Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 18 de diciembre de 2011 Num: 876

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Gira literaria
Vilma Fuentes

Correspondencia póstuma con Jorge Turner
Rossana Cassigoli

Efraín y María en
La Casa de la Sierra

Marco Antonio Campos

Gelman, el árbol
de la poesía

José Ángel Leyva

Santos Discépolo,
del teatro al tango

Álvaro Ojeda

La Banda Mágica
sin Beefheart

Juan Puga

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 


Encuentros con Vilma Fuentes en Dijon

Gira literaria

Vilma Fuentes

El viaje fue, quizás, el placer favorito de Juan Rulfo. Durante muchos de esos atardeceres violentos, apenas anunciados por las últimas llamaradas de un sol rojiazul de fin de mundo que se vive en Ciudad de México a cada ocaso, lo escuché relatar sus travesías a lo largo y ancho del territorio mexicano. Me habló durante horas tediosas de las llantas Goodrich Euzkady, con el entusiasmo que debía tener cuando era su vendedor; del automóvil Dodge que resistió lo mismo el viento de un huracán que todo barría en el Istmo de Tehuantepec, que las marejadas de arena de fuego en el desierto de Chihuahua. Me describió, casi con ternura, los huesos calcinados de los chinos a quienes los traficantes de hombres dijeron “camínenle, derechito, al final está la tierra prometida”, cuando los pusieron a la orilla del desierto “nomás para deshacerse de ellos y guardarse la lana”. Una madrugada, entre llantas y vientos, me contó cómo jugó a las escondidillas cuando una pariente lo metió en un cofre y le dijo que no saliera de ahí mientras no lo encontraran. Cuando lo vencieron el hambre y la espera, decidió salir de su escondite, seguro de haber ganado: vio a su familia dormida en el suelo, sin duda todos cansados de buscarlo y no encontrarlo. Después, agregó con el mismo tono, lo llevaron al orfelinato donde a él le daban siete bolillos y a los otros chocolate...

Años más tarde, ya en París, durante una exposición de sus fotografías, uno de esos funcionarios que hacen turismo gracias al presupuesto, pretendió, en un acceso de celo patriótico, reprocharme haber dejado México. Una declaración tan falsa no merecía más respuesta que la risa, pero Juan, quien no pudo sino escucharla y me conocía bastante bien, sabía que no se deja nunca México. Intervino de inmediato: “Vilma nomás está de viaje. Es una gran viajera.”

La verdad, creo que soy una mala viajera. No puedo llegar a un poblado, una ciudad, sea cual sea su tamaño, sin eternizarme en él. Como si al quedarme pudiese ir contra el sentido profundo del viaje y negar ese movimiento perpetuo que arrebata al viajero. Irse, siempre irse, cuando sería necesario quedarse, quedarse siempre. El viaje es una metáfora de la vida y de la muerte. Se llega, se descubre, se encuentra y, apenas se comienza a conocer, se dice adiós y se vuelve a partir.

Al final de su novela La educación sentimental, en la apertura del último capítulo, donde el héroe parte llevándose consigo la desesperanza amorosa que lo marca para siempre, Flaubert escribe: “Viajó. Conoció la melancolía de los buques, los fríos despertares bajo la tienda de campaña, el aturdimiento de los paisajes y las ruinas, la amargura de las simpatías interrumpidas...” El escritor evoca, así, con unas cuantas palabras, toda la belleza y toda la tristeza del viaje.

Pensaba en ello al viajar de una ciudad a otra, invitada por la asociación Belles Latinas creada hace diez años por Januario Espinosa y Olga Barry, incansables sostenes de la revista Espaces Latinos fundada por ellos en 1988. Los encuentros en universidades, bibliotecas y librerías de Francia para presentar mis libros, se suceden y a cada ocasión vuelve “la amargura de las simpatías interrumpidas”.

En la Ópera de Lyon, una sorpresa me espera. Unos actores dan una presentación teatral a partir de diálogos de Flores negras. Extraña experiencia; el texto me parece desconocido: lo descubro como si hubiese sido escrito por otra persona. Esta distancia me prueba, una vez más, que lo escrito no pertenece al autor sino al lector, al intérprete, a todos y a nadie.

El viaje prosigue. Marsella se extiende luminosa a los pies de la colina donde se halla la estación de trenes. En compañía de Marie Leclerc, de la Asociación de Librerías del Sur, guía simpática y cultivada, quien me acompañará a Gardanne, Martigues y Niza, bajo las suntuosas escalinatas al aire libre que introducen al laberinto marsellés. El aire marítimo es rudo, el viento me arranca el sombrero y un clochard lo atrapa como un portero de futbol. Comida de puerto, ensalada de pulpos y ostiones. ¿Estoy en Veracruz o en el puerto francés? El hotel, el Ryad, con su jardín de palmeras, acaba de extraviarme al hacerme sentir en Marruecos.

Los laberintos van a sucederse de un extremo a otro de Francia, frente al mar Mediterráneo, entre ríos, la Saône, el Rhône, L’Erdre, la Loire, agua viva. El extrañamiento, lo inhabitual, aumentan a medida que el peregrinaje prosigue y el viaje se alarga. Abandono el “diario” donde traté de anotar datos, impresiones. Lo jubilatorio es perderse, hundirse en cada paisaje entre las casas bajas de Martigues, frente al suntuoso castillo-fuerte de Anna de Bretagne, en Nantes, estremecida por la vibración de la luz que atraviesa los vitrales y cae sobre las estatuas yacentes, mármoles vivos, de sus padres, en la catedral.

Me pierdo en Niza, cuando dejo la Promenade des Anglais a su mar azul y me sumerjo en la parte antigua de la ciudad. La excitación llega a su colmo cuando comprendo que doy vueltas y vueltas en callejuelas que parecen idénticas y son idénticas. Más excitante que la revelación es penetrar en él y formar, al fin, parte del misterio que envuelve.

En Saint-Etienne, Christian Roinat, conocedor de la literatura mexicana, me recibe con su esposa Martine, después de conducirme a la Universidad. En Nantes, Jean-Marie Lassus, también especialista de las literaturas de América Latina, me presenta a sus estudiantes.

Entre viaje y viaje tengo la oportunidad de conversar unos momentos con participantes venidos de Chile, Bolivia, Guatemala y otros países de Latinoamérica, incluyendo a Brasil. Trato de distinguir su origen por su acento. Me equivoco al escuchar el español melodioso de un creador de carteles, José Morelos, veracruzano al que tomo por un colombiano. Me consuela de mi error saber que vive por el momento en Colombia y no escribe. Me quedo pensando, mientras escucho a los universitarios franceses cambiar de acento, que las entonaciones de la lengua son también un viaje.