Opinión
Ver día anteriorLunes 5 de diciembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Reclamos improcedentes y signos preocupantes
A

yer, al pronunciar un discurso sobre el balance de su quinto año de gobierno, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, fustigó a las fuerzas políticas que no han querido aprobar las reformas estructurales que tanto necesita el país para que siga avanzando por el camino del crecimiento y la generación de empleos. Tales expresiones resultan desafortunadas, por el tono de reclamo en que son formuladas y porque, en lugar de consolidar un ambiente de colaboración entre los distintos actores políticos del país, lo enrarecen.

La ausencia de las reformas estructurales a que hizo referencia el político michoacano tendría que ser vista como consecuencia de la incapacidad de negociación del actual gobierno: a fin de cuentas, Felipe Calderón contó, por lo menos durante la primera mitad de su administración, con el apoyo de una oposición benévola en el Congreso –representada por las bancadas del PRI– que desempeñó un papel de primera importancia en su arribo a la Presidencia y que mantiene con el partido en el poder coincidencias en el proyecto económico, en materia de seguridad pública y hasta en posturas autoritarias. Por otra parte, la falta de capacidad del gobierno para lograr apoyos legislativos parece un colofón lógico a la inestabilidad que han imperado en el gabinete calderonista durante el último lustro: en ese tiempo, ya sea por circunstancias trágicas o por acuerdos y ajustes políticos, el equipo de gobierno ha sufrido más de una veintena de ajustes en sus filas, cinco de las cuales han tenido lugar precisamente en la dependencia que debiera coordinar el diálogo con las distintas fuerzas políticas: la Secretaría de Gobernación.

Es pertinente detenerse en otro aspecto de la alocución presidencial de ayer: los señalamientos de que “la pasividad de los gobiernos –sin especificar cuáles– terminó ayudando a la expansión de los cárteles” en el país; de que la violencia que se desarrolla en el territorio constituye una amenaza para todos y a la que juntos sin titubeos debemos cerrarle el paso, y de que para ganar, es necesario que todas las fuerzas políticas expresen, sin regateos, su repudio (a la delincuencia). No hay espacio para mezquindades ni cálculos políticos.

Desde los primeros días de la actual administración, muchos sectores políticos y sociales advirtieron que la guerra contra la delincuencia, tal como el propio Calderón la formuló y emprendió, estaba condenada al fracaso, pues acusaba errores de índole táctica, estratégica y hasta jurídica –como el empeño de involucrar a las fuerzas armadas en tareas que les son constitucionalmente ajenas–, y no atacaba las causas originarias de la delincuencia.

Ahora, cuando los saldos de la estrategia hacen evidente su fracaso –más de 50 mil muertos, alrededor de 10 mil desaparecidos y cientos de miles de desplazados–, no es útil ni decoroso que el gobierno atribuya el crecimiento y expansión de los fenómenos delictivos a la indolencia y la permisividad de los gobiernos: sería preferible que el jefe del Ejecutivo asumiera ese fracaso como propio o bien lo endosara a terceros, pero con nombres y apellidos y mediante imputaciones precisas. Otro tanto puede decirse de su declaración sobre la intervención palmaria y evidente de los delincuentes en procesos electorales, pues si tiene pruebas de la intromisión de los delincuentes en las campañas y los comicios, lo procedente sería que las hiciera públicas y las presentara ante las instancias legales correspondientes.

En cambio, la sola referencia a esa intromisión por el titular del Ejecutivo federal introduce un factor de distorsión en el proceso electoral ya en curso. Hasta ahora el gobierno calderonista ha hecho un uso faccioso de la procuración de justicia y se ha lanzado, en forma injustificada y presumiblemente electorera, contra opositores a los que ha acusado, sin pruebas, de vínculos con la delincuencia organizada: baste citar, como botón de muestra, la detención en mayo de 2009 de una treintena de funcionarios públicos y representantes populares michoacanos, surgidos en su mayor parte de la oposición y a la postre liberados, ante la imposibilidad del gobierno de probar delito alguno.

En el enrarecido clima político actual, las palabras de Calderón constituyen, pues, un motivo adicional de alarma, pues con ellas el régimen se hace de un instrumento que, a juzgar por antecedentes, puede ser usado como herramienta ilegítima de intervención del Ejecutivo en las campañas y en los comicios. Y el México de 2011 no está para permitir otra elección cuestionada e irregular, como la que tuvo lugar en 2006, cuyas consecuencias aún afectan a las instituciones, a la sociedad y a la misma administración calderonista.