Opinión
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Actualidad del 2 de octubre
A

yer, a 43 años de perpetrada la masacre de Tlatelolco por el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, miles de personas se dieron cita para conmemorar aquel crimen del poder público y repudiar, en esta ocasión, la creciente militarización de la vida pública en el país, la ausencia de presupuestos adecuados para la educación y la represión contra dirigentes sociales.

A más de cuatro décadas del 2 de octubre de 1968 muchas cosas han cambiado, para bien y para mal, en el país, y la gesta estudiantil de aquel año fue sin duda decisiva para impulsar los procesos de democratización que se desarrollaron en las décadas siguientes en el terreno político. Lo que no ha cambiado es el intolerable margen de impunidad del que disfrutan los servidores públicos de aquel entonces y de hoy.

Después de 43 años no se ha hecho justicia a las víctimas de la masacre de Tlatelolco y ninguno de los funcionarios públicos responsables de aquella atrocidad ha sido sancionado, como no lo fueron los autores intelectuales de la guerra sucia emprendida por el gobierno federal en los sexenios de Luis Echeverría y José López Portillo. Permanecen impunes, asimismo, los cientos de asesinatos políticos perpetrados en la administración de Carlos Salinas, las masacres campesinas operadas en el sexenio de Ernesto Zedillo y los responsables de los excesos represivos y la brutalidad policial con que las autoridades reprimieron, en la administración federal siguiente, los movimientos sindicales y populares de Lázaro Cárdenas, San Salvador Atenco y Oaxaca.

En esa progresión, en el gobierno actual la prevalencia de la impunidad, tanto la de los delincuentes comunes como la de los funcionarios públicos relacionados con violaciones graves a los derechos humanos, ha llegado a niveles escandalosos de alrededor de 90 por ciento, de acuerdo con cifras oficiales.

En estas circunstancias, la consigna No se olvida no es una mera exigencia histórica, sino condición para el cumplimiento de una exigencia irrealizada: Nunca más. Aunque hoy en día no parezca probable que desde alguna una instancia del poder público se dé la orden de fuego contra una multitud que protesta en una plaza pública, la mortandad causada en estos años por la confrontación entre la criminalidad organizada y las fuerzas policiales y militares es muchísimo mayor que la totalidad de las bajas causadas por la represión en 1968, y los muertos de hoy no son únicamente delincuentes que se matan entre ellos, como pretende el discurso oficial, sino en buena medida personas inocentes, víctimas del accionar de los criminales, de arbitrariedades de la fuerza pública o bajas colaterales que se cruzan en el camino de las balas.

La sociedad no puede esperar de los delincuentes un comportamiento ético, pero sí le corresponde exigir a las autoridades que se atengan al marco legal en sus acciones antidelictivas y se comprometan en el irrestricto respeto a los derechos humanos y las garantías individuales y, sobre todo, que dejen de actuar, en todos los ámbitos, como actuó el régimen diazordacista en Tlatelolco en aquella aciaga tarde del 2 de octubre de 1968: con la consideración de que era válido sacrificar vidas humanas en función de un interés de Estado.