Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Juego de tres

I. Vía corta

L

eonor es la única que no platica durante las horas de trabajo en la sastrería. Llevamos muchos años de conocerla y estamos acostumbrados a que viva metida en su silencio. Hay días en que de pronto, por motivos que nadie imagina, empieza a hablar de algo que sucedió hace mucho tiempo; sin embargo, ella lo tiene tan presente como si hubiera ocurrido ayer.

Siempre comienza haciéndose la misma pregunta: Yo, ¿cómo iba a saber? Pronuncia las palabras con decisión, aplicando todas sus fuerzas para darse valor y reconstruir el momento en que su hijo Daniel quiso saber: ¿Cuándo regresa mi papá?

Imposible decirle la verdad: Nunca. Porque a tu padre lo mató una sombra. Así describieron los testigos del crimen al hombre que disparó contra Narciso y desapareció en la oscuridad sin dejar huella. Aún no han podido atraparlo. Anda libre, tal vez orgulloso porque de su violencia nacieron una viuda y un huérfano.

Leonor cambió esa verdad por otra igualmente cruel, pero que al menos no tenía el olor de la pólvora: Daniel, prométeme que vas a ser valiente y a portarte como un hombre. Escúchame bien: tu papá no volverá. Se fue. Daniel quiso saber adónde. Al cielo. ¿Y cuándo puedo ir yo?

En cuanto llega a esas alturas del recuerdo, Leonor se ríe como imagina que lo hizo aquella mañana antes de responder a la inocente pregunta de su hijo: Dentro de muchos años, cuando ya seas un viejito como tu abuelo y te mueras. Daniel preguntó si podía morirse antes. Leonor le dijo que no, imposible.

Unas horas más tarde Daniel se arrojó desde la azotea. Inerte y desangrándose, tendido en la banqueta, le demostró a su madre que para un niño de seis años es posible llegar al cielo antes de recorrer toda una vida. Y todo para encontrarse con su padre.

II. En peligro de extinción

Me regalaron un cedé en donde están registrados sonidos en peligro de extinción. El inventario abarca lenguas indígenas, animales y oficios. Jamás he escuchado el kiliwa, lengua de la que sólo quedan 29 hablantes, pero ya puedo imaginarme el pavoroso silencio que envolverá al último de ellos.

Sea hombre o mujer, la soledad alargará sus días. Los gastará yendo de un lado a otro, deteniéndose a hablar con los árboles, los perros, las gallinas, las piedras y hasta con su propia sombra para no enmudecer ni olvidar. Las noches del sobreviviente serán aún más prolongadas. Es posible que el último de la comunidad vaya a pasarlas repitiendo su nombre y los nombres de sus antepasados, contándose su vida, musitando rezos, inventando cantos, gritándole a la muerte que ya venga por él.

Al fin llegará la hora en que el solo-desde-hace-mucho-tiempo articule por última vez la palabra final en kiliwa. En ese momento su vida y su lengua serán polvo y después nada. ¿Cómo se dirá nada en kiliwa?

En el segundo capítulo del cedé aparecen otros seres amenazados: el quetzal, el ocelote, el jaguar, el manatí, la rana de árbol yucateca, la víbora de cascabel, la foca de Guadalupe y la ballena azul. Es el animal más grande del planeta. Su desaparición dejará un vacío y un eco en las profundidades del océano. La Tierra será menos azul.

Acerca de los oficios en riesgo de extinguirse trata la última sección del cedé. El cómputo selecciona, entre otros, los trabajos de afilador, organillero, mecanógrafa y campanero. Ese registro adelanta la nostalgia que sentiremos por el encanto del caramillo, la música del cilindro, el sonsonete de las teclas y los viejos tañidos que anuncian la mañana.

A ese archivo inquietante podríamos agregar otro sonido en peligro de perderse: el de las palabras. En las casas, en los comercios, en la calle se escuchan cada vez menos y siempre las mismas. El espacio de su incomparable sonoridad es invadido con frecuencia amenazante por los picotazos en el teclado de nuestras blackberrys. A través de ese medio prodigioso podemos decirlo todo a gran velocidad –desde una receta de cocina hasta una mala noticia–, pero siempre en ausencia, sin abrir la boca y en silencio como fantasmas.

Así como hay ambientalistas que desfilan con carteles pidiendo el rescate de una especie animal o vegetal debería haber grupos de manifestantes que actúen bajo una nueva consigna: Salvemos a las palabras y su derecho a ser pronunciadas. Tal vez sin el sonido verbal que nos humaniza nosotros mismos estamos en peligro de extinción.

III. Tardeada dominical

Poco a poco y contra su voluntad, don Gilberto ha tenido que vender todo lo que adquirió en sus buenos tiempos, cuando se le consideraba uno de los más brillantes directores de orquesta. Primero se deshizo de las obras de arte compradas en La Lagunilla y en la Plaza del Ángel, después de los muebles que supuso antiguos y a la hora de ofrecerlos resultó que sólo eran viejos.

Lo último en salir de la casa de don Gilberto fue el piano. Antes de que los cargadores lo subieran al camión de mudanzas dio un concierto en la calle. Mientras encabalgaba las melodías recordó las tardeadas dominicales que animaba con su orquesta. Quedan sólo nueve integrantes. Están viejos como él y ya nadie los contrata, pero se mantienen fieles a la música y a don Gilberto. Lo visitan regularmente para darse el gusto de interpretar las viejas melodías que ya no se recuerdan.

Los músicos se presentan los domingos por la tarde con sus viejos uniformes y la misma puntualidad que observaban cuando iban a tocar a los salones de baile bajo la dirección de don Gilberto. Algunos llevan sus instrumentos. Quienes no los tienen están dispuestos a imitar el sonido de un bajo, un clarinete o una batería con su boca, sus manos y sus pies.

Siempre que va a recibir a sus antiguos músicos don Gilberto se calza los zapatos de charol que usaba cuando se vestía de traje oscuro para dirigir ante un público infatigable y ávido. Mucho antes de que comenzara el baile daba órdenes e insistía en el repertorio, lo mismo que ahora. El decide qué se van a tocar y en qué tono.

El concierto se prolonga hasta donde llegan las fuerzas de los músicos. Poco a poco van quedándose dormidos sobre sus instrumentos, con la mano suspendida en el aire o con la boca abierta a mitad de un compás de Triste mariposa o Té para dos. Son los números predilectos de don Gilberto… Con ellos abría y cerraba sus tardeadas, entre aplausos y gritos. Respeta ese orden, aunque ya no tengan más público que las moscas y las cucarachas.

A las nueve en punto los músicos se despiden. Cuando se queda solo otra vez, don Gilberto arregla un poco la sala. Antes de apagar las luces mira cómo se reflejan en la punta de sus zapatos de charol. Le basta con eso para sentir que la noche se llena de música y de aplausos.