Política
Ver día anteriorLunes 17 de octubre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Terrorismo estatal e impunidad
E

l 14 de octubre, en el alcázar de Chapultepec, ante Felipe Calderón y medio gabinete federal, Javier Sicilia aludió al carácter autoritario del régimen y alertó sobre su rostro más brutal: el militarismo y el fascismo. Sin ambages, tras condenar la estrategia de guerra gubernamental con su lógica de violencia, terror y exterminio, Sicilia afirmó que las decisiones de Calderón provocaron el resurgimiento de grupos paramilitares, y denunció que detrás de las fosas comunes de las estadísticas se encuentran los victimarios, homicidas crueles que saben que mientras las víctimas y ellos carezcan de identidad su impunidad está garantizada.

El desborde autoritario viene de atrás. Aceptando que la naturaleza del Estado consiente el uso de la coacción, ésta comenzó a ser considerada ilegítima por su carácter excesivo con las represiones en Atenco y Oaxaca en la antesala del calderonismo. Las flagrantes violaciones a los derechos humanos, con las vejaciones y torturas a los detenidos –incluida la violencia sexual contra una veintena de prisioneras–, fueron preludio de la peligrosa involución autoritaria de los aparatos del Estado. En su estrategia conservadora, sectores de la derecha política y parlamentaria (y los medios de difusión masiva a su servicio) toleraron el accionar autoritario y violento de los distintos órdenes estatales, demostrando una complicidad institucional.

Tras la imposición de Calderón mediante un fraude patriótico en el marco de una sociedad polarizada, al privilegiarse el recurso de la fuerza para solucionar los conflictos, el antagonismo se transformó en ruptura. Comenzó entonces un larvado proceso de militarización del país de signo fascistoide, que no puede explicarse solamente por el interés de clase de la plutocracia amenazada. Fueron decisivos también otros factores, como la existencia de un tipo de mentalidad y tradiciones ancladas en la contrainsurgencia y la guerra sucia de los años setenta que, en determinados sectores de la policía y las fuerzas armadas, con el sostén de una remozada doctrina de seguridad nacional y una adecuada cobertura ideológica, podían readmitir con facilidad la adopción de actitudes de desprecio por la vida.

Bajo el disfraz de una guerra al narcotráfico planificada por Estados Unidos, el recurso a la violencia en diciembre de 2006 obligó a Calderón a asumir el papel de enemigo. Como dice Paul Gilbert, al tratar a sus opositores como el enemigo interno, el gobierno terminó por reducirse a sí mismo a la condición de enemigo. En 2007, de la mano de operativos policiaco-militares en varias partes del país, se produjo en México un proceso similar al que afectó a los países europeos en la primera posguerra, definido por George L. Mosse como brutalización de la política, fundamento de la expansión del nazismo. En particular, la república de Weimar fue el escenario donde, en medio de la complicidad o impotencia de las fuerzas políticas y el Parlamento, las derechas extremas deshumanizaron al enemigo interno, representado por el comunismo, los judíos, los gitanos y la oposición socialdemócrata y liberal.

Si el acorralamiento contrainsurgente de grupos antisistémicos como el EZLN y el EPR, junto a las represiones en Atenco y Oaxaca, y la estigmatización de Andrés Manuel López Obrador y su movimiento de resistencia civil pacífica como un peligro para México marcaron la transición del foxismo al calderonismo, la brutalización de la política arreció tras la proclamación autojustificatoria del titular del Ejecutivo de que protegía al país con el monopolio del poder (octubre de 2007).

Al asumirse como detentador del monopolio de la fuerza y la violencia estatal en desmedro (y sin el control) de los poderes Legislativo y Judicial, Calderón exhibió entonces su mentalidad autocrática. Mediante una campaña de saturación propagandística e ideológica primitiva, basada en la retórica del enemigo interno –un discurso excluyente y estereotipado que convertía a la oposición político-social y a la delincuencia en potenciales subversivos o cuerpos extraños a exterminar–, se fue creando un clima disciplinador que presentaba como aparentemente ineludible la adopción de medidas cada vez más coercitivas, de legislación especial propia de un régimen de excepción. A la par, se preparó a la población para que aceptara el empleo de técnicas más o menos secretas de guerra sucia, lo que mediante la irrupción de grupos paramilitares y de limpieza social ha derivado en nuestros días en terrorismo de Estado.

No está de más repetir que, por naturaleza, el Estado posee el monopolio legítimo del uso de la fuerza, pero dentro de los límites consentidos por la legislación interna e internacional, porque otro de los cometidos del Estado es la defensa de la ley. En la lucha por preservar su poder y los derechos a la vida, a la libertad y a la seguridad de los ciudadanos atacados por grupos de la economía criminal, el Estado no puede utilizar cualquier forma de violencia. En ese contexto, huelga decir que desde el momento en que las fuerzas armadas ingresaron en la escena represiva, lo hicieron violando las leyes, también las de la guerra, al practicar la tortura, la desaparición forzada de personas y la ejecución sumaria extrajudicial, incluso de niños, mujeres y estudiantes indefensos que fueron asimilados a bajas colaterales.

Cincuenta mil muertos y 10 mil desaparecidos después, insistimos en que el terrorismo de Estado es violación de la ley y se caracteriza por el uso del asesinato político, de la tortura y de otras formas de crueldad ejercidas contra quien se le opone. El carácter criminal del terrorismo de Estado está determinado no sólo porque actúa fuera de la ley –apelando incluso a escuadrones de la muerte–, sino porque viola los derechos humanos, incluidos los de presuntos delincuentes. A su vez, la obediencia a las órdenes superiores, si éstas violan las normas de la guerra, es considerada también un acto criminal.