Editorial
Ver día anteriorDomingo 11 de diciembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Rusia: lecciones e hipocresía de Occidente
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na semana después de las polémicas elecciones legislativas en Rusia, en las que el partido gobernante se alzó con la mayoría de los escaños en la Duma (Cámara Baja del Parlamento), el creciente descontento social por denuncias de fraude electoral configura un escenario de crispación política sin precedentes en la historia post soviética de ese país. Ayer, decenas de miles de personas volvieron a salir a las calles moscovitas –y a las de casi un centenar de ciudades más– para protestar contra el control político ejercido desde hace más de una década por el primer ministro Vladimir Putin, para denunciar la anulación de los comicios y la liberación de los presos políticos –en alusión a los cientos de detenidos en protestas de días pasados– y para pedir la destitución de las autoridades electorales.

A juzgar por los elementos de juicio disponibles, la inconformidad de los rusos no es infundada: de acuerdo con versiones de representantes de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa y la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, las referidas elecciones legislativas fueron un ejemplo de vicios antidemocráticos de sobra conocidos en nuestro país. Tales organismos han asentado, en sendos informes, que los comicios se caracterizaron por la falta de imparcialidad y por una convergencia entre el Estado y el partido gobernante, que derivó en frecuentes violaciones de procedimiento y en casos de aparente manipulación, incluidos indicios graves de introducción masiva de papeletas en las urnas. Ciertamente, esas acusaciones no debieran resultar extrañas ni novedosas en la Rusia contemporánea, cuyas profundas raíces antidemocráticas datan de tiempos de los zares, se rearticularon rápidamente en la URSS pocos años después de las revoluciones de 1917 y, tras verse interrumpidas brevemente en los años de la perestroika (1985-1990), fueron retomadas por los gobiernos de Boris Yeltsin y del propio Putin, ambos asociados a las elites político-económicas que se beneficiaron con el desmantelamiento del Estado realizado a partir de 1991.

Lo que llama la atención, en todo caso, es la actitud hipócrita asumida por las naciones occidentales, con Washington a la cabeza, ante la crisis que enfrenta el Kremlin. El pasado lunes, la secretaria de Estado de Estados Unidos, Hillary Clinton, dijo que el proceso electoral ruso no había sido ni libre ni justo, y ello obliga a recordar que fueron precisamente Washington y sus aliados occidentales los que, tras la caída de la llamada Cortina de Hierro, se empeñaron en reconocer en Rusia una democracia inexistente, con el fin de vincular a ese enorme país al mercado mundial y a las tendencias económicas definidas en el Consenso de Washington y convertirlo en un conjunto de oportunidades de negocio para compañías trasnacionales.

En consecuencia con ese propósito, Estados Unidos y Europa occidental soslayaron durante mucho tiempo la escandalosa ausencia de un estado de derecho en la nación euroasiática; los violentos métodos empleados por el gobierno y por las mafias privadas para eliminar opositores y competidores; las violaciones a los derechos humanos y las manipulaciones electorales realizadas desde el Kremlin para perpetuar al grupo en el poder. Durante la presidencia de George W. Bush la Casa Blanca reactivó sus posturas críticas hacia el Kremlin, pero lo hizo más por intereses geopolíticos que por motivaciones democráticas. Con tales antecedentes, resultará arduo para los funcionarios y políticos europeos y estadunidenses convencer a la opinión pública rusa e internacional de su disgusto por el desaseo que caracterizó las elecciones legislativas.

Por último, los señalamientos de observadores internacionales y opositores políticos sobre la falta de separación real de poderes en Rusia, la fusión del Estado con las fuerzas políticas y la parcialidad del conjunto de los medios informativos en favor de los candidatos oficialistas, motiva a reflexionar sobre la persistencia, en México, de esos mismos vicios que reflejan atraso en la institucionalidad democrática. Si en las elecciones de 2006 la aparición de esos rasgos provocó una de las movilizaciones cívicas más intensas en la historia de nuestro país y una fractura nacional que hasta la fecha no ha sido subsanada, ahora, en el contexto de una institucionalidad aún más debilitada, la persistencia de esos elementos tendría que ser un llamado de alerta para las autoridades políticas y electorales sobre la necesidad de tener unos comicios aseados e incuestionables en 2012. De lo contrario, podría alimentarse el riesgo de conducir el país a escenarios indeseables.