Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 20 de noviembre de 2011 Num: 872

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Cioran y la sorna
de la ironía

Enrique Héctor González

El gabinete de los monstruos
Eduardo Monteverde

La mirada poética galvaniza cada palabra
Ricardo Yáñez entrevista con Claudia Berrueto

La sombra como tormento
Hugo José Suárez

Metáforas de una
guerra imperfecta

Gustavo Ogarrio

No me dejes olvidar
tu nombre, Bola

José Antonio Michelena

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Mano de enano acondroplásico

El gabinete de
los monstruos

Eduardo Monteverde

Los enanos crecen siendo metáfora y, a la larga, comprenden su significado de metonimia, sinécdoque y alegoría; son entes biológicos a la vez que gramaticales. Su microcosmos es un error de la vida y el macrocosmos un error del pensamiento de quienes los rodean. ¿Por qué causan hilaridad, aterran y son comparsas de toda obra de arte? Porque son monstruos y mostrarlos alivia los malos agüeros, las peores intenciones de la superstición aun en la era de la ciencia, y no todos llegan al circo, la mayoría se queda en el frasco de un laboratorio después de un aborto espontáneo. En la construcción social y en la del arte, la distancia entre lo monstruoso y el promedio son los tamaños sin más cuantificación que la de inmenso o ínfimo. En la patología se miden las probabilidades de sobrevivencia sin importar la calidad de la vida.

Todo monstruo tiene raíces naturales y verificables. Tienen algo de más o algo de menos, y es una minoría la que sobrevive y se adapta. El enano tanatofórico dura unas horas después de nacer; los enanos primordiales viven más, están hechos a menor escala que lo normal y suelen aparecer como pequeñuelos. Los acondroplásicos son normales en los circos, a veces con aire de clown siniestro. Los fenómenos de la mitología sobreviven para ser adoptados por la imaginación. La Ilíada y la Odisea son cuna literaria de monstruos; también un acervo para la genética que toma sus nombres y metáforas, porque en realidad existen. En la naturaleza hay cíclopes; mueren al nacer o poco después sin convertirse en gigantes descomunales. También hay criaturas que nacen sin cabeza, como las descritas por Isidoro de Sevilla, y son descartados de inmediato. Las sirenas son una rarísima fusión de las piernas; después de un calvario de cirugías fallecen por trastornos del riñón. Los orígenes de los hombres pez y los anfibios son ubicuos, sincrónicos y marchan a lo largo del tiempo, como sus pares, de la tradición oral a la escrita, al cine, a la fotografía y a la política. En el año 493 nació en Rávena un niño con forma y piel de pez, hocico anhelante, ojos saltones. Mal augurio; ocurrió cuando Odoacro destronó a Rómulo Augústulo y acabó con el imperio romano de Occidente. El nacimiento del niño pez determinó su muerte. Se coronó como rex Italiae y poco después el mal augurio se cumplió al ser el rey asesinado.

Muestra y demostración

Monstruo, del latín monere, “advertir”, “avisar”, “recordar”, es lo contrario de demostrar, con el prefijo de que es “alejarse”, “separar”, “quitar”, “disecar para conocer”; pero la historia de las ideas no va siempre a la par con la certeza. Las demostraciones en el orbe se empezaron a mostrar a partir del siglo XVIII con la experimentación y las leyes de la naturaleza. El mal que explica la superstición de Odoacro pudo ser ictiosis laminar congénita, enfermedad genética, fatal y muy rara.


Niña de cuatro años con enanismo primordial

La extrañeza por lo extraño está asociada a la emoción de la sorpresa descrita por Darwin como una adaptación animal, y en la imaginación, como un derivado pesimista para prever o huir de lo imprevisto. Cuando lo inesperado se vuelve costumbre deja de ser temido. Pero en lo cotidiano la biología se tuerce en el imaginario popular, donde el sentido común gravita a favor de las creencias. El exceso o la deficiencia siguen siendo el eje de la sorpresa, igual que en la literatura o el cine. Julia Pastrana era excesiva en su pelaje, una de las rarezas más aclamada del siglo XIX: La Mujer Mandril que le dio fortuna a su marido y empresario circense. La exhibió por toda Europa en circos y hoteles de lujo. A los treinta años parió un niño cubierto de pelusa y ambos murieron de septicemia. El esposo los mandó embalsamar y siguieron de gira. Hoy se sabe que los hombres lobo tienen un trastorno genético incurable, como gran parte de las curiosidades de gabinete tan aisladas que la industria farmacéutica no invierte en la investigación.

El lugar común no ha sido superado en las creencias y el folclor sigue teniendo mucho de siniestro. Lo que no es válido en la ciencia lo es en la ficción; son diferentes dominios o “magisterios”, siguiendo la ironía de Jay Gould para clasificar los terrenos superpuestos de la religión, la política y la ciencia, que no se excluyen. En la historia humana los “magisterios” se hibridan como un monstruo en el abanico de los razonamientos que empezaron con el animismo, seguidos del empirismo, el razonamiento inductivo deductivo, el hipotético deductivo, y van, hasta hoy, con métodos algorítmicos informáticos para entender a los monstruos.

Simetría

Dichosos los que escriben de monstruos, o los filman, retratan, estudian o representan sin tener deformación. En esa tristeza de lo superfluo hay niños que nacen con dos cabezas, por lo general una en el abdomen, en la embriología distuerta del desarrollo embrionario. La cola vestigial es un residuo de extremos, más vértebras de las que se necesitan. El aumento de tejido fibroso alrededor de los nervios forma los tumores del Hombre elefante. Más piel en la frente da pie (sic) a los llamados “cuernos medievales”. El microscopio dirá que se trata de queratosis actínica, carcinoma epidermoide, queratosis seborreica o carcinoma baso celular. El lenguaje de la óptica profunda se adapta al mundo a otro ritmo que el de las creencias y la costumbre. La palabra mutación campea ya más en el imaginario popular que en los laboratorios. Nada inquieta más que la ruptura de la simetría. En la mitología y sucedáneos los monstruos tienen un eje. El Premio Nobel de Física, Leo Lederman, trata y estudia a la simetría como si fuera la belleza del universo presente en la astronomía, cosmología, la danza, los minerales, la poesía o la arquitectura. Cuando hay algo fuera de la norma, un eje diagonal que brota de la escuadra armónica es tan aterrador, que los monstruos asimétricos rara vez aparecen en la ficción. La pérdida de la simetría, que al parecer es un instinto, perturba más que la pérdida de la sombra. “¡Tigre! ¡Tigre! Ardiente resplandor/ en las selvas de la noche;/ ¿qué inmortal mano o qué ojo/ puede enmarcar tu temida simetría?”, William Blake. Sería innombrable que la simetría escapara.

El espejo del monstruo y la creación

Ante un espejo es inevitable ser espectador y no basta cerrar los ojos. La imagen está ahí. Se ve luz aunque no sea tan fácil decir qué es la luz. Drácula no se refleja, difícil probabilidad óptica y gracejada de la ficción. El mal que puede estar detrás de su mito es la porfiria cutánea tardía. Es una enfermedad de bioquímica compleja pero menos tortuosa que las explicaciones de la ficción sobre vampiros. Los problemas de las artes en general resultan endemoniadamente más complicados de lo que parecen cuando son explicados. Las porfirinas son cosa sencilla, moléculas orgánicas con un anillo tetrapirrólico, asociadas al anillo hem de la hemoglobina, para transportar oxígeno. La ciencia escatima, la ficción exagera. Los enfermos de porfiria presentan una reacción anormal a la luz, la piel se ulcera por el paso de la radiación ultravioleta. Hasta el siglo XIX eran personajes nocturnos, algunos con brotes de pelo en la cara, simétricos. Para algunos folcloristas es también uno de los orígenes de los hombres lobo. Es más sencillo el abordaje de las moléculas, la aplicación de la navaja de Occam, que elige la hipótesis más sencilla entre las complejas. Para escudriñar la naturaleza todo es cuestión de empezar bien y afeitar lo que sobra. En la ficción el principio o el final pueden ser fallidos y la entraña es lo que salva, aunque sea mentira: “Existe la mentira que revela la verdad: esa es la ficción literaria; luego la mentira que no pasa de ser mentira…”: Philip Roth. En la ciencia hay algo mucho más sencillo que las metáforas de las humanidades y la sabiduría popular del lugar común.

Final de novela ejemplar

La persistencia de los monstruos en la ficción de la sociedad contradice a la materia. En la naturaleza de sus genes hay rasgos de poca adaptación para sobrevivir. Frankenstein fue gestado por definición y sin que lo supiera su autora, con la erupción del volcán Tambora en Indonesia en 1815. Las cenizas llegaron a Europa un año más tarde, en “el año sin verano”. Eran las vacaciones en el Lago Ginebra de los Shelley, con un clima sobrecogedor que inspiró la historia del monstruo, un producto de la selección artificial de cadáveres y un artilugio literario. Por anatomía la criatura difícilmente hubiera podido ser un enano, que ellos se prestan más a las probetas. En la ribera del Rin hay un castillo de una familia Frankenstein que Mary Shelley visitó; estuvo habitado por el alquimista Conrad Dippel a principios del siglo XVIII, quien dejó una leyenda como experimentador con cadáveres, medio de la resucitación con la piedra filosofal. Shelley quizás oyó la historia y la adaptó como un buen salvaje roussoniano.


Escena de la cinta Frankenstein contra el Hombre Lobo con Bela Lugosi
A principios del siglo XIX empezó un furor mortis en la alta sociedad inglesa. De la horca eran bajados los cadáveres aún con las últimas palpitaciones y de inmediato un doctor les aplicaba corriente. El rostro hacía muecas.

Uno de esos médicos fue James Lind, primo y homónimo del médico marino que descubrió la curación del escorbuto. Habitaba una mansión decadente en Windsor, con un laboratorio que era a la vez un residuo de los alquimistas. Repleto de fósiles que empezaban a narrar la historia de la tierra y aparatos con mecanicismo de futuro. Fue mentor del poeta Shelley cuando éste entró al colegio de Eaton.

A la vuelta del siglo XVIII, y como secuela de la revolución industrial, el mecanicismo y la filosofía de la naturaleza se consolidaban la Ilustración, la revolución científica y se aproximaba el materialismo. Fue una era de confusión teológica en la que convivían los creyentes en el diseño divino con la Teología Natural, de William Paley, coexistiendo con las creencias de Newton o Boyle, quienes buscaban cómo Dios había creado las leyes de la naturaleza.

Cuestionaban el Renacimiento detenido en las eras doradas de lo clásico, para explicar las fuerzas que movían al mundo en una especie de primum mobile cristianizado. Todo tenía que ser limpio y con un engranaje efectivo, a diferencia de la maquinaria de Da Vinci, que no funcionaba porque el genio no era buen matemático, decían los postrenacentistas. Echar adelante el Renacimiento fue una tarea ardua e incompleta, para vaciar al Medievo de sus monstruos.

En 1814 el físico y matemático Laplace proclamó que la idea de Dios no era necesaria para entender la naturaleza. Su fallo estuvo en que no siguió las lecciones de la selección artificial, que empezaba a ser estudiada, y no le dio una pareja. Es un capítulo truncado de una Biblia naturalista. Mary Shelley nunca menciona la electricidad. Esto es producto del director de cine británico James Whale, quien lleva a cabo la profecía incumplida del doctor Frankenstein y darwinianamente le construye una pareja en La novia de Frankenstein (1935). Uno de los personajes es el doctor Pretorius, hacedor de enanos que habitan su microcosmos en frascos de laboratorio. Pretorius obliga a Frankenstein a crear una pareja para el monstruo gigante. Pero ella lo aborreció, ambos perecieron y se acabó la estirpe. Todo en una historia ejemplar de enanos y gigantes, donde la gente pequeña es sólo regular, con aproximaciones en una perspectiva diferente, un escorzo de la sociedad y la naturaleza que en honor a los enanos ha obrado la nanotecnología, el universo a la milmillonésima parte del metro que alcanza esa gente pequeña. Son las mismas otredades de Montaigne: “Por haberme acostumbrado a vivir mi vida en la de los otros…” Se aplica al misterio de Frankenstein, que no es el monstruo en sí mismo, sino ¿un error médico, ¿una iatrogenia?, ¿experimentación fallida o acertada?, ¿una novela?