El canto de los ancestros/ Ar thuhu ir ya xitahu Remembranza otomí

Desiderio Däxuni S.

A mi hermana Hilaria

La luz del verano está en el cenit; por los montes llenos de cactus los garambullos maduran y el intenso morado de sus cuerpos resalta en el paisaje. El camino brilla como si un fino polvillo de oro lo cubriera. Dicen que en el verano la frontera de la sierra, en Guanajuato, se mira de manera especial, los huizaches llenos de puntos amarillos perfuman los montes y mezclan su aroma con el olor de las plantas medicinales escondidas entre piedras y cactus.

Tierra Blanca es una puerta a la Sierra Gorda siempre abierta. Las aves se posan en los pocos árboles que habitan el semidesierto. A lo lejos, águilas y halcones rayan el cielo y dibujan ancestrales jeroglíficos en el vacío.

En el verano maduran los frutos del desierto. Un estallido de tunas rojas se desperdiga en el espacio, las ramas de los mezquites casi rozan el suelo por el peso de las vainas violáceas y las biznagas se coronan de néctar. Algo similar sucede con las calles sonámbulas de Tierra Blanca: estalla el bullicio de los niños, sube y baja por las calles y la escalinata de la iglesia de Nuestra Señora del Refugio queda tupida por sus voces y sus pasos.

Una calle polvorienta y ordenada corta la escalinata en la esquina. En lo que fuera una antigua escuela funciona la casa de cultura. Es curioso, ¿habrá algún recinto que pueda contener la riqueza cultural de un pueblo?

Tierra Blanca permanece lejos e indiferente a su fuerza, quién sabe de dónde se inventaron que son distintos a los antiguos, que ellos no son indios. Acaso ignoran que las aguas de su río nacen en el Xonthe y, quieran o no, esa agua misteriosa ha saciado la sed de su propio desierto. Aún florece el antiguo mezquite, testigo vivo de su fundación; ahí entre sus ramas se tocaron las primeras campanas y se levantó la voz de los fundadores. Aún su corteza alimenta la hoguera de su fiesta. Sus antiguos barrios y poblados llevan el nombre en la dulcísima lengua ´hña nhö.

¿En dónde dejamos la palabra como roca, en dónde cortamos la raíz que nos da sustento en este mundo? ¿En dónde nos hemos perdido?

Los hombres y mujeres de Tierra Blanca están acostumbrados a andar, a recorrer caminos nuevos. Unos tomaron rumbo al norte hasta llegar a las tierras que están del otro lado del gran río, van y vienen sobre senderos de sueños.

Si la cultura es una forma de vivir atados a las raíces, quiero descubrirla en los ojos profundos de los niños, ojos llenos del desierto.

Los niños están acostumbrados a llenar el silencio con sus palabras para que choquen con los cactus y se dispersen en el inmenso cielo calcinante y ahí ardan, dándole color al desierto.

Cerca de Tierra Blanca se extiende Cerro Grande, y no es a la altura a lo que se refiere su grandeza. Es como un gran cuerpo de roca dormido sobre la tierra que guarda la memoria de los antiguos pintada en jeroglíficos. Los niños no lo conocían.

Cerro Grande se abre a nuestros ojos y decidimos descubrir para nosotros los signos del sol y del águila inscritos ahí. Pasa desapercibido un pequeño cerro coronado por tres rocas: El altar del sol. En el tiempo de los equinoccios el astro atraviesa con su luz renovada el orificio que ahí existe.

–Aprendimos lo de nuestros antepasados, ahí está lo que pintaron los abuelos de nuestros abuelos, nos enseñaron por dónde pasa el rayo del sol el 21 de marzo.

–¿Cuántas pinturas vieron?

–¡Muchas! La del águila, la del sol, el soldado, el mechudo, las flechas y las flores. Las pinturas están viejitas, son de color rojo, amarillo y blanco, Las amarillas son más viejas, hay unas que hasta están rayadas.

–A mí me gustaron todas.

La excursión a Cerro Grande nos llevó más allá de un sueño. A través del color impregnado en las piedras, soñamos con un pasado muy lejano, nos internamos en cuevas remotas y sin desearlo se fue develando ante nuestros ojos un pedazo de historia, como los pedazos de pan que se comparten. Nos sumergimos en un ensueño y así, montados en el águila, volamos, descubrimos la Rosa Santa, flor ancestral, a Miminio el coyote, al Sol y el misterioso camino de agua que corona todas las piedras y se florea en la cúspide del bastón de mando.

Poco se sabe de la historia de estas tierras; o más bien, poco sé de ella. Sé, por voces que aún se escuchan, que hubo gigantes aposentados en los cerros, que dejaron su huella labrando las montañas. Sé, que de la cumbre del Xonthe brota un río que multiplica las aguas y unifica los poblados. Cuatro caminos de agua se extienden por las laderas hacia las cuatro direcciones de la tierra. En su cúspide se divide el mundo, se separa la luz de la sombra, se habla con Dios. Dicen, quienes aún cuentan, que ahí nació el gran compromiso donde uno entrega la existencia y transforma su vida en vida ceremonial.

Por un camino floreado, entre copal y ensueño, por las laderas de los cerros, baja la Crucita a cuestas de los hombres que escuchan la voz del Creador, fortaleciendo su andar en los sinuosos caminos de su morada. Así inicia la Fiesta, una fiesta misteriosa, porque pocos pueden hablar sobre ella. “Es la Costumbre que nos dejaron…”, dicen, y la Costumbre es la tradición viva, es la savia que nos alimenta.

Cieneguilla es una congregación de indios muy cercana a Tierra Blanca. Siempre he creído que es el corazón de estos pueblos. Todavía los abuelos dialogan con el camino y ambos se entienden. Todavía las abuelas realizan el temascal y lo recrean con el conocimiento de las plantas medicinales. Los niños no lo conocían.

Llegamos a Cieneguilla dispuestos a descubrirnos y realizar nuestra ceremonia de temascal, el Ngú t´axki. Un grupo de niños se internó por el monte en busca de pirul y eucalipto, mientras otro se aprestaba a encender el fuego y calentar las piedras. Dicen que el oficio llama, sonrío al pensar en esto, pues veo a un grupo de niñas preparando las infusiones medicinales, a otras encendiendo el sahumador y preparando las ofrendas. Fuimos vistiendo con la planta aquella casa de calor que nos aguardaba.

–Lo que vamos a hacer es como si regresáramos al vientre de nuestra mamá. El vientre de nuestra mamá estaba oscuro y caliente, éste es el vientre de la tierra y vamos a regresar a ella.

–¿Por qué te persignas?

–Porque… para que todo nos salga bien, para una bienvenida, para que nos cuiden y para siempre salir bien. Porque esto es medicinal y siempre hay que persignarse y decir: “en el nombre sea de Dios”.

En la semioscuridad del temascal, con el intenso olor de las hierbas medicinales y el calor de los cuerpos arrejuntados, un murmullo de voces nos abrigó. Del círculo de piedras parecía emerger una plegaria, una voz antigua, como de algún abuelo, de los que todavía se cruzan en nuestro camino, Palabra en ancestral lengua que a todos arrobó:

Nu ya tuhu ir ya xitahu,
di ñä ne di uni ma hñä.
Dunthi xidijamädi ma tsi Nänä
ne ma tsi Tädä,
Xidijamädi ma tsi tsibi
ne ma tsi dehe,
götho ya za,
götho ya do.
Xidijamädi goho ya tsi ndähi.
Yo tsi Nädä
Ar doni ir xini
Dar ´Behñä tsegi
Ar tsibi ntsedi
Dar ´Behñä ir t´axki
Dar ´Behña bui bixka ir götho bixkahu
Ar Teznä
Dar ´Behñä getu´bu ne ir ya ´bu
Dar ´Behñä gi kat´ise ne pothe ir mfädi
Nda nthe ´Behñä ir ya tsoho
Ar mui ir höi
Nda hinbipädihu mfädi.

(En el nombre de nuestros ancestros,/yo hablo y entrego mi palabra./Agradezco a nuestra venerable Madre/y a nuestro venerable Padre./Agradezco al venerable fuego/y a nuestra venerable agua,/a todos los árboles/y a todas las piedras./Agradezco a los cuatro venerables vientos/al Venerable Señora madre y padre/Flor de pluma/Señora del norte/Luz radiante/Purificadora/La mayora de todos los mayores/Luna creciente/Señora de cerca y de lejos/Fuente de sabiduría/Gran manto de estrellas/Corazón de la tierra/Gran misterio).


Progreso, Hidalgo. foto: HERIBERTO RODRÍGUEZ

Los niños saben que en esta tierra se hablaba el otomí; lo saben, porque sus padres o alguien les ha dicho que ésta era una tierra de indios. “Sí, indios de ésos, huarachudos, de ésos que no son blancos, taxingues pues, indios con sus costumbres raras”.

Cuando la palabra nos toca es como un carbón ardiente que sella el corazón, lo marca y nos hace sentir que pertenecemos a esta tierra.

La voz antigua está en las cosas que nombramos, se quedó como todas estas piedras, pegada al camino; la palabra con la que nombraban al mundo está en la memoria del paisaje, en el desierto y en las costumbres, y todavía calcina.

¿Qué sentimos cuando despierta esta memoria? Algo profundo, no sabría decir de dónde, de qué parte del cuerpo surge un calor, un ardor que punza, hiere y al mismo tiempo sana. Se posesiona del cuerpo y la memoria florece, flores invisibles, flores fantásticas, flores memoriosas.

El espacio se abrió. Por las ranuras de la tierra entramos a un sueño, a un silencio, sólo el sonido del aire dibujando el camino de nuestro aliento se escuchaba. ¿Cuánto hace que se fue la voz ancestral? La hemos perdido, de nuestros labios ya no brota, cada día se va más, se eleva y se pierde en el horizonte. El abuelo Teba, que nos hablaba en otomí, también se ha ido.