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Días de muertos y fantasmas
E

sa página inquietante de las Camas de la muerte que hoy vivimos en México de grandioso simbolismo no puede contemplarse sin sentir un calosfrío de horror. Es como el resumen de toda la obra magnífica de Los desastres de la guerra, del genial pintor aragonés don Francisco de Goya y Lucientes, a ese silencio absoluto de los muertos por entre cuyos lechos pasa fantasmal, encapuchada e incorpórea la muerte que conduce a los reflejos de las otras estampas. El silencio que invadirá a México cuando acabe la “guerra al narco” y surjan los fantasmas de los 50 mil muertos hasta hoy.

Cómo no identificarse con el alma sombría de Goya a medida que se envejece y juegan un papel más importante los problemas humanos, sin que por esto su realismo sufra el menor ataque y sin que el extraño rigor de su naturaleza retroceda ni un milímetro de terreno.

Lo que se aprecia en la tercera y última etapa de la vejez de Goya, en el periodo monocromo, es aquel en que predominan el negro y el gris, y en el que tratan preferentemente los artistas los asuntos fatalistas, a los cuales concedieron hasta entonces escasa importancia.

En ese periodo de su vida, Goya concibe y realiza Los desastres de la guerra que tal vez sea lo más fundamental y extraordinario de su obra. Son estos admirables dibujos, donde el artista español une la energía del aguafuerte con la suavidad del aguatinta mediante maestría insuperable. La más enérgica, terrible, decisiva y vengadora diatriba contra la guerra.

Los desastres de la guerra era la protesta del espíritu español contra la barbarie francesa. Pero, ¿sería ésta únicamente la idea de Francisco de Goya al dibujar tales horribles bellezas o pensó de un modo más amplio y humano, prolongando su odio a los crímenes de guerra más allá de las fronteras españolas? No estaba equivocado Goya; México, Libia y los fantasmas de la ETA española, dos siglos después le dan la razón.

Goya pintó Los desastres de la guerra con pleno consentimiento de que habría siempre pueblos en guerra contra otros pueblos o entre ellos mismos; esa serie de cuadros espantosos que hablan de la crueldad del ser humano, de la que desconocemos su origen y casi todo,

¿Acaso en la guerra actual en nuestro país no es el hombre tan miserable, tan ruin y tan sanguinario como en las guerras anteriores?

¿Acaso la civilización ha servido de algo? No, se violan mujeres, se asesinan hombres indefensos, se mutilan cadáveres y, luego se decapitan, se incendian locales, las personas quedan sin hogar; los niños huérfanos y el hombre se une a los poderosos para empujar las guerrillas hacia la muerte.

No en balde el filósofo francés Jacques Derrida afirmaba:

“Sí, me dispongo a hablar extensamente de fantasmas, de herencia y de generaciones de fantasmas, es decir, de ciertos otros que no están presentes ni presentemente vivos, ni entre nosotros ni en nosotros ni fuera de nosotros, es en nombre de la justicia (natural).

De la justicia ahí donde la justicia aún no está, aún no ahí, ahí donde ya no ésta, entendamos, ahí donde ya no está presente y ahí donde nunca será, como no lo será la ley, reductible al derecho. Hay que hablar del fantasma, inclusive al fantasma y con él, desde el momento en que ninguna ética, ninguna política, ni pensable ni justa, si no reconoce como su principio el respeto por esos otros que no están todavía ahí, presentemente vivos, tanto si han muerto ya, como si todavía no han nacido.

Sólo desde el fantasma y con él es posible una diferencia entre la justicia y el derecho.