Desde 1989, y contando...

Dura ya 22 años el privilegio de acompañar a los pueblos indígenas y los movimientos populares de nuestro país, y en la medida de nuestras limitaciones de comprensión y espacio, también de las Américas. El compromiso de Ojarasca se mantiene, quizá con algo de aprendizaje en el camino, por mérito de los pueblos originarios de estas tierras, los cuales no dejan de organizarse para resistir. Saben quienes son, de dónde vienen y cómo gobernarán su futuro. Profesan por estas tierras un amor que los gobernantes han olvidado por completo.

Hace dos décadas ya marchaban hacia las ciudades los pueblos de las selvas de Chiapas y Ecuador, como hoy lo hacen nuevamente los de Bolivia. La dictadura de Chile, y las dictablandas que la siguieron, dejaron claro a los mapuche que sólo resistiendo vivirían para recuperar sus territorios ancestrales. En México aún faltaban el histórico clamor del Consejo Guerrerense 500 años de Resistencia Indígena y la definitiva patada al tablero del poder del Ejército Zapatista de Liberación Nacional con su ya basta de 1994.

A pesar de todo lo que los poderes político, judicial, mediático y académico hacen por digerir y minimizarlos, los pueblos indios ya dejaron de no existir en los transcursos de nuestras naciones. No podemos olvidar el largo dolor de los mayas en Guatemala, que se prolonga hasta el presente, ni los genocidios en Colombia y Perú, pero qué diferentes serían hoy Ecuador y Bolivia sin el despertar de sus pueblos indios, que no están derrotados, como sus gobiernos “progresistas” lo siguen averiguando a regañadientes y con elevados costos políticos. Que lo diga si no Evo Morales Ayma y su fallido intento de detener por la fuerza la marcha de Beni a La Paz contra la carretera amazónica.

Mientras, los mexicanos nos acostumbramos a considerarnos en la picota. Con un gobierno federal ilegítimo, pendenciero, reaccionario y criminal de guerra, y con gobernadores que no tienen madre, como ese Guillermo Padrés de Sonora determinado a doblegar a los yaquis en su territorio y su integridad de pueblo. Padrés desafía la ley para imponer un acueducto ecocida a favor de sus distinguidos socios de Ford Motor Company, Heineken-Modelo y otras almas necesitadas de esa agua que los díscolos indígenas y campesinos no les quieren obsequiar, ni siquiera a la mala. O el refinado Marcelo Ebrard que se pasa por el arco de su triunfo los derechos de Milpa Alta, de esos nahuas que no copelan con el progreso del señor precandidato. Así que ¡cuello!, y que pasen el Arco del Sur y todos esos dineros, pa que aprendan a respetar.

El desgobierno creciente, atizado por la omnipresencia del poder criminal propiamente dicho, se extiende a otras soberanías federativas como Veracruz, Estado de México, Jalisco o Michoacán, donde propaganda más o menos, lo que menos se respeta es a los pueblos nahuas, ñanhú, mixtecos, purépechas, yaquis y wirrárikas que las pueblan.

Pero como ocurre en Chiapas y Oaxaca, son precisamente esos pueblos “desechables” los que no han cedido a la claudicación ciudadana en la que parecen hundidos los mexicanos, encañonados por la realidad. El escándalo del oro no deja de crecer: ahora el consorcio canadiense West Timmins Mining amenaza con destruir El Bernalejo, una de las locaciones más sagradas y peculiares del de por sí extraordinario desierto de Virikuta en San Luis Potosí. La paramilitarización aumenta su agresividad. Las bandas criminales atragantan a los pueblos y a los migrantes. El Ejército federal, la Armada y las policías sitian, desalojan, humillan. En los territorios indígenas no hay claudicación, sino respuestas. Pueblos que se gobiernan con responsabilidad, atributo que los gobernantes profesionales han perdido