Economía
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En las antípodas
S

e perdió una voz, de aquellas que tienen algo público que decir más allá de lo convencional y lo repetitivo, y se perdió también algo del oído. Esas voces que ya no están son difíciles de sustituir, pues llenaban un espacio y un tiempo definidos, y pueden verse como pérdida neta.

Christopher Hitchens murió hace unos días, y la falta de su enorme capacidad con las palabras reduce un entorno marcado por las ideas y la controversia. Fue un polemista duro y consumado que marcó parte relevante del espectro del debate intelectual por más de tres décadas.

Plasmó argumentos y puntos de vista en páginas de libros y revistas con ensayos y comentarios picantes y plenos de ironía, en la mejor tradición británica, que cubrieron un amplio abanico de temas y personajes.

Ningún lector de Hitchens salía ileso de su encuentro. La perspectiva de los asuntos que trataba era frontal, ofrecía nuevas aproximaciones y destacaba aristas sobre temas profundos y controvertidos, hurgaba a fondo, irritaba con la manera radical de plantear sus ideas. En ese sentido era, sin duda, un escritor rico e interesante, no podía ser indiferente para quien lo leía o escuchaba, y nunca era intrascendente.

Uno de sus libros se llama Cartas a un joven disidente, un alegato bien construido en favor del pensamiento libre y crítico. Rompe de plano con la condescendencia, las formas habituales de mirar lo que ocurre en el mundo, motiva a tomar una posición y fustiga esa idea tibia e insulsa de que la crítica debe ser constructiva.

Dice ahí que: “La esencia de una mente independiente no está en lo que piensa, sino en cómo piensa. El término ‘intelectual’ fue originalmente acuñado por quienes en Francia creían en la culpabilidad del capitán Alfred Dreyfus. Pensaban que estaban defendiendo una sociedad orgánica, armónica y ordenada en contra del nihilismo, y utilizaron ese término despectivo en contra de quienes veían como enfermos, introspectivos, desleales e inseguros”.

Así, como ya había advertido Jorge Ibargüengoitia, la crítica constructiva será cuanto más un apapacho; de esa forma no está hecho el pensamiento articulado y bien dotado de hechos, ideas, conceptos, relaciones, estructura, jerarquías y ensamblajes.

La crítica practicada por Hitchens es de la estirpe que concibe esa actividad como función primaria del ser humano, de quien ejerce el pensamiento y trabaja –en el sentido literal del término– con ideas y las pone en práctica. Con tal equipamiento podía tratar acerca de la relevancia de George Orwell, discutir sobre la madre Teresa o Henry Kissinger, o argumentar por qué Dios no es bueno en un alegato en contra de la religión.

Este tipo de pensamiento choca mucho a quienes se piensan atados al cordón umbilical de la moralidad, como decía Artaud; aquellos de quienes puede preguntarse de qué fuente abrevan su constante indignación, como si hubieran sido puros desde el momento en que dejaron el vientre de su madre. En el caso de Hitchens, eso se aplica a los que se sitúan tanto a la derecha como a la izquierda del mapa ideológico. Por eso, en un mundo de etiquetas, solía crispar al público.

Y mientras Hitchens pasaba sus últimas horas en un hospital laborando en un texto sobre Chesterton, aquí estábamos en las antípodas, discutiendo sobre las penurias de la lectura, la escasez de ideas y la falta de cultura de los personajes políticos. Fue un espectáculo desolador, tanto por los hechos como por la forma en que se busca acomodar del modo menos desfavorable, por tantos beneficiarios de los intereses creados, lo que es evidente.

Este es, para nuestra desgracia, el sustento de la concepción de la política y de cómo se imponen los espacios del poder. La irrelevancia de la educación y de la cultura en su acepción general deja ver, como al emperador sin traje, el carácter de las alianzas políticas, el papel primitivo y lesivo del sindicato que controla la educación en el país, la consagración de lo corrupto en los partidos y más allá de ellos. Aflora el aparato político-económico, que es el eje de la única renovación que parece posible de esta sociedad basada en los privilegios.

El remate del mensaje sobre la prole fue un verdadero adorno de este desaguisado: lo que se plasmó a voz en cuello es que ésta es una sociedad de clases, con muy poca empatía y en la que se debe entonces ser tolerante, como instruyó el padre candidato a su hija. Un poco tarde, por cierto. Pero ser tolerante admite de entrada que hay otros que molestan y estorban, y que hay que aceptar que así sea con algún comedimiento, no demasiado.

Carlos Fuentes dijo algo respecto de este sainete que valdría no perder de vista. Para gobernar, que no para tener en las manos un gobierno, algo hay que saber, cosas que están en los libros y otras que componen la cultura. Eso que consiste en no quedar desarmado cuando nos topamos con determinados problemas y contextualizar los saberes.

No puede prescindirse de ese entorno para poder tratar los asuntos, graves muchos de ellos, que afectan al mundo y a la par de otros gobernantes o estadistas. Claro que Fuentes fue tildado de soberbio, la reacción más intuitiva y simplista de los agraviados, pero sabemos que tiene razón. Y de ahí que el papel del ex presidente Fox haciendo la apología más ramplona de la incultura no tiene realmente desperdicio.