Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 20 de noviembre de 2011 Num: 872

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Cioran y la sorna
de la ironía

Enrique Héctor González

El gabinete de los monstruos
Eduardo Monteverde

La mirada poética galvaniza cada palabra
Ricardo Yáñez entrevista con Claudia Berrueto

La sombra como tormento
Hugo José Suárez

Metáforas de una
guerra imperfecta

Gustavo Ogarrio

No me dejes olvidar
tu nombre, Bola

José Antonio Michelena

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Ana García Bergua

Cuaderno de dudas

Fue hace muchos años. Alrededor de nosotros, escolares de secundaria, un maestro de civismo, de talante agrio y traje gris, bisbiseaba con tedio infinito los artículos de la Constitución mientras nos daba vueltas como un moscardón polvoso, bajo el calor pesado de aquella mañana escolar. Ya no recuerdo las palabras de aquel maestro, pero lo que no olvido es el refugio que encontraba en mi cuaderno. Anotaba por fuerza lo que él decía y, mientras, en un rincón de la hoja, dibujaba una lamparita con mucho detalle. Una lámpara que iluminaba aquella mañana soporífera, hasta que el profesor la descubrió e hizo un comentario sarcástico. Sentí vergüenza, abandoné mi dibujo, copié los artículos de la Constitución y mi venganza, quizá, al cabo de tantos años, es recordar mi cuaderno de manera tan vívida y presente.  

Se habla mucho del fin de los libros, pero me da por pensar en lo terrible que sería que se acabaran también los cuadernos, con sus páginas suaves llenas de recovecos, sus rayas generosas que suelen guiar o perder los pasos de la escritura, llevándolos a márgenes desconocidos. Cuando el papel se acabe y se prohíba, ¿dónde aprenderán a escribir los escolares, convertidos desde pequeños en esforzados tecleadores?, ¿dónde se refugiarán? El cuaderno sabe que la mano se pierde junto con la cabeza, pero los guía y les da refugio: una página blanca y nueva a la vuelta de la esquina para volver a empezar. Un cuaderno es el mapa y el descanso del niño que apoya en él su mejilla y duerme para soñar sueños caligrafeados. El cuaderno de los jóvenes guarda el nombre de la persona amada, trazado en momentos de desesperación y borroneado después, como un latido secreto que sólo siente el que lo escribió. O las letras del propio nombre dibujadas en la cubierta como un primer homenaje memorable e inaugural a uno mismo. Uno estaba en su cuaderno, y si no, ¿de dónde la angustia ante el cuaderno robado y lanzado de mano en mano por todo el patio escolar?

De la intimidad de los escolares con su cuaderno nacen otras intimidades, un saber estar con uno mismo que se prolonga de otras maneras. El cuaderno escolar es el preludio del cuaderno del escritor, de Josep Pla o Salvador Elizondo, ese cuaderno que a veces se convierte en libro, pero ante todo guarda la intimidad de nuestras ideas, acepta generosamente nuestras lágrimas y el café que se le derrama sin querer en la exaltación, sus tapas son las puertas de una casa propia que se abre y cierra sólo para nosotros. Muchos cuadernos no se llenan jamás y se guardan año tras año, como vida y trabajo sin concluir, vidas pendientes de releerse y continuarse. Cuadernos donde habitan juntos la letra y el expresivo garabato, donde se inserta el papelito, el boleto, el teléfono que tanto nos importa, un dibujo de nuestra hija o hijo.

¿Se acabarán, tarde o temprano, los cuadernos? He visto escritores de cuadernos, de hojas, de máquina y de pantalla: antes fui de los primeros, pero me convierto irremisiblemente en uno de los últimos. Sin poder mantener cerradas las ventanas de internet mientras escribo, culpa de extrañas y modernas obligaciones, siento que trabajo en una sala, rodeada de amables desconocidos, mientras que trabajar en el cuaderno es hacerlo solo, en la habitación. Una sala infinita y de blanco vertiginoso. Quizá por eso los cuadernos de artistas plásticos no acaban de funcionar: a la hora de exponerse a la vista del público –cosa imposible en su totalidad, si no se pueden hojear, en los museos y las galerías–, los cuadernos pierden su razón de ser.

Es posible que, cuando mueran del todo los libros y los cuadernos tal como los conocemos, los niños recibirán tabletas electrónicas para teclear en ellas sus primeras letras. Será como retornar a las tabletas de arcilla donde grababan los antiguos sus historias y hacían sus cuentas. Como dibujar en la arena con un palito. Y junto a esta simplicidad –que tiene una belleza minimalista, hay que admitirlo–, los cuadernos con sus cien hojas y las rayas o los cuadros que guían manos errantes, propensas a perder el camino, dan la impresión de ser un lujo, un derroche de materia, un acordeón gigantesco, frente a un futuro inmaterial de tocadores de pantallas y, después, quizá, de tocadores de aire que extrañen la frescura del cristal líquido. De sólo pensar en que desaparezcan los cuadernos con su par de puertas que abren y cierran a voluntad nuestro más personal país, ya los añoro, y eso que tengo muchos.