Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 23 de octubre de 2011 Num: 868

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Alejandra (fragmento)
Inés Ferrero

Leonora, indómita yegua
Adrián Curiel Rivera

La ciencia física en los Panamericanos
Norma Ávila Jiménez

México: violencia e identidad
Ricardo Guzmán Wolffer

En la gran ruta
Marco Antonio Campos

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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México:
violencia e identidad

Ricardo Guzmán Wolffer

Porque no somos libres es que el cielo puede
caernos encima

Antonin Artaud

En México nunca se había tenido registro de la violencia que ahora se vive: cadáveres impensables y sus partes en una escalada de tortura. Pero la violencia no es exclusiva de los delincuentes: es constantes el abuso de militares –con todo y lo resuelto por la Corte Interamericana de Derechos Humanos– y otras policías.

Hablar de la tipificación de delitos en las leyes puede ser útil para entender qué quiere un país en su alocución oficial, pero el inaudito grado de impunidad que hay en México haría estéril tal análisis discursivo. Se calcula que apenas se investiga el tres por ciento de los delitos cometidos y de ese porcentaje apenas se castiga un sesenta por ciento; es decir, que se castiga, en el más optimista análisis, el 1.5 % de los delitos cometidos. Ese porcentaje corresponde, en su mayoría, a delitos del orden común y la mayor parte de la población carcelaria en México es de personas de bajos recursos. La mayoría de los delitos de cuello blanco (salvo los de delincuencia organizada), por ejemplo, no son considerados graves. Pero aunque lo fueran, la población carcelaria adinerada es mínima: no modifica el fenómeno delincuencial en México. Lo mismo sucede con la medida de aumentar las penas carcelarias para los delitos más recurrentes. Por más que el discurso gubernamental sea de éxito contra la delincuencia organizada, las decenas de miles de muertos, las ciudades diezmadas, las protestas ciudadanas e incluso los medios de comunicación (muchos proclives a no hablar de esa violencia cotidiana), muestran lo contrario. Hay otras violencias estatales: en mayo de 2011, México llegó a la máxima deuda pública en su historia (355 mil millones de dólares): las consecuencias en la vida cotidiana serán inocultables.

En este contexto, sólo queda hacer el análisis de cómo vive la población mexicana esa violencia que a todas luces resulta imparable. Pero en el inconsciente colectivo mexicano eso no es nuevo.

México fue colonia nominal de España desde 1521 hasta 1810. En los hechos todavía lo es: desde hace unos años los bancos españoles obtienen beneficios demenciales de México. Ello por dar un ejemplo, pues los intereses españoles no sólo están en la banca mexicana, ni son los únicos colonizadores de cuello blanco. Sobra decir que desde que salimos de las garras de España, caímos en las de los vecinos del norte: la pérdida de la mitad del territorio en 1845 apenas es un dato significativo. Los miles de muertos mexicanos contemporáneos, con sus consiguientes millones de familiares y poblaciones afectadas, no corresponden con los billones de dólares que se obtienen de ganancia en eu con el tráfico de drogas, armas y personas (para todas las variantes de delitos) en y hacia México, ni alcanzan para comprender el fenómeno en su integridad. Y esa desesperanza el pueblo mexicano la vive esencialmente igual desde hace siglos.

Las causas para la violencia son múltiples. Una innegable es la sensación de que el pueblo, los vecinos, los familiares, estamos solos frente al Estado. El Estado jamás ha representado a los autóctonos. Durante la Colonia eran los mexicanos contra los invasores que arrasaron con las mujeres locales. Octavio Paz, desarrolla en El laberinto de la soledad el concepto de que todos los mexicanos somos hijos de la chingada en alusión a la mujer ultrajada, primero, por la imposición sexual y luego por continuar procreando  la estirpe del extranjero. Incluso en la actualidad, el discurso interno de los mexicanos se desarrolla desde el “nosotros” frente a “ellos” (los españoles conquistadores, los gringos impositivos, los chinos que invaden el país con productos de bajo precio y mínima calidad, los coreanos que controlan el comercio en ciertos lugares, etcétera). Y en ese contexto el Estado sólo ha servido para perpetuar el despojo. Es revelador que los legisladores y los policías estén en los últimos lugares de confiabilidad entre la población. En muchos municipios el orden es impuesto por los narcotraficantes, no por los órganos del Estado. Esa falta de pertenencia, de confianza, de sentirse respaldado por un verdadero orden legal, explica en parte que cada vez sean más los mexicanos dedicados a delinquir.

Sería fácil hablar de las causas de la violencia en los mexicanos: somos un pueblo históricamente violentado, pero los niveles de violencia es lo sorprendente. El desprecio por la vida humana ha llegado a niveles insospechados: las balaceras (a veces acompañadas de granadas) pueden darse en cualquier hora y en cualquier lugar: en el centro de Acapulco, famoso destino turístico, en pleno día; en el centro histórico hubo un encuentro donde niños y familias murieron acribillados por las balas de los delincuentes que luchaban entre sí. Un secuestrador se hizo famoso por mutilar las orejas de todas sus víctimas, las devolviera o no vivas. El fenómeno de la violencia ya no debe ser entendido como el de personas psicópatas y mucho menos como psicóticos que no comprenden lo que hacen. Estamos ante un actuar social que responde a un análisis diferente del que se hacía con sujetos delincuentes.

Por un lado, hay que analizar el hecho de que en prácticamente todas las bandas de secuestradores hay policías o militares, ya sea en activo o en retiro: el Estado se ha vuelto delincuente. No es nuevo decir que para muchas personas, el Estado se encarna en sus políticos o en las fuerzas del orden. Para visualizar ese pacto social hay que ver quién lo ejerce. El comprobar reiteradamente que hay policías secuestradores nos muestra cómo el Estado se ha degradado. El grupo de los Zetas, inicialmente formado para proteger al narcotraficante Osiel Cárdenas, domina varias plazas (municipios o estados con actividad de narcotráfico) del país y se ufana de ser el grupo de delincuentes más sangrientos. Además, como buenos representantes del Estado paralelo, cobra “impuestos”, tanto por ingresos como por uso de suelo: constituye un Estado con mecanismos más eficaces para obtener sus pagos. Las noticias sobre narcopolíticos (legisladores y del poder ejecutivo) se difunden desde hace décadas. Pocos se comprueban. Entre jueces y magistrados se comentan agresiones y hasta muertes a manos de delincuentes organizados.

La ineficacia gubernamental, por más datos favorables que transmita regularmente en los medios de comunicación, se demuestra en los hechos: los muertos siguen, la sociedad se manifiesta y la impunidad continúa. La población, en ese contexto, termina por asimilar como normal lo que en otros años sería impensable para el país entero. La violencia ha dejado de ser excepcional para volverse cotidiana (hay familias enteras, incluidos menores, dedicadas al secuestro; o pueblos o ejidos –núcleo agrícola– dedicados a la siembra de marihuana). La violencia dejó de ser ficticia para volverse real (todos los días en periódicos y televisión hay datos sobre asesinados). La violencia no sólo es individual, sino colectiva: la imitación de las conductas ha modificado los patrones sociales: recientemente fue detenido un sicario (asesino del crimen organizado) de doce años, con varios muertos en su carrera criminal. A nadie sorprende que los niños jueguen a ser secuestrados. En escuelas del norte del país se enseña a los niños de kínder qué hacer cuando se da una balacera en la calle, o ha sido necesario explicarles que las personas también se pueden morir de viejas.

La parte más complicada del análisis sobre esa barbarie que se vive en México, con mayor intensidad en ciertos lugares, es establecer si esa violencia es o no justificada. No puede evitarse establecer que las políticas económicas, agrícolas y de empleo han llevado desde hace décadas a que los hombres de pueblos enteros abandonen el país en busca de empleo. Muchos estados de la República dejarían de existir si no fuera por las remesas de dólares que envían los trabajadores mexicanos en eu. Los costos de vida cotidiana llevan a millones de personas a vivir en condiciones de miseria. ¿Cómo explicar las muertes por desnutrición o por enfermedades propias de la pobreza, cuando en México vive el hombre más rico del planeta? ¿A quién pueden recurrir los mexicanos? Los cientos de iglesias que se crean cada año parecen no responder mejor a las necesidades de sus feligreses que la tradicional católica, en declive porcentual. Si los mexicanos no confían en sus autoridades, políticas y “morales”, para sobrevivir seguirán buscando sus propios caminos.

El grado de salvajismo que se puede ver en cualquier canal de televisión o en cualquier periódico hacen obsoletos los conceptos del delincuente como luchador social o como anticipador de una nueva consciencia: la relación entre el criminal, ya como enfermo individual o enfermo social, respecto del pacto social, discutible o no, se ha perdido ante la crueldad gratuita y las muertes sin sentido. La lucha de clases también parece fuera de contexto: ¿qué rico merece tanta tortura? Las obras sociales de los delincuentes no explican su falta de captura. Suele confundirse el miedo con el respeto.

Quizá la única respuesta de tanta violencia sea que sólo así los criminales serán recordados. Entre los miles de muertos y entre los capturados, el olvido es común: ante la falta de referentes sociales, cuando los ideales comunes se han perdido, sólo queda el ego para evitar la inadvertencia: la historia de todos los delincuentes es irremediablemente la misma: saldrán de la pobreza, ejercerán el poder para consumir y dilapidar lo abruptamente conseguido, y terminarán con esa breve existencia de esplendor que da el crimen, ya muertos, ya encarcelados. Los delincuentes se realizan en el consumo y no en la producción de bienes sociales. De ahí la ostentación de joyas y mujeres, y como muestra de unicidad, de la violencia despiadada. Uno de los narcotraficantes famosos era conocido como el Mataamigos, por el salvajismo con que trataba incluso a sus cercanos.

En el ánimo de convencernos, en este mundo global donde la información y el consumo se renuevan en el vértigo, de que nuestra primera necesidad es consumir (patrimonio, tiempo, vidas ajenas, etcétera) se ha perdido la importancia de contar con referentes mínimos de cohesión social, quizá por la imposibilidad de que las sociedades de consumo ofrezcan igualdad en las posibilidades de existir y tener acceso a esos “bienes”. Los nuevos criminales no tienen culpa, pero no están locos: ante la falta de ideal referente, el imperativo de goce promueve la satisfacción sin límites. Sin duda los asesinos despiadados tendrán sus propios referentes heroicos y así como los terroristas ven en la muerte de unos cuantos “enemigos” su realización, habrá secuestradores y homicidas que podrían entrar a la categoría de los delincuentes “espirituales”, pero cuando las víctimas son sus congéneres, sus vecinos, cómo entender que incluso las fuerzas del Estado sean tratadas como la Otredad absoluta que merece la total aniquilación y si es con crueldad y sufrimiento, mejor. Hay un goce del mal del prójimo que es parte de la condición humana. Desmentir este deleite destructor conlleva peligros importantes: no se puede remediar aquello que no se ha aceptado. Para controlar los efectos sociales dañinos de las tendencias destructivas habría que empezar por admitirlas. La historia de violencia anida en el adn social; lograr su liberación gratifica, pero ello no sólo carcome al violentado, sino esencialmente al violentador.

Estos nuevos invasores, estos nuevos portadores de la peste, han obligado en México a que muchas personas se replanteen un cambio radical de los conceptos acerca de la convivencia cuando la vida no es acompañada en su curso. La necesidad más esencial del humano que presiente la existencia de algo metafísico en aquello a nuestro alcance, ha desembocado en la pesadilla y no en el sueño reparador. Hemos vuelto a la peste medieval para volver a ver pilas de cadáveres; para toparnos día a día con cabezas humanas rodando a nuestros pies y en nuestras manos de papel y de televisión; para ver correr ratas monstruosas con bocados innombrables entre los dientes sangrientos. El hedor de la muerte ha ahuyentado a muchos de sus tierras y familias. El reposo de los sentidos ha sido alterado.

El monstruo que aúlla con la voz de los muertos caídos todos los días y a todas horas es una poderosa llamada a la potencia que anima al espíritu. Al impulsar a los hombres a que se vean tal como son, se ha eliminado la máscara. ¿Qué espejo tendrá la fuerza para permitirnos entender cómo somos en realidad?


Foto tomada por un turista polaco en alguna carretera mexicana

El espejo quebrado de la historia nos refleja y las sombras del pasado mediato llegan alentadas por la primera conquista, cuando la muerte llegó a caballo, vestida con petos de hierro y cargando en las manos las balas preparadas en el otro lado del mundo. Así como los narcos y sus compinches han llegado en una nube de vapor sangriento para envolver a todos, así llegaron los españoles, envueltos en el misterio de las profecías que habrían de cumplirse, primero que en nadie, en la mente del entonces dirigente, Moctezuma II. Fueron necesarios siglos para que alguien pudiera afirmar que los mexicanos somos producto de ese choque de dos mundos, ciertamente emparentados por el gusto de la sangre (para los mexicas la renovación en la ofrenda, para los españoles la renovación en el sacrificio). Para los niños, la ubicación territorial, entre otras causas, sigue haciéndoles decir “nosotros” ante los hispanos, los “otros”. Pero estos nuevos portadores de la muerte incubada en el cuerpo no vienen de otro continente; vienen de la cercanía más inmediata, de nuestra tierra, de nuestro tiempo, de las condiciones creadas por nuestros “dirigentes”: de nosotros mismos. Ya no es posible decirles “ellos”, ya no tiene sentido histórico referirse a “esos”... locos, desgraciados, hijos de la chingada. No hay esa diferenciación de piel e idioma. La publicidad nos hace creer que visten de un modo singular, que bastaría ser mínimamente observadores para detectar al enemigo sangriento; que bastaría colocar orejas en los lugares adecuados para escuchar el aullido del lobo, pero claramente no es así. En las ciudades principales los hijos y los nietos de los delincuentes conviven y se divierten con y a expensas de los descendientes de los demás, los buenos. La segunda y tercera generaciones de la delincuencia, que viven en las “mejores” colonias y calles, afanados en mimetizarse con el resto de la población, es una realidad apenas dibujada por los detenidos de primera plana (los juniors delincuentes).

Entonces, ¿cómo entender la identidad del mexicano cuando el enemigo está adentro? Codiciosamente las leyes intentan decirnos que hay dos tipos de mexicanos: unos que merecen trato justo, hipergarantista, y otros que no. Para saber si tienen razón habría que ver la eficacia y los resultados de esas leyes que muy poco logran y que en casi nada modifican la vida cotidiana de quienes viven fuera del reclusorio, pero en otra cárcel construida con desconfianza y miedo en el mañana. Entre otras, la libertad de tránsito se ha perdido. No ha sido necesario el toque de queda para que los padres enseñen a sus hijos a no salir a ciertas horas, en cierto lugares y bajo ciertas compañías. El peligro de la moralina como remedio tiene años en boca de los fariseos que pedían cero derechos para las ratas que no aparecieron, salvo en el espejo.

La consabida religión oficial, antes por decreto y ahora por acción, nos impone el deber de poner la otra mejilla. ¿Cómo lograremos colocarnos siquiera para recibir el primer golpe cuando pensamos que “los otros”, los salvajes delincuentes capaces de hacer ver como civilizados a los criminales masivos de otros tiempos, no merecen siquiera el derecho de ser contemplados como seres humanos? Si la humanidad reside en lo esencial, sin importar la piel, el idioma o incluso las acciones, el inconsciente colectivo le ha quitado esa calidad a los bárbaros que siembran cadáveres cada vez más profanados. Nadie se ha planteado la opción de colocarse en los deseos y la mente de quienes infectan niños (con drogas o pedofilia: el abuso es el mismo), arrasan pueblos enteros y se afanan en mostrarse más inhumanos al exhibir el producto de sus torturas salvajes.

La primera acción debe darse en nuestra percepción de los hechos. Exigir resultados a unas autoridades incapaces de ocultar sus vínculos con embajadores de la ilegalidad está de sobra. Su ayuda o inacción los ha colocado casi al mismo nivel de los otros depredadores. Entender el fenómeno de la violencia, para tener un atisbo de luz en esta noche de luna roja, debe incluir el hecho de que esos seres despreciables también son humanos y, en muchos casos, personas que conviven con amplios sectores de la población. Las astillas del espejo de la historia nos recuerdan que durante mucho tiempo fue necesario que los mexicanos aceptaran estar cubiertos con la sangre de prehispánicos e invasores para comenzar a comprender el discurso de la identidad. Ahora ese mismo Destino nos ha colocado en la dolorosa situación de ver cómo esas palabras que definen lo que somos llevan la sangre de nuestros más cercanos y la posibilidad de que cualquiera sea el próximo en caer al vacío. Ese abismo que nos hemos cansado de ver se ha fijado en nosotros, en todos, especialmente entre quienes siembran el desconsuelo, y sus palabras son inaudibles. Muchos no querrán saber quiénes somos y qué podemos hacer para volver a la certeza de que la vida es más que sangre, miedo y furia.