Opinión
Ver día anteriorJueves 17 de noviembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Claudio Obregón
H

e de confesar que no fuimos amigos íntimos, de esos que comparten confidencias, alegrías y pesares, aunque desde luego supe de su orgullosa paternidad y otros asuntos suyos. Nos tratábamos amistosamente cuando nos encontrábamos en un estreno o coincidíamos en alguna propuesta, como fue la ya difunta Academia Mexicana de Arte Teatral y aun entonces nuestra charla giraba alrededor del teatro o de alguna situación política: recuerdo su frustración y tristeza ante el golpe militar contra Allende y su alegría esperanzada cuando se formó el SAI. Y aunque dejó al final de su vida militancias al sentirse defraudado por algún partido, nunca abandonó su convicción de que una sociedad más justa es indispensable.

No podría hacer una cabal semblanza de Claudio porque mi relación con él fue siempre la de un actor notable y su admirada espectadora, que primero se fijó en su voz y su gran presencia escénica y luego fue descubriendo algo de sus matices actorales. A través de los años fui confirmando mis primeras impresiones, porque Claudio Obregón pasó de ser un joven apuesto a ser un viejo apuesto, pero nunca cifró en este don de la naturaleza sus muchos y merecidos éxitos. Su verdadero don era de otra clase, la cualidad de ir más allá de la técnica –aunque técnica sí que la había– en cada personaje que lo habitaba, muy distinto al anterior y al que habría de seguirlo. Todos personajes diferentes, todas actuaciones diferentes a no ser por la gran calidad con que eran encarnados.

En el largo camino que anduvieron actrices y actores para ser reconocidos como creadores y no como meros intérpretes, Claudio era uno de los ejemplos que primero acudían a nuestra mente porque, con muy pocas excepciones, con cada papel que se le encomendaba, él hacía una creación muy difícil de igualar. Sin necesidad de maquillajes y prótesis u otros elementos externos que usarían actores de menor capacidad, encontraba a su personaje en su interior, en su cultura y sensibilidad. Aun como la reina Elizabeth I de Inglaterra de la curiosa obra Contradanza de Francisco Ors, su excesivo maquillaje fue necesario para identificarlo con la iconografía de la maquilladísima soberana, tan necesario como las vestimentas reales y demás elementos externos, aunque la elaboración interior del personaje fue una muestra más de su capacidad actoral.

Es sabido que un factor que identifica a los buenos actores es la manera en que escuchan los parlamentos de sus compañeros, pero también en esto hay rangos. Los silencios de Claudio Obregón eran notables y me resultaron más perceptibles que nunca en su rol de Niels Bohr en la obra Copenhague de Michael Frayn y a partir de ahí fueron un elemento más para analizalo. A propósito de esta obra, hay que recordar que en una representación el actor tuvo una caída y a resultas de ello se rompió un brazo pero, llevado de su gran profesionalismo, siguió actuando como si nada hubiera pasado. Ésta es una anécdota que me fue narrada por Julieta Egurrola y ha de haber muchas más que pueden contar sus compañeros de escena.

Nos ofreció un aguerrido obrero como Vanzeti en la obra de Vincen Zuna y un Casanova viejo y cansado en Casanova o la humillación de David Olguín, un Herodes cruel y libidinoso según Salomé de Oscar Wilde y las dos facetas –de monarca autoritario a viejo enloquecido y despojado de todo– del Rey Lear shakespereano en cuya escenificación, por cierto, evadió toda grandilocuencia y dio una vez más cátedra de actuación. Personaje culto en la obra Los emigrados de Mrozek y zafio personaje en El retablo de Eldorado de Sanchis Sinisterra, se podrían seguir citando muchos más ejemplos de sus contrastantes actuaciones. Se me dirá que los actores deben encarnar múltiples personajes y yo respondo: ¿Con la misma altísima calidad? ¿Todos son como Claudio Obregón?

Actor de número de la Compañía Nacional de Teatro, para la que también realizó muchas actuaciones y apoyó en talleres a sus compañeros más jóvenes, los dioses le concedieron el deseo de todo buen actor: su último trabajo, Ham de Endgame de Samuel Becket –que tradujo y propuso a la Compañía– lo mostró en todo el esplendor de su arte y así lo recordaremos, ya viejo y enfermo, pero en pleno ejercicio de ese don inigualable que lo convirtió en un grande de la actuación.

Palabras leídas en el homenaje que la Compañía Nacional de Teatro le rindió a un año de su muerte