Opinión
Ver día anteriorLunes 19 de diciembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Como piedra
S

altaron chispas de las tijeras de las golondrinas, me cae. Salían en estampida geométrica hacia la inmensa bóveda del día. La cueva de fauces renegridas se encandiló con lo que parecía un estallido de cocuyos en la mismísima garganta de la famosa alegoría de Platón. Qué sombras ni qué ocho cuartos. Las volátiles golondrinas rasgaron como saetas la línea que separa lo oscuro de lo claro, casi chocan con nosotros que nos disponíamos a entrar, y se alejaron en dirección al bosque. La expedición había tomado los preparativos del caso, botas de hule, casco, foco minero, lazos, los tambos de manteca (limpios) para nuestra carga sellados con cera de Campeche, víveres, pilas, y hacerse a la idea.

Volviendo a Platón, por muy profundo que haya sido, nunca se adentró realmente en una cueva, acaso franqueó el umbral para discernir las sombras, la suya propia, en el muro de la gruta. En su tiempo la espeleología carecía de tecnología. Quizás conoció de las sombras chinescas. Dudo que en la Atenas de su época tuvieran la más remota idea del teatro de sombras javanesas. No obstante las limitaciones propias de su tiempo, vio ese transcurso fantasmal del mundo que proyectan los cuerpos al recibir el golpe de la luz. Una verdadera iluminación filosófica.

Volviendo a la cueva que escupía golondrinas, no llevábamos propiamente guía porque nadie del grupo la conocía, salvo versiones orales de que se extendía en una sucesión de kilómetros de naves y túneles subterráneos que desembocaban ríos abajo y muy abajo en Cacahuamilpa. En esos años nada de Google Maps ni blogs especializados ni Wikipedia. Todo era a tientas. Podía tomarnos dos días, o más, lo mismo daba si diurnos o nocturnos, allí todo era negro. Pernoctar no resulta un término útil, ya dormiríamos cuando hiciera falta, dije yo como si supiera de qué hablaba.

Compartíamos dos precauciones de entrada: 1) no pisar el guano de los murciélagos, sobre todo el seco, porque acarrea el temible hongo de la histoplasmosis, y 2) aguas con el agua, si te mojas el cuerpo se te va a helar nada más, pero si se mojan tus cosas, tu foco, la muda seca que acaso traes, estás fregado. En sitios así, es más severo aquel dictum de la selva nocturna: donde se te funde el foco, allí vas a quedar. En la selva amanece, en las grutas no.

El río corría caudaloso a nuestro costado derecho, y todo iba bien hasta que topamos con un muro infranqueable y tuvimos que cruzar. Nadando, claro. Rencontrarnos completos en la otra orilla nos dio contento porque la corriente estaba brava. Nos habían advertido de este trámite húmedo. Salteando rocas entre estalactitas, estalagmitas y goteras perennes, llegamos a una negrura sin fondo que nos robó el aliento. Sentí llegar al brocal de la nada.

Suerte que el Ciego Merino llevaba una Maglite grande, de las que alumbran lejos y sirven de garrote, y de los letales; tan es así que se supone que su uso está prohibido para la policía, que como quiera mata con lo que reglamentariamente carga. Pudimos ver que el vacío estaba lleno. Los escurrimientos milenarios habían pintado una capilla Sixtina de manchas como formas, con el sentido, alguno, agazapado en sus volúmenes negros, pardos, cristalinos. Un mundo en primigenia pugna, donde seres ameboides buscaban salir al bosque, a la tierra verde suelta, a los espacios del sol. Ya sé que han de pensar que me estaba alucinando, pero no. Tomó un par de horas rondar los riscos de la ancha bóveda, para verle detalles, cambiar los ángulos de la distancia y vadear la corriente traicionera.

Abrumado por el mineral portento plástico medio Miró, medio Matta, medio Tapiès, imaginen mi sorpresa cuando casi tropiezo en un precipicio que no previmos, una cascada ahíta de agua pero silenciada por el sordo rumor de la cueva catedralicia. Avisé a los otros. Llegaron. Inspeccionaron. Cavilamos. La Maglite del Ciego nos mostró la altura de la caída. Con razón no se oye, dijo. Nos miramos a los ojos unos a otros. Volvimos a cavilar. No había de otra. Cada quien saltaría con su tambo. Cuidado con el impacto, hay que soltarlo, pero luego sirve para flotar.

Rifamos el orden, y otra vez me tocó primero. Con lo que odio. A esas cosas irremediables mejor ni pensarle y de una vez a lo que toque. Me tiré. La caída fue larga, rara, lluviosa. Mantuve las piernas juntas. Toque la superficie de puntitas, salvé las partes nobles, que son lo principal, y me hundí limpiamente. Fue chiripa, no crean. Solté el tambo. Subí a la superficie con el foco aún prendido y la sensación de ya estuvo. Grité a los otros alguna cosa y me dispuse a esperar sus respectivas caídas. Allí fue que me quedé dormido. Como piedra. Como si el aire enrarecido del abismo cargara somníferos. Han pasado los años y recuerdo qué soñé, y lo que me dijeron los otros cuando desperté. El pasado duerme y siempre corremos el riesgo de despertarlo, y eso sí que roba el aliento.