15 de octubre de 2011     Número 49

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Durango

Discriminación institucionalizada


FOTO: Nicolás León realizando mediciones antropométricas, ca. 1900, Biblioteca de la UDLA

Selene Galindo Cumplido

La discriminación y el racismo hacia los pueblos originarios de Durango es una práctica cotidiana. En la capital del estado sólo basta ser mujer tepehuana y decir “hablo una lengua indígena”, para sentir la tensión que esto desemboca.

En el estado vivimos seis pueblos indígenas: huicholes; mexicaneros;tarahumaras; tepehuanes del norte y del sur y, de reciente arribo, los mazahuas, que están migrando. A pesar de la diversidad, no existe un reconocimiento de la sociedad duranguense hacia nosotros como pueblos, pero lo más grave es la discriminación institucional en que incurren las dependencias gubernamentales y sus trabajadores.

Los casos más comunes se dan en las clínicas y los hospitales ubicados en la sierra de los municipios donde habitamos los indígenas, entre ellos El Mezquital y Pueblo Nuevo, que están dentro del área cultural denominada El Gran Nayar. En varias comunidades existen clínicas en donde sendos doctores y enfermeras deben prestar los servicios médicos. Muchas de estas clínicas permanecen cerradas la mayor parte del tiempo, y cuando están abiertas, no existen interés ni mecanismos adecuados para atender a la población en su lengua materna, además de que no cuentan con los medicamentos básicos.

Partiendo del hecho de que muchas clínicas permanecen sin personal, cuando hay emergencias las familias indígenas suelen acudir a comunidades como La Guajolota, ubicada en el municipio de Mezquital, donde hay un hospital integral. Pero eso no resuelve el problema; a pesar de que lleva muchos años funcionando, este hospital –como el resto de las instituciones– no cuenta con un traductor, que es indispensable en muchos de los casos. Igual que los otros centros de salud, este hospital integral suele tener desabasto de medicamentos.

Así, frecuentemente los pacientes son trasladados a la ciudad de Durango para que se les atienda en el Hospital General, lo cual resulta en complicaciones a veces mortales. Desafortunadamente el problema es que los servidores de las instituciones consideran que es en el “indio” donde está el problema. Suelen mostrarse asombrados porque no hablan español.Se han dado casos de personas, incluso niños, que han perdido la vida por el ir y venir de una clínica a otra.

En otras instituciones se ven problemas similares. En el caso de la Secretaría de Agricultura y su programa Procampo, en lugar de entregar el apoyo en las comunidades, los condicionan a que los beneficiarios se trasladen a la cabecera municipal, ubicada en promedio a seis horas o más. Y a veces es necesario dar dos vueltas porque el encargado de los pagos no está. Todo, para recoger el subsidio, que en muchos casos suma sólo mil pesos que se acaban en el transporte, la alimentación y el hospedaje.

En la ciudad, la escuela ha enseñado que los “indios” fueron de otra época, de siglos pasados. Decir que eres indígena hace que se suelten los murmullos y en ocasiones hasta el rechazo. Muy poca gente acepta en la ciudad que pertenece a algún pueblo indígena, lo que ha llevado a que muchos jóvenes en la ciudad opten por negar su origen. ¿Cómo decir que hacen mal, si cuando alguien se reconoce como indígena se arriesga a que le cierren las puertas?

El problema es muy complejo y se manifiesta de muchas maneras.Lo expuesto es apenas un ejemplo. Ojalá que ahora las miradas y juicios sean no hacia las personas a quienes nos consideran diferentes e incluso inferiores, sino hacia las instituciones gubernamentales que tienen entre sus responsabilidades brindar un buen servicio sin anteponer prejuicios, con apego a los derechos de los pueblos indígenas.

La discriminación es tal que muchos desconocen o niegan la existencia de los indígenas en el estado, dicen no conocer a alguno, aunque muchos los tengan de vecinos. “No seas un indiorante”, dicen algunos duranguenses.

Tepehuana, originaria del estado de Durango y estudiante del primer semestre de la licenciatura en Antropología Social en la ENAH

Racismo en el sur cafetalero


FOTO: "Tzeltales de Tenejapa", Bodel Christensen, México, 1970

Sandra Odeth Gerardo Pérez

Allá en el lejano sur, en el último territorio que se anexó a México, en donde se trazó una delgada línea que divide a dos naciones; en aquella región fronteriza que cada vez se tiñe más de sangre, se ha configurado un espacio de continuidad geográfica, histórica y cultural, pero también de racismo y explotación.

La región del Soconusco, en el estado de Chiapas, abarca un fértil territorio en el que desde tiempos prehispánicos se han producido codiciadas materias primas: grana cochinilla, cacao, plátano, caña de azúcar, hule y café.

La importancia que adquirió el Soconusco desde finales del siglo XIX y que lo insertó completamente en la dinámica del capitalismo estuvo basada en la producción del café. Desde entonces las fincas productoras del aromático, la mayoría en manos de alemanes y estadounidenses, requirieron de una enorme extensión de tierra y de una gran cantidad de mano de obra, obtenida en un primer momento de indígenas de los Altos de Chiapas y después del flujo de migrantes guatemaltecos y de grupos indígenas asentados en la frontera. Así, los millones de quintales de café que se produjeron durante la primera mitad del siglo pasado son impensables sin las manos tzotziles, tzeltales, mames, cakchiqueles, mochós, quichés y mestizas.

El caso del pueblo mam, que desde el trazo oficial de la línea fronteriza en 1882 quedó dividido entre México y Guatemala, deja ver cómo las prácticas capitalistas y las políticas del Estado mexicano, en diferentes momentos, han demarcado formas de explotación en las que a ciertos grupos de personas, a determinados fenotipos, incluso a determinadas nacionalidades, corresponden trabajos específicos. Ello ha dado pie a prácticas de explotación del campesinado indígena que sin duda rebasan el espacio de los cafetales, y que echan luces sobre esa división del trabajo racista de la que se habla para América Latina.

Durante el porfiriato hubo un importante flujo de jornaleros mames para la pizca del café en el Soconusco, entonces el gobierno de Díaz facilitó a los finqueros el acceso a la mano de obra “promoviendo” el asentamiento de familias jornaleras en los terrenos nacionales aledaños a las grandes fincas. De esta forma los mames fueron desplazados de sus tierras en la planicie a la región de la Sierra, con menor productividad agrícola.

En el período cardenista se consolidó la idea de que ciertas razas eran “más aptas” para el trabajo en el cafetal; peticiones de finqueros de la época solicitaban a los distintos niveles de gobierno que permitieran el paso de “indígenas guatemaltecos”, a fin de que no se afectara la producción, ya que consideraban que estos jornaleros eran indispensables para lograr la recolección completa del fruto, tanto por la práctica que tenían, como por la capacidad natural que se les adjudicaba para la tapisca del café. Por lo anterior, y con el auge de la producción cafetalera, se nacionalizaron como mexicanos a los mames del Soconusco, convirtiéndolos así en sujetos de reparto agrario, lo que efectivamente les ha permitido resistir a base de milpa, pero que a la vez los configuró como mano de obra barata para las grandes fincas.

A los mames la nacionalidad mexicana les fue impuesta por las políticas indigenistas específicas para los pueblos de la frontera, quienes representaban para el Estado no sólo “atraso cultural” sino también “antinacionalismo”, y por medio de una incorporación económica forzada. Incorporación en la que quedaban sujetos a relaciones de explotación, en donde los detentores del poder político y económico eran blancos o mestizos mexicanos, y los indígenas,aquellos de piel más oscura o guatemaltecos, eran los que tendrían que trabajar de sol a sol para la producción cafetalera.

Así, las relaciones laborales en esta región han estado marcadas por el racismo y la xenofobia, que desgraciadamente se arrastran hasta nuestros días afectando a los miles de centroamericanos que buscan cruzar la frontera de aquel tan lejano sur.

Historiadora de la UNAM y estudiante de la ENAH