Editorial
Ver día anteriorViernes 16 de diciembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Golpe al Estado laico
E

n una accidentada sesión, la Cámara de Diputados avaló ayer, por mayoría y con el respaldo de las bancadas de PRI y PAN, una reforma constitucional que permite la realización de actos de culto en espacios públicos sin dar aviso a la autoridad correspondiente, lo que incluye la difusión de ceremonias religiosas en medios masivos de comunicación e incluso abre la posibilidad de que las organizaciones clericales sean concesionarias de radio y televisión.

La reforma se sustenta en aseveraciones tan falaces como que no permitir la realización pública de ceremonias religiosas es un atentado a la libertad de creencia e implica que el Estado mexicano sea anticlerical por definición. El señalamiento es improcedente porque en ningún punto de la legislación en vigor se establece que las autoridades tengan capacidad de proscribir o perseguir a ningún credo: por el contrario, el artículo 24 de la Constitución ordena: El Congreso no puede dictar leyes que establezcan o prohiban religión alguna, en tanto que el 130, si bien consagra el principio institucional de la separación entre las iglesias y el Estado, ordena al segundo no intervenir en la vida interna de las primeras.

En todo caso, lo que parece estar detrás de la aprobación legislativa de ayer –además de las presiones ejercidas por la jerarquía católica del país y de un inocultable oportunismo electorero de PRI y PAN– es una grave falta de discernimiento de los legisladores que avalaron la citada enmienda, al sostener que, en aras de la libertad de culto, el espacio público no debe ser regulado en su laicidad: debe recordarse que la esfera pública, en tanto escenario de la interacción social cotidiana, está sometida por definición a la regulación del Estado; éste, a su vez, debe fijar las condiciones de su uso colectivo e individual del espacio público, a efecto de garantizar su accesibilidad a todos los ciudadanos, y ello incluye, desde luego, mantenerlo al margen de cualquier sesgo confesional. No existe, pues, afán anticlerical alguno en la reivindicación de que las instituciones estatales acoten la realización de los actos religiosos a los templos, sino el reconocimiento de la necesidad de preservar un ámbito neutral para todas las personas, independientemente de su credo.

Por otra parte, resulta preocupante que los promotores de la citada reforma equiparen las limitaciones a la difusión de actividades religiosas en medios masivos con una censura previa, y que se pretenda, con base en ello, dar concesiones de radio y televisión a las organizaciones religiosas. La argumentación contrasta con el trato discriminatorio que la propia autoridad ha dado en ese ámbito a entidades federativas, municipios, universidades, comunidades, gremios y otras formas de organización social, algunas de las cuales tienen mayor trascendencia legal y social que cualquier instancia religiosa, incluida la Iglesia católica, y que tendrían que verse beneficiadas, antes que éstas, de una eventual liberalización de las concesiones de medios electrónicos. En cambio, un efecto posible de la reforma avalada ayer es la colocación de frecuencias televisivas y radiofónicas en manos de las instituciones religiosas que cuenten con más recursos económicos, y ello podría agravar el desequilibrio que persiste en favor esas organizaciones e incrementar el poder de facto que ejercen sobre la sociedad y las instituciones.

Por lo demás, es cuestionable la aseveración de que con estas modificaciones en el texto constitucional se reconoce el derecho implícito en la tutela de los padres sobre los hijos para enseñarles la religión que profesan, cuando las leyes vigentes permiten que las familias eduquen a sus hijos según sus convicciones religiosas y morales, ya sea en los propios templos o en colegios privados. En cambio, la votación legislativa de ayer sienta un precedente nefasto y un riesgo considerable para la vigencia de otros preceptos, como el carácter laico de la educación pública asentado en el artículo tercero de la Carta Magna.

En suma, la aprobación de la reforma referida no derivará en una sociedad más libre, como afirman sus impulsores: por el contrario, y dada la correlación de fuerza existentes entre las autoridades políticas y los poderes fácticos –incluida la Iglesia católica– cabe suponer que esto se traduciría, si hallara convalidación en el Senado, en una sociedad más intolerante, en un poder político más atado de manos ante el clero, en una multiplicación de la capacidad de chantaje de las jerarquías eclesiásticas y en un debilitamiento del carácter laico del Estado.