempos modernos.

Por alguna razón uno no se sorprende de encontrar a su director de arte y curador principal colgado del techo, un hombre pequeño y regordete con anteojos minúsculos, pero de marco grueso, que respira con dificultad al hablar sin cesar de los temas que parecen más cercanos a su corazón: arte, oportunidades perdidas, esperanza y potencial desesperación, mezclados con cierta obstinación. Raphie Etgar era comandante de tanque; combatió en dos guerras –en 1967 en el Sinaí, en 1973 en el Golán– y en la sangrienta batalla de Karameh (de la cual, quizá, mientras menos se diga es mejor), y vio la muerte muy cerca de mis ojos y perdí a muchos de mis amigos.

Escuchen sus pensamientos sobre la guerra y la paz. “El hecho de que nuestro museo esté ubicado en la costura de la ‘línea verde’ es significativo, sin duda, pero se trata más bien de una ‘línea’ conceptual. No estamos aquí por accidente: intentamos enviar un mensaje. Preferimos mantener la ‘costura’ en un contexto más amplio. En la exhibición abordamos el choque de las civilizaciones: yo esperaría que los visitantes la vean en el contexto de Oriente y Occidente.”

No estoy seguro de que la frontera de 1967, que se ve desde la ventana detrás de Raphie Etgar, contenga lecciones sobre el mundo. Europa no reclama toda Londres o toda París para ella; Israel sí quiere toda Jerusalén. Pero resulta que el ex comandante de tanque cree que los europeos comparten estas ciudades con los inmigrantes musulmanes sin entregarles sus capitales.

Es difícil ubicar a este hombre. Izquierdista sí, en definitiva. Moral, absolutamente. Lector de Haaretz, sospecho. Sin duda no siente amor por su primer ministro, luego de los discursos de la semana pasada en la ONU sobre el Estado palestino. “Estaba sentado frente a la televisión y trataba de oír a dos líderes hablar un poco menos ‘desde las alturas’. Netanyahu fue mejor actor. Sabe cómo dar su espectáculo y, si uno no sabe que siempre hace ese juego, se sentiría tentado a creer en lo que dice. Es el mejor acróbata de Medio Oriente.

Luego vino el presidente palestino, que no me dejó un centímetro de esperanza de que abriría la puerta sin repetir sus acusaciones. Allí teníamos una oportunidad de que las personas pudieran sentarse juntas y encontrar algo nuevo. Pero fue una repetición del viejo juego, Netanyahu con sus gestos y su voz juguetona. Le creería más a un drama de Shakespeare que a esos discursos.

Le pregunté a cuál personaje shakespereano representaba Netanyahu. Él cree que a Bruto; yo sugerí el rey Lear, pero me contuve de señalar que un montón de líderes del partido Likud tratan a los palestinos como a calibanes. “Parece haber mucho cansancio, que ha llevado a muchos en la región a abandonar la esperanza –apunta Etgar–. Entonces, en vez de esperanza tenemos fortaleza.”

Su postura, hasta donde puedo proyectarla, es que Israel debe prepararse a compartir la tierra cuando es más fuerte, sin esperar a tener menos fortaleza. Existen reglas de negociación: hay que tratar con respeto a los otros.

¿Permitiría entonces Etgar a los palestinos tener su capital en Jerusalén oriental, y la de Israel en la parte occidental? No hay vacilación: “Si yo estuviera a cargo –dice de pronto–, no compartiría Jerusalén. Creo que los palestinos tocan en eso un punto muy sensible’.

“Deben obtener ‘Palestina’ como un país, como un lugar donde vivir –añade–. Hay que darles Cisjordania, pero recordando algunas cosas que son muy delicadas, fundamentales y significativas para la nación judía. Deben reconocer la identidad judía de esta tierra [Israel]. No creo que lo hicieran menos bien si dirigieran su país desde Ramalá.”

Me doy cuenta de que en algún punto de la conversación nos deslizamos hacia un precipicio. Etgar habla de compartir un sentido de los derechos humanos, pero dice que Jerusalén tiene demasiadas piedras sangrantes. Palestinos y árabes deben aceptar un sector árabe musulmán en Jerusalén oriental. “Hay muchas ciudades con ‘sectores’. Pero… ¡salir con una declaración de que ‘ésta será la capital de Palestina’…! La historia de mi propia familia lo demanda. No se puede tomar de los huesos de todos los sepultados en este lugar.”

Subo a la torre de vigía en la azotea, donde puedo ver el Monte Scopus y el Monte de los Olivos. “Tal vez alguna vez fue buena idea regresar a la ‘línea verde’”, había dicho Raphie Etgar antes de que me despidiera de él. Pero las cosas han cambiado con el tiempo. Ah, la historia: siempre tiene la culpa, siempre yace como una alfombra bajo Jerusalén. Traté de cerrar las viejas cortinas de hierro en la escalera. Pero en los años transcurridos desde 1967 han quedado congeladas en el muro.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya