Opinión
Ver día anteriorDomingo 13 de noviembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La reforma política en el lodazal
Q

ue vivimos momentos de confusión extrema en México lo viene a demostrar el modo en que se sigue discutiendo (o hablando, porque ni siquiera se puede discutir) en torno a la reforma del Estado. La actitud de los actores políticos y su actuación, rayanas en la irresponsabilidad, no logran salir de un miserable toma y daca que no conduce absolutamente a nada y, en realidad, cada vez pervierte más los mismos temas de la reforma. A leguas se puede ver, sin necesidad de esforzarse, que todos tienen objetivos o saben qué es lo que buscan con sus propuestas; pero de inmediato se percata uno de que lo que no tienen esas propuestas son verdaderos fines reformistas.

Todos hablan de la reforma política, todos quieren la reforma política (la reina de todas las reformas, se ha llegado a decir) y, a la vez, todos la rehúyen (alegando siempre intereses o pretextos parciales) porque, al no saber, la mayoría de las veces, cómo la quieren ni hasta dónde pueden llegar en sus negociaciones, al final todos la olvidan, todos le temen y todos la anulan. El reciente y último intento que aún no termina se ha exhibido como un ridículo y mezquino torneo de temores, miedos e insensateces. Y las cámaras del Congreso han actuado siguiendo en todo momento el guión del bueno y del malo, el héroe y el villano, cada una por su lado. El Senado fue el bueno y la Cámara de Diputados el villano.

En el pasado, la audacia y el arrojo corrían por lo general a cargo de los diputados, porque en su corporación había mayor representatividad y mayor pluralidad de las fuerzas políticas. Ahora resulta que esos representantes del pueblo son, en su mayoría, un montón de timoratos conservadores y pusilánimes que tienen pavor de cualquier cambio que ponga en entredicho los privilegios o los intereses que ellos representan y defienden. En el Senado ahora se busca avanzar y renovar (aunque eso es más un decir que una realidad), mientras que de la Cámara de Diputados cabe esperar, con toda puntualidad, una reacción conservadora (termidoriana).

En el fondo, el Senado mandó en minuta a la Cámara una propuesta bastante envenenada, que era ya de por sí una invitación velada a los diputados para que recularan desvergonzadamente ante los cambios. Que la consulta popular, como se proponía, requiriera de un número excesivo de firmantes para solicitarla (un millón de firmas, cosa que incluso para un gran partido es difícil de cumplir), era hacerla nugatoria. En ese mecanismo se ha basado la maniobra de hacer una buena propuesta que resulta, al fin y a la postre, invalidada en su misma raíz. Pero es sólo un ejemplo.

La reforma política, es lo trágico, nunca se ha visto como la oportunidad de un mejoramiento de las instituciones del Estado y una ampliación necesaria de nuestro régimen democrático. Reformar al Estado, más bien, ha equivalido a convertirlo en enemigo de la democracia y del pueblo de ciudadanos. Lo que quiere decir que la reforma se piensa y se hace temiendo al pueblo y a la participación ciudadana en la política. En teoría, representa, a no dudarlo, una limitación progresiva del poder arbitrario de quienes manejan el Estado y un reforzamiento (empoderamiento, diría una célebre ignorante) del poder de decisión de los ciudadanos. Siempre se buscará limitar el poder del Estado.

Su equivalente puntual será el aumento del poder de decisión de los ciudadanos. Y ése es el temor con el que nuestros gobernantes y nuestros legisladores enfrentan el tema de la reforma (o, por mejor decir, las reformas) del Estado. Se concede lo marginal o secundario y sólo cuando ya no se puede hacer otra cosa se enfrenta lo que es fundamental. Las candidaturas independientes, propuesta de intelectuales desencantados de los partidos, son como quitarle un pelo a un gato. Ya se verá, cuando llegue la ocasión (si es que llega) de una candidatura independiente fuerte y respaldada por la ciudadanía, que de inmediato se formará en torno de ella un aparato burocrático que hará el papel de los partidos.

También es cierto que las reformas se buscan para reforzar algunos de los poderes del Estado que se contraponen al desarrollo democrático del mismo y de la sociedad, en especial, es la moda, los poderes del presidente que, interesadamente, se presentan como si el titular del Ejecutivo estuviera maniatado y no pudiese gobernar. Si no gobierna es por su ineptitud para atraer a las diferentes fuerzas políticas en apoyo de sus propósitos. Obligar al Congreso a dictaminar y aprobar o rechazar un número determinado de iniciativas presidenciales no necesariamente querrá decir que pasen y, lo más probable, sobre todo en tiempos borrascosos, será que no pasen.

No cabe duda de que la ratificación por el Legislativo de los nombramientos de funcionarios que hace el presidente, será beneficiosa porque implica un control necesario de las determinaciones del Ejecutivo que puede llevar al mejoramiento de sus funciones y a evitar vicios tan comunes como el nepotismo o el tráfico de influencias. En esta ocasión se aprobó que los miembros de ciertas comisiones del área administrativa sean sujetos de ratificación por parte del Senado (Reguladora de Energía, Telecomunicaciones y Competencia). Pero esto tampoco entra en el campo de lo verdaderamente importante.

Adicionar el artículo 84 constitucional con el agregado de que el secretario de Gobernación sustituirá en primera instancia al titular del Ejecutivo por falta absoluta de éste es más una mera ociosidad burocrática que una auténtica reforma. Tal y como está y con todo lo imperfecto que pueda parecer, ese precepto no da lugar a lo que tanto se teme, que es un vacío de poder. Tiene, se podría agregar, la virtud de que, a falta del presidente, el verdadero poder decisorio lo asume el Congreso, pues a su cargo queda conducir la sucesión hasta que el pueblo vuelve a decidir en las urnas.

El tema de la relección de legisladores ofrece un lado oscuro. Mucho se habló de que, con una ampliación del tiempo en que ellos actúan, su experiencia y su capacidad en el cargo aumentarían hasta llegar a lo que se dijo sería un verdadera profesionalización de nuestros congresistas. Aquí lo que intriga ha sido esa sucesión de bandazos a los que nos tiene ya acostumbrados el PRI y, en particular, también su principal carta fuerte para las elecciones, Enrique Peña Nieto. Hubo un momento en que él declaró no estar convencido de la bondad de la propuesta. Cómo fue que su partido asumió ese criterio es algo que ningún priísta se ha dignado explicarnos.

Ahora se nos promete que el Senado volverá a ser el chico bueno y que le va a enmendar la plana a los diputados conservadores. Será cosa de verlo.

Perlillas. Escribir artículos periodísticos conlleva, casi siempre por la premura, el riesgo de cometer errores que sólo los correctores pueden subsanar. A veces se trata de errores frecuentes: por ejemplo, cuando se escribe que alguien se abroga el derecho de (abrogar quiere decir suprimir por entero un cuerpo de ley), en lugar de se arroga el derecho de; o bien cuando se conjuga el verbo asolar y se dice que hay elementos que asolan al país, pues, tratándose de un verbo irregular, lo correcto es decir que asuelan al país.