Opinión
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Un mundo multipolar, una perspectiva todavía lejana
A

10 años de los atentados del 11/9/2001, se puede apreciar a qué punto sus consecuencias cambiaron la marcha del mundo. Después del colapso la URSS, en 1989, era lógico pensar que el mundo entraba en una nueva era, pasando del bipolar equilibrio del terror a una multiplicación de los centros de poder. Pero pasó exactamente lo contrario: el campo socialista y el tercer mundo desaparecieron como grupos organizados y los países occidentales empezaron a cerrar filas detrás de Estados Unidos para apoyar el proceso de globalización cuyo centro ideológico estaba en Washington, controlar lo que quedaba del poderío militar de Rusia y limitar el auge de China. Después de la disolución del Pacto de Varsovia, la OTAN, lejos de debilitarse, incorporó a nuevos miembros europeos y paralelamente Washington presionó a los europeos para ampliar la Unión Europea (UE) al este en el marco de una estrategia de fortalecimiento de un nuevo espacio transatlántico con una extensión de su zona de intervención militar al mundo entero. En pocos años, el proyecto europeo cambió totalmente de naturaleza y a pesar de una cierta resistencia de Francia, que quería salvar algo de la tradición gaullista de independencia, la UE renunció a ser un posible contrapeso a la hiperpotencia estadunidense. Se sabe de antemano que en cualquier crisis internacional la UE estará al lado de Estados Unidos o se abstendrá de criticarlo, como se puede ver en el debate actual sobre el reconocimiento de Palestina en la ONU.

Los atentados del 11/9/2001 en Estados Unidos tuvieron efectos mundiales tan grandes como la caída del muro de Berlín, en particular el de relanzar y consolidar el proyecto estadunidense de un mundo unipolar. La lucha contra el terrorismo decretada por George W. Bush pasó a ser la prioridad número uno de la agenda internacional en 2001, dejando muy atrás los objetivos de desarrollo del milenio y a través de numerosos mecanismos, en particular el G-7, se implementaron en el mundo normas elaboradas en Washington, reproducidas en primer lugar por los Europeos y que poco a poco se vuelven normas universales. Es sorprendente ver como el G-7 se transformó en un tipo de Consejo de Seguridad informal (sin Rusia ni China) en el cual se discuten todos los temas más importantes de la agenda internacional. Entre las cumbres anuales del G-7, numerosos grupos de trabajo especializados funcionan sin parar entre Washington, Londres, Berlín, París, Roma, Ottawa, Tokio (muchas veces por Internet) para definir posiciones del G-7 sobre una infinidad de temas: seguridad, proliferación nuclear, migraciones, pasaportes biométricos, transportes, finanza, trafico de drogas, lavado de dinero, salud, alimentación, educación, etcétera, que después se imponen en todas las organizaciones internacionales especializadas. El derecho internacional conoce una profunda evolución y se debilita, dejando al bloque occidental y su brazo armado, la OTAN, la facultad de intervenir donde quiere en nombre de la comunidad internacional o de la obligación de proteger a los civiles, como lo vemos en Libia.

Estamos en una situación paradoxal: el bloque euroatlántico está en crisis, la recesión es una realidad, la globalización ha provocado profundas fracturas sociales, las expediciones militares occidentales siembran el caos sin resolver nada. Sin embargo, los países occidentales, sin ser un bloque monolítico, se mantienen como centro político, económico, financiero y militar de un mundo todavía unipolar. El peso de los BRICS está creciendo, pero por su falta de unidad los grandes países emergentes están lejos de ofrecer una alternativa a corto o mediano plazo. Además, países como China, Rusia y Brasil se benefician de la apertura de los mercados y de la globalización, y no tienen mucho interés en alterar las reglas del juego u oponerse frontalmente a los occidentales. El G-20 es un invento genial del G-7: las principales decisiones se toman en el G-7 y los países del G-20 se sienten halagados de haber sido invitados a la mesa de los grandes para tomar el café.

Es imposible predecir cuánto tiempo más va durar el actual orden-desorden mundial. Las dos grandes potencias capaces de hacer un real contrapeso al poder euroatlántico son China y Rusia. Ellas actúan con mucha prudencia, tienen prioridades de desarrollo doméstico a largo plazo, dependen en gran medida del acceso a los mercados internacionales y a las materias primas, y no tienen capacidades militares comparables a las de la OTAN. Su peso crece (el tête-à-tête Washington-Pekín es una realidad), pero no ha llegado todavía el punto de ruptura en la repartición mundial del poder. Mientras tanto, el mundo seguirá organizado alrededor de un polo central occidental no monolítico y una periferia proteiforma según la fórmula de Kishore Mahbunani: The West and the rest.