Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 27 de noviembre de 2011 Num: 873

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
RicardoVenegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

El derecho a la dignidad
Oleg Yasinsky entrevista con Camila Vallejo, vocera del movimiento estudiantil chileno

La lírica alemana en México
Daniel Bencomo

Ilija Trojanow, coleccionista de historias
Arcadio Pagazo

Alemania, letra y alma (I)
Lorel Manzano

Rüdiger Safranski, biógrafo del pensamiento
Pável Granados

Peter Stamm, lacónico y explosivo
Herwig Weber

Con Austerlitz en Amberes
Esther Andradi

Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Verónica Murguía

Atención personalizada

Traigo un negocio entre manos. Este negocio, que dará mucha lata y poco dinero, requiere de grandes cantidades de resistol, botones, listón, telas de colores, encajes y hebillas. No contaré aquí las veces que me he quemado los dedos con el silicón caliente con el que ando pegando cosas, ni la de manchas que he dejado en la alfombra. Quiero referir mis encuentros con la atención personalizada en la bonetería.

Fui a comprar unos moños pues necesitaba una docena. Al entrar en la tienda, tomé una canasta y me detuve como una boba a mirar arreglos de flores de papel. Entonces una señorita se acercó a preguntar “¿ya la atienden?”

–No, pero no hace falta, gracias. Sólo vine por una docena de moños.

–Yo le llevo la canasta –me contestó ella y, con decisión, me la arrebató–.  ¿Qué tipo de moño quiere?

–De listón –contesté un poco cortada.

–No hay de listón, sólo de puffy.

–¿Qué es eso?

–Ése como papel inflado. Están en el pasillo de ceremonias.

–Mejor voy sola, para ver si encuentro listón.

–Pero es que aquí hay atención personalizada. El listón está en el pasillo cuatro. Vamos.

Nada de andar curioseando. Recorrimos el pasillo de ceremonias y el pasillo cuatro. Ella se miraba las uñas de la mano libre (la otra mano aferraba el asa de mi canasta) y ponía los ojos en blanco cada vez que yo me detenía frente a los tubos de pintura, los moños de puffy, o frascos llenos de diamantina morada. Mientras ella suspiraba, aburrida, yo manoseaba cintas y botones, sintiéndome observada por una inteligencia superior y sumamente crítica. Tuve que huir sin moños ni listón.

–Entonces, ¿no encontró lo que buscaba? –me preguntó con rencor cuando le dije que ya me iba.

Salí con un frasco de pintura de un color indescriptible, una variedad de café con brillos grises. Es asqueroso y no me sirve de nada.

Este breve encuentro me hizo fijarme en la atención personalizada. Existe en algunos restaurantes donde el mesero se presenta mientras el garrotero pasa el trapo bajo las narices de los clientes y recita cortésmente:

–Mi nombre es x y tendré el gusto de atenderlos. Ahorita les traigo la carta.

Lo que sigue es lo más normal del mundo: se tarda años en traer el menú. Tan se tarda, que a uno se le olvida cómo dijo que se llamaba. Y no es que importe, pues no me imagino a nadie llamando al mesero por su nombre en lugar de usar el afable y poco comprometedor  “joven”.

El “¿ya la atienden?”, la declamación con el nombre y la persecución del cliente por los pasillos impera hasta en las farmacias lujosas. Allí, las señoritas que venden cosméticos y perfumes atrapan al cliente en cuanto atraviesa el umbral y lo destantean untándole cremas en la mano. Por eso, cuando uno llega al mostrador, ya se gastó en una loción para las patas de gallo el dinero que traía para comprar el antibiótico o el antidepresivo.

Nada de esto tiene mucha importancia. Sí, uno se aturde y compra lo que no quiere o huye acobardado, pero con un “no gracias” educado, basta. Lo que sí me parece grave es que hay ciertos lugares en los que uno necesita la atención personalizada y no la hay.

En el banco, por ejemplo. Claro que la ofrecen, pero no existe. Nadie atiende con celeridad ni paciencia a los clientes, no importa si comenzaron a llevar sus ahorros desde el día que se graduaron de la primaria. El cajero nos mira desde atrás del vidrio con desconfianza y cansancio. Le importamos un pepino.

En el hospital. Allí sí que se pone horrible. Si es tarde en la noche cuando uno llega con su urgencia, ni quien le haga caso. Alguien nos recibe y luego desaparece. A lo lejos se oyen enfermeras conversando, el timbre de un teléfono solitario. Hay que hacer papeleo. Tramitología, no la historia clínica.

No quiero generalizar, pero imagínese un hospital en el que hubiera una enfermera por cada paciente –eso sería atención personalizada–, y donde el médico de guardia lo persiguiera a usted preguntándole si se le ofrece algo: un analgésico, una venda, un antihistamínico para la alergia que lo trae con los ojos de sapo, un vaso de agua. Que en el momento en el que usted pusiera el pie dentro de la sala de urgencias se convirtiera en el centro de atención. “¿Le duele? ¿A qué hora se dio cuenta de que tenía fiebre?” Que el médico no lo mirara como desde el extremo de un telescopio puesto al revés: una pulga. Que le hablaran como a un adulto que entiende. Yo hasta pagaría con gusto lo que pago de todas maneras.