15 de octubre de 2011     Número 49

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

El derecho indígena arrinconado por el occidental


FOTO: C. B. Waite, Salvaje, ca. 1900

Akuavi Adonon Viveros

El pensamiento jurídico occidental “moderno” se construye sobre los principios filosóficos del racionalismo y la ilustración, basados en el carácter universal de las soluciones jurídicas, en las bondades de la ley. Para filósofos, juristas y legisladores del siglo XVIII, el derecho era susceptible de un conocimiento universal ya que los principios que lo dictaban estaban “inscritos en el corazón de todos los hombres” y podían ser develados gracias a las luces naturales de la razón.

El contrato social justificaba que la ley, votada en nombre de “todos”, fuera aplicada a todos por igual. Sin distinciones ni privilegios, la ley se conformaba de normas generales abstractas y obligatorias y aparecía como la garantía suprema contra la arbitrariedad. La codificación es la consecuencia última y principal del racionalismo jurídico, con la concepción sistemática del derecho. Los códigos aparecen como universos jurídicos; es decir, como un derecho acabado que prevé todas las hipótesis, y se presenta, igualmente, como el instrumento más adecuado para la unificación del Estado: “Un Estado, un Derecho”, sin lugar a localismos jurídicos, se habla de un derecho a-histórico e intemporal.

Dos siglos después, el mismo pensamiento que nutrió a las codificaciones racionalistas sigue vigente. El sistema jurídico que de allí se deriva pretende seguir siendo celosamente aplicado tanto en las estructuras estatales que actualmente dominan el paisaje de la organización política, como en los ámbitos dominantes de la comunidad internacional.

Existen en la actualidad rasgos comunes que caracterizan al derecho occidental “moderno” más allá de las particularidades que éste adopta según el Estado del que se trate, como la concepción de una esfera jurídica separada de los demás ámbitos de la vida social; la unidad del derecho y su racionalidad; la jerarquía de las normas; el concepto de voluntad nacional o popular, retomando la voluntad general de Rousseau; la igualdad de las personas y su concepción individual e intercambiable desligada de toda colectividad, y el consenso creador de la ley, entre otros. Estas constituyen ficciones jurídicas que no se entienden fuera de la matriz cultural occidental que les da sentido.

Derecho propio de los pueblos indígenas: develando sentidos. Por el contrario, la regulación de la vida social en las comunidades indígenas se articula en torno a las responsabilidades de los individuos con respecto a la comunidad, y las responsabilidades de los individuos y la comunidad con respecto al orden cósmico.

Así, por ejemplo, en nuestras investigaciones sobre el tema de la justicia y particularmente de la solución de conflictos privados en dos comunidades tzotziles de los Altos de Chiapas, se hizo evidente la importancia del concepto de mulil en tzotzil. Jane Collier, investigadora estadounidense, apuntaba ya la relevancia del término, señalando que los zinacantecos lo utilizaban para referirse a la falta, el pecado, la responsabilidad, el delito y que en realidad el término abarcaba cualquier conducta susceptible, para ellos, de desagradar a los dioses y de desencadenar la venganza sobrenatural. La conducta en cuestión podía ir de un acto tan “banal” como dirigirse de manera grosera a un familiar, a la comisión de un crimen como el asesinato. (El derecho zinacanteco, México, 1995, p. 118).

Las diferencias entre lo que hemos dado en llamar el derecho indígena y el derecho de Estado no estriban simplemente en una imperfección en la forma que presenta el primero. Se trata de una diferencia de lógica que implica una especificidad en las normas y representaciones jurídicas a partir de la puesta en evidencia de ciertos rasgos propios a la vida jurídica en las comunidades indígenas.

La conciliación es otro elemento de trascendente importancia, no como un medio entre otros para resolver el conflicto, como lo entiende el derecho positivo mexicano, sino como un fin en sí mismo. En efecto, la interacción de los mundos “visible” e “invisible” en la cosmogonía tzotzil, por ejemplo, nos ayuda a situar la lógica subyacente en un conflicto, disputa, entre particulares y sus implicaciones. Un conflicto en el mundo de lo “visible” es visto como la manifestación de una ruptura espiritual mucho más importante en el mundo de lo “invisible”.

El conflicto se extiende al mundo “invisible” implicando la necesidad de restaurar la armonía perdida y la única vía es el restablecimiento de la cordialidad entre las partes en discordia. Se entiende que la responsabilidad en el conflicto y su resolución incumban a las dos partes. La concepción de la justicia reviste otro sentido y apunta aquí hacia el reino de la armonía. En la cosmovisión indígena, como en el pensamiento tradicional de muchos pueblos del África negra, por ejemplo, la noción de justicia trasciende el ámbito puramente jurídico: lo que está en juego no es la justicia que se deba aplicar en favor de un individuo sino la armonía que debe reinar en el seno de una comunidad.

La justicia, emancipada del principio de sumisión propia de un ordenamiento impuesto, se presenta en la conciliación indígena como una justicia negociada. La solución al conflicto es legítima no porque sea impuesta por una autoridad, sino porque es el resultado de la negociación entre todos los actores concernidos con el fin de restablecer los lazos de sociabilidad. Tal contexto no exige la imparcialidad del o de los mediadores, en este caso las autoridades de la comunidad, ya que no son ellos los que imponen una decisión; su papel es el de escuchar a las partes y ayudarlas a encontrar una solución, siendo la solución tan privada como el conflicto mismo. (Collier Jane, p. 41. Ver también Mª Teresa Sierra, “Las conciliaciones indígenas”, México indígena No. 25, 1988, INI).

La responsabilidad y la solución de los conflictos responden a una lógica distinta a la del derecho procesal y de los principios generales del derecho del sistema civilista que caracterizan al derecho de Estado en México.

¿Paradigma emergente del pluralismo jurídico? El pluralismo jurídico permite emanciparse de la visión del derecho en referencia única al Estado, abordando en el mismo plano de igualdad al conjunto de fenómenos jurídicos que se manifiestan fuera de la esfera estatal. Nos evita de igual manera recurrir a expresiones engañosas que denotan una desvalorización al hablar de “prácticas alternativas de derecho”, de “derecho informal”, “usos y costumbres” etcétera. Estas expresiones tienen en común el que se construyen a la sombra de un modelo dominante, que es el derecho de Estado occidental “moderno”, y no pueden más que aspirar a ser una versión disminuida de ese modelo.

Todo encuentro intercultural supone una situación fundamental de pluralismo, querer asimilar al “otro” a un sistema o visión del mundo, perdiendo de vista la parcialidad de la empresa, no hace sino remitirnos a un marco monista y mono cultural del concepto de derecho. No se puede hablar de pluralismo y considerar que un referente jurídico es capaz de abarcar la totalidad de la diversidad de las experiencias humanas en la materia.

Si bien no se puede ya poner en duda el pluralismo jurídico como realidad palpable en el estudio de los fenómenos jurídicos, el desafío está en su construcción como paradigma jurídico para romper con la visión etnocéntrica que conlleva a un racismo en el ámbito del derecho.

Profesora investigadora de la UAM-Cuajimalpa, Integrante de la Red Latinoamericana de Antropología Jurídica, del Laboratorio de Antropología Jurídica de París (LAJP). Investigadora Nacional (SNI II).


Niñas indígenas, víctimas principales de trata

En México, 45 por ciento de las víctimas de trata son niñas indígenas, de acuerdo con Rosi Orozco, presidenta de la Comisión Especial para la Lucha contra la Trata de Personas, y Xavier Abreu Sierra, director general de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), quienes expresaron la urgencia de contar con una ley general que combata este crimen que arrebata la infancia a más de 20 mil niños mexicanos.

La Jornada, 8 de octubre, 2011.

Racismo judicial

Yuri Escalante Betancourt

Casi todos los gobiernos niegan o banalizan el racismo. Los más cínicos sostienen que sus legislaciones proclaman la igualdad y prohíben la discriminación, luego entonces no tiene por qué existir la supremacía racial. Sin embargo, la posición más generalizada consiste en aceptar que en sus países existen “incidentes” de odio racial o discriminación, pero aislados, no sistemáticos, atendibles y bajo control.

Algo similar hace el gobierno de México. En sus informes a organismos internacionales, reconoce que persisten prácticas discriminatorias, pero las atenúa afirmando que son remanentes de un pasado colonial. De hecho, este argumento le sirve para justificar lo difícil que es mitigar la desigualdad económica entre los indígenas y el resto de la nación. Pese a todo, concluye, hoy el país cuenta con disposiciones legales e instituciones que protegen y aseguran los derechos de las minorías.

Los Estados no tienen intención de resolver el racismo. Como los gobiernos reducen la xenofobia y la etnofobia a hechos cotidianos protagonizados por personas, sólo visualizan las consecuencias, mas no las causas por las que se reproduce y perpetua el racismo.

Desde hace una década, una reforma constitucional garantiza la libre determinación de los pueblos indígenas y la autonomía para ejercer sus sistemas normativos. Mandata también que en los juicios se respetarán sus prácticas colectivas e individuales. Adicionalmente, los códigos penales obligan a los jueces a allegarse de dictámenes periciales para tomar en cuenta la diferencia cultural de los inculpados.

¿Cómo han contribuido estas reformas a fomentar las relaciones de igualdad y fortalecer las instituciones colectivas de los pueblos indígenas? ¿Sus autoridades gozan de mayores garantías y facultades? O, ¿continúa la estigmatización y minorización de sus formas de gobierno y de impartir justicia? ¿Vivimos en un Estado pluricultural de derecho o persisten visos de superioridad racial?

Trataremos de responder estas preguntas revisando algunas resoluciones emitidas por el Poder Judicial (de 2000 a 2006) en casos abiertos contra el sistema de seguridad e impartición de justicia creado por las comunidades nahua y mepha de la costa y montaña de Guerrero, mejor conocida como Policía Comunitaria. Sucede que sus integrantes (comisarios y policías) son procesados por portar armas y someter a reeducación a delincuentes.


FOTO: Joaquín Díaz G. (atribuído) Álbum de presidiarios, Ciudad de México, 1860-1865

No cuestionaremos aquí el hecho de que sean detenidos, pues la autoridad competente actúa por denuncia. Lo que interesa conocer es: ¿cómo valora el Poder Judicial al sistema normativo que apela ser reconocido?, ¿qué validez alcanzan sus autoridades?, ¿hay un tratamiento de semejantes o los somete a inferiorización?

De institución a campo de concentración. En tres expedientes revisados, un auto de libertad, un auto de formal prisión y una sentencia, el dato más relevante es que las partes involucradas –Ministerio Público (MP), defensa, testigos y peritajes antropológicos en los que he colaborado– dan cuenta de la forma en que se constituye y opera la Policía Comunitaria de Guerrero. Por ejemplo, en un caso de abigeato, el MP describe la cárcel en donde retienen a los presos y el trabajo en favor de la comunidad que realizaban dichas personas.

Los alegatos de la defensa y las conclusiones de los jueces invocan e interpretan los derechos indígenas, con lo cual se integra un procedimiento que describe y discute una posible justicia pluricultural. Pese a ello, en ninguno de los casos el juzgador otorga validez al sistema de seguridad indígena ni a las autoridades que lo representan. Considera que la corporación no tiene las facultades para privar de la libertad o aplicar sanciones ya que omite entregar los acusados ante autoridad competente y carece de permisos para portar armas. Es decir, no le interesa el problema de la eficacia o legitimidad del sistema normativo, sino analizar si cuenta con autorización o acreditación para actuar. Asimismo, lo que el MP narra como trabajos en favor de la comunidad que realizaban las personas sujetas a rehabilitación, el juez los califica como “trabajos forzosos en contra de la voluntad”. Y haciendo uso de su facultad discrecional para determinar los hechos, termina sojuzgando y estigmatizando a la Policía Comunitaria para invertir su naturaleza: la de un grupo de delincuentes que, sin autorización, envilecen a las personas encerrándolas en seudocárceles y explotándolas como en un campo de concentración.

De autoridades a particulares. Una transfiguración semejante, pero más grave, ocurre con los comisarios y policías procesados. Aun presentándose pruebas fehacientes del nombramiento en asamblea, rango y función de las autoridades, nunca son tratados con esta investidura legal o formal.

De policías a polizontes. Parece evidente que la mutación de autoridades en particulares es la condición necesaria para proceder a la negación de derechos colectivos. Por un lado, siendo particulares pierden todo razón para portar armas, pero por el otro, en lugar de sancionarlos como autoridades que se extralimitan de sus facultades, el Poder Judicial resuelve algo más de fondo, anulando esa jerarquía.

De civilizados a atrasados. En el auto de libertad por portación de arma, los exonera al considerar que los consignados no sólo desconocen la ley, sino que también pensaban que su conducta era correcta, condiciones que se precisan para aplicar una excluyente de responsabilidad o error de tipo penal. ¿Cómo sabe el juez que ignoraban que su conducta era delito? Pues porque de acuerdo con las pruebas, “al momento de ser detenidos tenían plena conciencia de que su proceder era correcto, ya que fueron nombrados por los miembros de su comunidad acorde a sus usos y costumbres, y por desconocer el marco jurídico que regula la posesión y portación de arma de fuego, así como la obligatoriedad de su observancia y cumplimiento, básicamente por pertenecer a una cultura diferente a la mestiza”.

Racismo y segregación son promovidos por los estados

Donde existen prácticas racistas hay detrás un sistema ideológico y socioeconómico que jerarquiza a la sociedad en grupos superiores e inferiores. De ahí que, como propone Tzvetan Todorov, una cosa son las conductas y eventos de odio, que llama racismo, y otra las doctrinas, los valores, las normas y las instituciones que sostienen las estructuras de dominación basadas en clasifi caciones étnicas, que llama racialismo. Los Estados se limitan a “condenar” el racismo (o sea, las prácticas), en tanto que las representaciones e instituciones racialistas se reproducen sin control en el aula, los medios de comunicación, las cámaras legislativas y el propio aparato de Estado.

Así, existe una amplia responsabilidad de los Estados en la perpetuación del racismo y la dominación basada en la supremacía de raza, étnica o nacional.

La Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial (1965), suscrita por México, no trata de los derechos de las personas, pues consiste en un instrumento que dispone las estrategias políticas contra el racismo que deben acatar los Estados. Destacan dos párrafos de su artículo 2:

“a) Cada Estado parte se compromete a no incurrir en ningún acto o práctica de discriminación racial contra personas, grupos de personas o instituciones y velar para que todas las autoridades públicas, nacionales y locales, actúen de conformidad con esta obligación;

“c) Cada Estado parte tomará medidas efectivas para revisar las políticas gubernamentales nacionales y locales, y para enmendar, derogar o anular las leyes y disposiciones reglamentarias que tengan como consecuencia crear la discriminación racial o perpetuarla donde ya exista;”

¿Por qué esto debe ser así? Simplemente porque la memoria y la experiencia nos dice que el apartheid, el nazismo, el colonialismo y el nacionalismo monocultural que exterminaron, segregaron o asimilaron a cientos de pueblos, fueron promovidos, diseñados y dirigidos por los propios Estados. Ésta, y no otra, es la fábrica del racialismo. (Yuri Escalante)

He aquí lo que el juez entiende por diferencia cultural. Primero connota el estereotipo de que los usos y costumbres son la causa de la ignorancia y el error, para enseguida dejar implícita que la cultura mestiza contiene el conocimiento de la ley y de la verdad. La conclusión obvia es un argumento de superioridad de una cultura sobre otra, basada en las viejas tesis de la incapacidad y estulticia de la cultura del otro.

De iguales a igualados. A la petición de la defensa de que se tome en consideración el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), el juez desecha de un plumazo este instrumento legal afirmando: “Debe decirse que la Constitución local, ni el Convenio citado, están por encima de la ley fundamental del país”. Esto es economía procesal.

Y cuando se le invoca el Artículo 2º de la Constitución que da validez a los sistemas normativos, el juez invierte el alegato que pide un derecho, para exigirles una obligación contemplada en el Artículo 16, pues si los procesados quisieran hacer válida la ley suprema, entonces la Policía Comunitaria, “debió otorgarles a los detenidos las garantías que consagra nuestra Carta Magna entregándolos a la autoridad competente”. Dicho en otras palabras, si los indígenas quieren ser iguales a nosotros frente a la Constitución, entonces sujétense a los órganos jurídicos establecidos y no quieran andar haciendo cosas semejantes a las nuestras. Esa es la norma y ser normal. Pueden ser iguales a nuestra justicia si usan nuestra justicia, pero no pueden igualarse a nuestra justicia.

En síntesis, los derechos colectivos de los pueblos indígenas no son tomados en cuenta. En su forma tradicional de despachar los casos, el poder judicial evidencia un racialismo craso que estigmatiza y criminaliza los sistemas normativos indígenas y a sus autoridades, anteponiendo como modelo superior de justicia, la cultura mestiza.

Maestro en Antropología Social, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (Ciesas) [email protected]