Opinión
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Aficionados y coleccionistas
E

vacuada en 1993 a causa de las reparaciones que exigía el deterioro del Grand Palais, la Feria Internacional de Arte Contemporáneo (FIAC) tiene de nuevo lugar en este monumento. Diversos actos se habían trasladado al Parque de Exposiciones, conjunto de locales situado en la periferia de París. La amplitud de estos hangares permite recibir a salones como los de la aeronáutica o la agricultura. Para la FIAC o el Salón del Libro, la situación fue discutible: sus participantes aumentaron a costa de la calidad. Mientras en el Salón del Libro se discuten costos, la FIAC no vaciló un instante en volver al hermoso palacio.

El Grand Palais, construido para la Exposición Universal de 1900 en el más logrado estilo de la Belle Epoque, con su gigantesca bóveda de vidrio y su estructura metálica, es sin duda el más hermoso recinto para una exposición artística temporal. Cierto, el fasto de este monumento da, de entrada, un viso de lujo a los actos que hospeda. La FIAC, veteada de connotaciones contrarias a la política correcta en boga, sobre la igualdad del arte o la democracia creativa, encuentra en el Grand Palais el lugar idóneo. Jennifer Flay, directora de la organización, no cesa de alabar la dimensión gran público y el carácter democrático de la feria, a pesar del aumento del precio de entrada. Sin embargo, el costo de las obras, para el visitante poco familiarizado con el mundo del arte, es aún más impresionante. Tres mil euros por una obra cualquiera parece caro; muy poco junto al costo de obras de artistas reconocidos internacionalmente: 100 mil euros por un Veilhan, para no hablar de piezas más antiguas, como un Calder de un millón 300 mil o los 4 millones de euros por un Kirchner. Más que ninguna otra manifestación cultural, la FIAC refleja las diferencias financieras y el abismo que separa al coleccionista del aficionado que no puede comprar obras de tales precios. Sin contar que coleccionistas y profesionales gozan de recorridos especiales e informes para inversionistas iniciados. El artista Alberto Sorbelli dice sin rodeos: Este género de institución adopta el mismo proceso que la religión bajo el papa Julio II. Es un instrumento de manipulación destinado a hacer creer que se puede comprar una espiritualidad y una eternidad desembolsando sumas de locura por las obras de arte.

Hace ya bastante tiempo, un amigo me dijo ser propietario de un tercio de un Leonardo da Vinci. En broma, alguien preguntó si iban a dividir el óleo en tres partes. O si, ante el juicio salomónico, dos dueños cederían sus partes para conservar la integridad de la obra. De hecho, se trataba, según este testimonio, de un sistema de propiedad compartida del valor financiero de una obra encerrada en el cofre de un banco.

Tiempo después, en Montreal, supe que se rentaban obras como un Matisse, un Picasso, un Bacon por un día. El arrendatario de la tela podía lucirla a sus amigos en una fiesta o encerrarse a solas con ella para contemplarla a su anchas durante 24 horas.

Como el arte sigue siendo una inversión segura, a pesar de la actual crisis financiera, un grupo de galerías, y no de las menos importantes, ha recurrido a un método, no original pero raro, para satisfacer a un público menos opulento deseoso de ingresar en el selecto mundo de los coleccionistas. Este método, favorecido por la inclinación a la propiedad de los seres humanos, consiste en dividir el costo de una obra en cien partes puestas a la venta en el mercado. Al sentimiento de posesión virtual, se agrega su real posesión durante un mes si se adquieren cinco partes. Sin contar, pujan los vendedores, que siempre puede venderse con ganancias la parte comprada o adquirir algunos trozos más de la obra.

El propietario de 5 por ciento expondrá la obra en sus paredes durante un maravilloso mes. El esnob podrá hacerse envidiar por sus amistades. El calculador, con suerte, seducirá a su banquero. Habrá quien goce al contemplarla. Alguien que la mire.