Opinión
Ver día anteriorViernes 14 de octubre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Los delatores
U

n hombre como otro cualquiera. ¿Otro cualquiera? No, para nada. Es un tipo que no se le distingue entre el gentío, ni en una fotografía de grupo. Es el hombre común. Quincuagenario envejecido, septuagenario bien conservado. Ningún signo distintivo. El tipo parecería tener derecho de picaporte, pues entra a todos los lugares sin advertir y sin ser percibido.

Es un hombre sin importancia, es justo un individuo, cita Sartre a Céline en epígrafe de La Nausée.

El individuo es un ser anónimo. Es de la especie que envía cartas difamatorias sin firmarlas. Un corbeau, un cuervo. El ser se esconde tras el anonimato. Uno de esos tipos que uno encuentra de viaje, en avión o en tren, junto a quien se pasan horas y se le hacen confidencias, se le confían secretos, creyendo que no se le volverá a encontrar, a pesar de las promesas mutuas de futuros encuentros que en el fondo no se esperan. Pero el confidente desconocido, a veces encontrado en una recepción o una antesala y del cual se escucha sin atención tomó nota de las palabras escuchadas, del nombre y la dirección de quien se confió a él a causa de esa necesidad de desahogo que provoca, acaso, la angustia del viaje. Las consecuencias parecen inocuas, fue algo así como pensar en voz alta frente a otro, casi a solas.

Los espías existen desde que las fronteras y el poder existen. Trabajan para una nación, a veces por patriotismo. A los espías responde el contraespionaje. Bajo la mirada de Occidente, de Joseph Conrad, es una obra maestra de este género que desarrolla a su paroxismo la paranoia.

El hombre, un francés que se dejará en el anonimato pues no merece otro destino, acaba de publicar una autobiográfía, a medias novelada. Narra su vida de mouchard, delator, indic (indicador de policía). Pertenece a la categoría de individuos que viven, a veces incluso con lujo, de la delación. Solitarios que reciben confesiones pero no pueden confiarse ni a su mujer.

En Francia, se les conoce popularmente como mouchards, palabra que tiene su origen hacia 1580-1590 debido a un inquisidor de la fe bajo Francisco II, llamado Mouchy. Heréticos, brujas y mujeres que abortaban eran las presas.

La oportunidad de este delator de publicar un libro se debe a varios escándalos. El más estruendoso es el del encarcelamiento de un funcionario de la policía de Lyon, acusado de servirse de mouchards para desmantelar redes de narcos. El asunto se agrava porque el responsable judicial aceptó regalos e invitaciones, y él mismo pagó a los indicadores con la droga confiscada. Quienes lo defienden arugumentan que es imposible obtener resultados sin la penetración del hampa.

Se sabe que el cardenal Richelieu, ministro de Luis XIII, creó los taxis de la época, ligeros cabriolés conducidos por mouchards a su servicio. Eran espiados no sólo los delincuentes, también aquellos que conspiraban contra su poder. Fouché, bajo Napoleón, creó una de las más perfectas policías y sistemas de indicadores.

El autor de la autobiografía en cuestión cuenta su trabajo en las aduanas, a donde afirma haber sido introducido por los servicios de seguridad del Estado. La guerra entre aduanas lo hizo caer en una trampa de los aduaneros ingleses. Esto le costó 10 años de prisión.

La lectura de su libro deja entrever vaguedades y contradicciones, a pesar de sus declaraciones de buen servidor de la moralidad. Sus últimos trabajos fueron dirigidos contra el narcotráfico. Le producían de 30 a 50 mil euros. Confiesa haber ganado una pequeña fortuna en una década. Cuenta que el precio de la delación de un clandestino es de 50 euros y de un taller donde trabajan clandestinos es de 300 euros.

Un amigo comentó en una reunión: “las delaciones pueden aumentar si se dan cifras, ¿no se escandalizaban los alemanes del número de denuncias anónimas e interesadas durante la Segunda Guerra?

Esto no significa que muchos franceses, heroicos, no ayudaran a escapar a perseguidos por los nazis.