Opinión
Ver día anteriorMartes 4 de octubre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Rafael Coronel en Bellas Artes
E

l orden museográfico de la exposición a la que aludí en mi nota anterior no es cronológico. El recorrido depara asociaciones temáticas, pero no de manera tal que formen rubros, como es la usanza generalizada, más bien se intentó poner en relieve dos o más opciones que se dan en un mismo periodo y que resultan ya sea perfectamente afines u opuestas.

De suerte que de modo repentino, observando las composiciones de personajes que resultan prototípicos, el espectador se topa con la pintura de los changuitos de 1961 y piensa en Darwin. Por cierto, los simios están captados se diría que con ternura mayor que la deparada al personaje que los acompaña.

Hay dos desnudos femeninos de 1976 que son opuestos en cuanto a pictorización, los dos son yacentes, siguiendo la tradición que se remonta a Giorgione. En el primero, la modelo es Julia López, pintora que fue por largos años pareja de Rafael Coronel, es un desnudo rojo que da la impresión de inmediatez ejecutiva, muy abocetado.

Al lado se exhibe una Celestina en la que se conjuntan dos procederes. La joven mujer reclinada sobre un colchón blanco parece brindar homenaje sesgado tanto a la Venus de Urbino, de Tiziano, como a la Olimpia, de Manet, pero la procuradora que la acompaña, vista de frente, acusa un modo de hacer muy distinto, parece estar provisionalmente diseñada. No sabemos si esta opción es propositiva o si el pintor se regodeó en el desnudo blanco sobre blanco y pintó la Celestina ya con desgano o con suma rapidez. Igualmente, el Perro en rojo, de 1973, de expresión feroz, parece haber sido realizado en breve sesión.

La sala Diego Rivera, antes denominada sala verde, en la que este pintor tuvo décadas atrás su primera incursión en el Palacio de Bellas Artes, ofrece una sorpresa que puede calificarse de mágica. Se armó un recinto de mucha mayor oscuridad que la ya de por sí oscura propia de los restantes ámbitos y se exhibieron allí presencias que corresponden en su mayoría a pinturas efectuadas este mismo año, con la exposición a vistas. El formato suele ser oval y la iluminación que se les dio las convierte en instancias fantasmáticas, como si resurgieran de rastros memoriosos difusamente conservados. Es espectacular creación por parte de los museógrafos. Quizá las representaciones de mujeres entradas en años correspondan a retratos posados. En cambio, otras presencias parecen ser retroactivas.

Los tres homenajes a pintores del pasado están en esta misma atmósfera. Los representados, sin atender ni a sus facciones ni a sus edades, son Roger van der Weyden (desde mi punto de vista el mejor), un Caravaggio con túnica roja y rosario en la mano que luce envejecido, tomando en cuenta que él falleció a los 37 años, y Rubens (1577-1640), pincel en mano, al igual que sus colegas, también ya algo maltratado por la vida, aunque el flamenco se conservó apuesto hasta su muerte.

En otra ocasión Rafael Coronel pintó a Van Gogh ya viejo y con larga barba blanca. Mi interpretación es que, por un lado, el autor los acerca a su propia contemporaneidad y, por otro, a que son intemporales a través de sus obras.

Igual que ocurre con las cajas de sorpresas, este recinto tenebroso ofrece un recoveco en el que se exhiben dibujos muy pequeños, cuidadosamente enmarcados, cosa también acertada, pues tiende a prevalecer la idea de que este artista sobresalió en las ejecuciones epidérmicas, con base en yuxtaposiciones y expansiones de pigmento, que no admiten línea circundante. Y aquí hay sólo dibujos a línea.

Puede percibirse que el que lleva por título Mi amiga, rostro visto de perfil, corresponde a Inés Amor, quien profesó honda admiración a este pintor, asimilándolo como al más prometedor de los artistas jóvenes de su connotado establo.

Es cierto que en esta sección no resulta posible ver las cédulas.

Como corolario, en el foyer del segundo piso, antes denominado sala Internacional (que nunca lo ha sido) se exhibe un cuadro tamaño mural: Punto muerto 1011, que se encuentra aún en proceso, apeado en los soportes rústicos y caballetes especiales que provienen del estudio donde el pintor trabaja, en Cuernavaca.

Esta es la razón por la que la muestra se titula Retrofutura, término ideado por el curador: Rafael Coronel Rivera, hijo del pintor y de la arquitecta Ruth Rivera Marín (1927-1969).

Si se quieren conocer sus decursos biográficos, basta visitar la sala Paul Westheim, anexa al restaurante, donde se exhiben los paneles con datos biográficos, además de fotografías.

Al visitarla, tuve la suerte de escuchar a dos jóvenes violinistas que ejecutaban un dúo de Jona-than Schmidt.