Opinión
Ver día anteriorSábado 29 de octubre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Una reforma penal democrática
D

urante muchos años, las organizaciones de derechos humanos, organismos y expertos internacionales exigimos una reforma penal que garantizara la vigencia de los derechos humanos en el país, de la mano con una reforma constitucional integral que estableciera el marco constitucional para tal efecto.

Lamentablemente, fuimos testigos de una reforma a nuestra Carta Magna, que si bien es positiva, no es lo suficientemente contundente o integral, ya que no derogó las violaciones constitucionalizadas que en 2008 se incorporaron a su texto. Estas modificaciones se dieron entonces en el contexto de una reforma penal que establece el sistema acusatorio y recogía en gran parte las exigencias de las organizaciones. Sin embargo, plasmó también un régimen especial que limita derechos a quienes son acusados de delincuencia organizada y permite la figura del arraigo.

En dichos cambios a la Constitución se fijó una temporalidad de ocho años para que tanto la Federación como los estados la implementaran y modificaran los códigos penales y de procedimientos penales, con el fin de establecer cómo los órganos de procuración e impartición de justica la aplicarán, teniendo en cuenta el nuevo modelo. Los estados de Chihuahua, Oaxaca y México han comenzado a aplicar el sistema con resultados diversos. Recordemos, por ejemplo, el caso que derivó en la muerte de la activista Marisela Escobedo, en Chihuahua. Sin embargo, todavía debemos esperar para tener un diagnóstico completo de la efectividad en la aplicación del nuevo sistema.

Lamentablemente, el Ejecutivo federal pretende aprovechar este lapso para la reforma de los códigos en materia penal, para tratar de imponer otra vez una propuesta que resulta, de nueva cuenta, en parte regresiva en materia de derechos humanos. En la propuesta de reforma constitucional de 2008 había planteado algunas figuras que afortunadamente no fueron aprobadas. Éstas incluían la facultad de los cuerpos policiacos para entrar a los domicilios sin orden judicial, diluían las facultades de investigación del Ministerio Público y autorizaban, además, la intervención de teléfonos y correspondencia sin la debida autorización judicial. Al parecer, quienes defienden esta política criminal, que impulsa en el país el derecho penal del enemigo, no cesarán en sus intentos por imponer un régimen autoritario, aunque esté probado que esa política no funciona.

Como muestra, basta ver el proyecto de reforma del Código Federal de Procedimientos Penales que presentó el Ejecutivo el 21 de septiembre y se discute en el Congreso. No sólo pretende recuperar esos nefastos elementos que ya mencionamos, sino que impulsa, entre otras cosas, un marco de investigación sin autorización judicial, que incluye el cateo por denuncia anónima, la revisión de personas y vehículos, y la intervención de comunicaciones entre particulares. El riesgo que corremos, además, frente a una reforma de este tipo, es que el nuevo sistema no garantice que los vicios e inercias negativas del sistema penal actual vayan a quedar en el olvido de manera automática. No, al contrario. Si bien el sistema acusatorio debe considerarse positivo, debemos estar muy atentos a los cambios que se proponen, toda vez que podrían llevarnos a uno más ágil y con mayor publicidad, con la presencia de jueces en todo el proceso y que acote las facultades del Ministerio Público, pero que siga derivando en violaciones al debido proceso y no respete principios como el de una defensa adecuada, o la igualdad de armas entre las partes.

El propósito de la reforma es precisamente garantizar que un acusado tenga la oportunidad de defenderse con pleno respeto a sus derechos, y, con el fin de que las pruebas que se desahoguen en el juicio sean las que determine la culpabilidad del indiciado, lo cual obliga al Ministerio Público a integrar debidamente una investigación. Sin embargo, para que esto funcione, y para dar certeza al proceso, requerimos de un Ministerio Público que investigue con eficacia, y de jueces con valor para hacer notar sus deficiencias. De no ser así, podríamos llegar a un punto en el que con pruebas insuficientes los jueces condenen de manera exprés, pervirtiendo una iniciativa que era bien intencionada. He ahí el riesgo de reformas basadas en la idea de resolver problemas sociales a través del sistema penal.

Las propuestas de incremento de penas, las facultades extraordinarias a cuerpos de seguridad, y en general las medidas regresivas en materia de derechos humanos, son completamente incompatibles con el nuevo sistema. Si no se tiene claro eso, estamos condenándolo al fracaso. El Ejecutivo no quiere darse cuenta de ello, e insiste en proponer medidas que limitan los derechos de la población.

De nada sirven las justificaciones del secretario técnico del Consejo de Coordinación para la Implementación del Sistema de Justicia Penal, cuando comenta que el sistema de detenciones sin orden judicial opera prácticamente en todos los países del mundo, sin reflexionar sobre el abuso que se da en el país de las prácticas excepcionales.

Debemos recordar que muchas de las mayores injusticias en la historia estaban amparadas en leyes que permitían el accionar arbitrario del Estado en contra de la sociedad. Nos corresponde a nosotros exigir una reforma adecuada, democrática, toda vez que la impunidad y las malas prácticas nos afectarán directamente.