Opinión
Ver día anteriorMartes 1º de noviembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El taller
L

as elecciones que los artistas realizan no son, en muchos casos, tan caprichosas e idiosincrásicas como pudieran parecer, pues en varias ocasiones corresponden a necesidades no tanto expresivas como de indagación de la imagen, tanto en el aspecto teórico como en el iconográfico, eso aun y cuando se trate de productos que denominamos abstractos.

Hace poco en estas páginas dediqué un texto a cuestionar una muestra colectiva que a mi juicio no logró mostrar valores genuinamente pictóricos.

Poco después, de manera sucesiva me enfrenté a dos cuadros de formato amplio que pude contemplar con tiempo holgado en el taller del artista que los trabajó. Al mismo tiempo impartía clases sobre el Siglo de Oro español en la Facultad de Filosofía y Letras, revisando decenas y decenas de imágenes.

Tal vez influida por esta actividad, hallé ciertas afinidades o filiaciones entre estos productos realizados el pasado octubre y lo que intentaba mostrar a mis estudiantes respecto de la estética de Velázquez.

La utilización de la perspectiva, las líneas de fuga múltiples, los reflejos especulares, la atmósfera de un taller, la iluminación, el uso parco del color.

El primero de los dos trabajos que vi es más pictoricista. La iconografía parte de una sencilla ilustración de periódico con la que el autor se topó. A partir de eso llegó a lograr que su cuadro retuviera de algún modo su origen, pero convertido en una pieza de primer nivel que bajo métodos contemporáneos y una administración coherente y matizada en cuanto a techné implica la síntesis convincente de lo que puede ser una buena pintura hoy día. Creo que llamaría la atención en galerías o pinacotecas de cualquier latitud.

Tan bien impresionada quedé con la obra, que intenté movilizar a colegas míos y hasta a un curador de museo a que la vieran, pero no con la intención de que fuera adquirida (eso es casi imposible), sino de que se exhibiera como pieza del mes.

Aunque obtuve pronta y muy respetuosa respuesta de mi interlocutor, el resultado fue negativo. Se me dijo que el autor de la obra en cuestión corresponde a la generación posruptura y eso no está dentro de los parámetros de exhibición propios de aquel museo, eso no obstante que el lapso de exhibición fuera breve.

Sin que esto sea una queja, sí quiero manifestar que cuando una obra es proclamada relevante, lo menos que puede hacer la persona a quien se interpela, más si se es funcionario de museo, es conocer el producto, pues dicho conocimiento depara dos ventajas: a) se calibra personalmente la posible valía de la obra en cuestión y b) al mismo tiempo se pone en tela de juicio la reacción admirativa de quien se lanzó a proponer la visión de la pieza, lo que equivaldría a cuestionar o avalar mi propia reacción ante la misma, cosa muy sana, pues equivale a ejercer la crítica de la crítica.

Inicialmente conocí las dos obras a las que aludo (la segunda está todavía en postrer etapa de su proceso) mediante imagen digital.

La primera me produjo, sobre todo, una reacción de curiosidad del tipo de: ¡Se ve atractiva e interesante, pero no hay que quedarse con esa impresión! Ya que es posible ver el original, hay que hacerlo.

No niego para nada la ventaja y el avance que supone conocer algo de inmediato por medio electrónico, pero la pintura no es como la música (aunque ver la música también es hermoso). Es necesario meterse dentro del cuadro observando la escala que guarda, sentir la propia reacción ante lo que se percibe, adentrarse en su atmósfera.

Me retiré del taller con una impresión más que satisfactoria: ¡Sí existe la pintura actual!, es, me dije, una de las mejores piezas figurativas que he visto en la década reciente.

Aunque desde hace tiempo tiendo al escepticismo, incluso respecto de mi propia actividad, en el aspecto de la crítica de arte sí creo que cuando alguien (cualquier persona del campo artístico) se enfrenta a un trabajo al que le ve cualidades, debe decirlo, cualesquiera que sean los prejuicios e inclinaciones propias.

Hay que reconocerlas, desde luego, y evitar que se inmiscuyan en la posible apreciación, pero no dejar que provoquen inhibición ante algo cuya escala y densidad le deparó no sólo gusto, sino admiración, no tanto por el artista cuanto por lo que llegó a lograr en esos precisos trabajos que obedeciendo a la propia visión merecen encomio.

¿Y qué es lo que uno suele pretender? Que otras personas lo vean, inclusive los colegas del artista, que se inserten en el imaginario de quienes se interesan en estas cuestiones, antes de que vaya a dar a un ámbito particular en el que sólo va a tener un público cautivo.