Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Lunes 26 de diciembre de 2011 Num: 877

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

Barroco y tabula rasa o de la poesía poblana actual
Ricardo Yáñez entrevista con Alejandro Palma

Caras vemos,
sueños no sabemos

Emiliano Becerril

Dos prendas
Leandro Arellano

Un sueño de manos rojas
Bram Stoker

Kennedy Toole,
el infeliz burlón

Ricardo Guzmán Wolffer

Columnas:
Galería
Alejandro Michelena

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Perfiles
Enrique Héctor González

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Un sueño de
manos rojas

Bram Stoker

La primera opinión que me fue dada respecto a Jacob Settle fue una simple declaración descriptiva; “Es un tipo melancólico”; pero descubrí que encarnaba los pensamientos e ideas de todos sus compañeros de trabajo. Había en la frase una cierta y fácil tolerancia, una ausencia de un sentimiento positivo de cualquier índole, más que cualquier opinión completa, la cual marcaba con bastante precisión el lugar que ese hombre ocupaba en la estima pública. De todos modos había alguna diferencia entre esto y su apariencia, lo que inconscientemente me puso a pensar, y gradualmente, mientras conocía más del lugar y de los trabajadores, llegué a tener un interés especial en él. Descubrí que siempre estaba realizando favores, que no involucraban gastos de dinero más allá de sus humildes ingresos pero sí múltiples maneras de previsión, paciencia y autorrepresión, las cuales son las verdaderas caridades de la vida. Mujeres y niños confiaban en él implícitamente, aunque, extrañamente, prefería rehuirles, excepto cuando alguien se enfermaba, y entonces aparecía para ayudar si podía, tímida y torpemente. Llevaba una vida muy solitaria, haciéndose cargo de su hogar en una pequeña cabaña, o más bien choza, de un solo cuarto, lejos, en el extremo del páramo. Su existencia parecía tan triste y solitaria que quise animarlo y para ese propósito aproveché la ocasión cuando ambos habíamos estado sentados atendiendo a un niño, herido por mi culpa en un accidente, para prestarle libros. Aceptó con gusto y mientras partíamos durante el gris amanecer sentí que algo de confianza mutua se había establecido entre los dos.

Los libros me eran devueltos siempre con el mayor cuidado y puntualidad y con el tiempo Jacob Settle y yo nos hicimos amigos. Una o dos veces, mientras cruzaba la llanura los domingos, lo buscaba, pero en aquellas ocasiones se mostraba tímido e incómodo así que me sentía inseguro de llamarlo para verlo. Nunca, en ninguna circunstancia, venía a mis aposentos.

Una tarde de domingo regresaba tras una larga caminata más allá del páramo y cuando pasé por la cabaña de Settle me detuve en la puerta para decirle “¿Cómo estás?” Como la puerta estaba cerrada pensé que había salido y sólo toqué por mera formalidad, o por hábito, sin esperar respuesta alguna. Para mi sorpresa, escuché una débil voz que venía desde dentro, aunque no pude escuchar lo que dijo. Entré al instante y encontré a Jacob acostado a medio vestir sobre su cama. Estaba tan pálido como la muerte y el sudor simplemente rodaba por su cara. Sus manos se asían inconscientemente a las cobijas como un hombre que al ahogarse se aferra a cualquier objeto que puede sujetar. Mientras entraba se levantó a medias, con una mirada atormentada y salvaje en sus ojos, los cuales estaban muy abiertos y fijos, como si algún horror se le hubiera presentado, pero en cuanto me reconoció se hundió de vuelta en la cama con un sollozo reprimido de alivio y cerró los ojos. Estuve a su lado durante un rato, por uno o dos minutos enteros, mientras jadeaba. Luego abrió los ojos y me miró, pero con una expresión tan angustiada y desconsolada que, como soy un ser humano, hubiera preferido no ver en esa mirada paralizada de horror. Me senté a su lado y le pregunté por su salud. Durante algún tiempo no respondió sino para decirme que no estaba enfermo, pero luego, después de inspeccionarme de cerca, se levantó a medias sobre su codo y dijo:

“Le agradezco amablemente, señor, pero simplemente le digo la verdad. No estoy enfermo, como los hombres lo llaman, aunque sólo Dios sabe si hay peores enfermedades que las que los doctores conocen. Se lo contaré, como es tan amable, pero confío en que no se lo mencionará a nadie, porque podría provocarme un malestar mayor. Sufro de una pesadilla.”

“¡Una pesadilla! –dije, esperando levantar su ánimo–, pero los sueños mueren con la luz, incluso al despertar.” Ahí me detuve, porque antes de hablar vi la respuesta en su mirada desolada alrededor del pequeño lugar.

“¡No! ¡no! Eso está bien para la gente que vive cómodamente y con sus seres amados. Es mil veces peor para aquellos que viven solos y tienen que hacerlo. ¿Qué alegría hay para mí, cuando despierto en el silencio de la noche, con el amplio páramo a mi alrededor lleno de voces y de rostros que hacen de mi despertar un sueño peor que al dormir? Ah, joven señor, no tiene un pasado que pueda enviar sus legiones a poblar la oscuridad y el espacio vacío ¡y le ruego al buen Dios que nunca lo tenga!” Mientras hablaba, había una casi irresistible gravedad de convicción en su actitud, por lo que abandoné mi reproche sobre su vida solitaria. Sentí que me encontraba en presencia de alguna influencia secreta que no podía comprender. Para mi alivio, porque no supe qué decir, continuó:

“Hace dos noches que lo sueño. Fue bastante difícil la primera noche, pero me recuperé. Anoche la expectación en sí misma fue casi peor que el sueño –hasta que llegó y entonces barrió todo recuerdo de un dolor menor. Me mantuve despierto hasta antes del amanecer y luego regresó. Desde entonces he estado en una agonía tal y como estoy seguro que sienten los moribundos y con ella todo el horror de esta noche.” Antes de que llegara al final de la oración me había decidido y sentí que podía hablarle con mayor ánimo:

“Intente dormir temprano esta noche –de hecho, antes de que pase la tarde. Dormir lo renovará, y le prometo que no habrá  pesadillas después de esta noche.” Sin esperanzas, negó con la cabeza, así que me senté durante un rato más y luego me fui.

Cuando llegué a casa hice los preparativos para la noche, ya que había decidido compartir la vigilia solitaria de Jacob Settle en su cabaña en la llanura. Estimé que si se iba a dormir antes de que se pusiera el sol se despertaría mejor antes de la media noche, y así, antes de que las campanas de la ciudad marcaran las once, me coloqué frente a su puerta armado con una bolsa, en la cual se encontraba mi cena, un ánfora extra grande, un par de velas y un libro. La luz de la luna era brillante e inundaba el páramo entero hasta estar casi tan claro como el día, pero ocasionalmente nubes negras avanzaban por el cielo y creaban una oscuridad que en comparación era casi tangible. Abrí la puerta suavemente y entré sin despertar a Jacob, quien dormía con su cara blanca hacia arriba. Estaba quieto y de nuevo bañado en sudor. Traté de imaginar qué visiones pasaban ante aquellos ojos cerrados que le traían la miseria y el pesar que tenía marcados en el rostro, pero no pude imaginarlo y esperé a que despertara. Llegó repentinamente y de una manera que me conmovió profundamente, ya que el gemido ahogado que salió de los labios blancos de aquel hombre mientras se incorporaba a medias y se hundía de vuelta era manifiestamente la finalización o culminación de un hilo de ideas que había iniciado antes.

“Si está soñando– me dije a mí mismo– entonces debe estar basado en una realidad muy terrible. ¿Cuál podría haber sido ese hecho desafortunado del que hablaba?”

Mientras yo seguía hablando, se percató de que estaba con él. Me pareció extraño que no tuviera ese lapso de duda sobre si era el sueño o la realidad lo que lo rodeaba que comúnmente caracteriza el entorno esperado de quien despierta. Con un auténtico grito de júbilo tomó mi mano y la sostuvo entre sus dos mojadas y temblorosas manos, como un niño asustado que se aferra a un ser amado. Traté de calmarlo:

“¡Calma, calma! Todo está bien. He venido para quedarme con usted esta noche y juntos trataremos de combatir esta pesadilla.” Soltó mi mano de repente y se hundió de vuelta en su cama y cubrió sus ojos con sus manos.

“¿Combatirla? ¡La pesadilla! ¡Ah! ¡No señor, no! Ningún poder mortal puede combatir ese sueño, porque viene de Dios. Y está grabado aquí;” y se golpeó la frente. Después prosiguió:

“Es el mismo sueño, siempre el mismo, y sin embargo crece su poder para torturarme cada vez que llega.”

“¿Cuál es el sueño?”, pregunté creyendo que al discutirlo podría conseguir algún tipo de alivio; pero se encogió lejos de mí y tras una larga pausa dijo:

“No, es mejor que no lo cuente. Puede ser que no vuelva.”

Había algo que claramente me ocultaba –algo que yacía más allá del sueño, así que contesté:

“Está bien. Espero que ya no vuelva más. Pero si regresara, me lo dirá, ¿no es así?, pregunto, no por curiosidad, sino porque pienso que hablar podría aliviarlo.” Respondió con lo que consideré que era casi una excesiva cantidad de solemnidad:

“Si llega de nuevo, se lo contaré todo.”

Luego intenté que su mente se distrajera de aquel tema hacia cosas más mundanas, así que saqué mi cena y le hice compartirla conmigo, incluyendo el contenido del ánfora. Después de un tiempo se animó y cuando encendí mi cigarro, habiéndole dado otro, fumamos durante una hora y hablamos de muchas cosas. Poco a poco la comodidad de su cuerpo se apoderó gradualmente de su mente y pude ver que el sueño posó sus suaves manos sobre sus párpados. Él también lo sintió y me dijo que ahora se sentía bien y que tranquilamente podía retirarme, pero le dije que bien o mal, me quedaría para ver la luz del día. Así que encendí la otra vela y comencé a leer mientras se quedaba dormido.

Gradualmente tomé interés en mi libro, tanto interés que enseguida me sobresalté cuando cayó de mis manos. Observé que Jacob seguía dormido y me alegré de ver que había en su rostro una mirada de felicidad inusitada, mientras que sus labios parecían moverse con palabras inaudibles. Luego volví a dormir y de nuevo desperté, pero esta vez para sentirme congelado hasta la médula al oír la voz que venía de la cama de al lado:

“¡No con estas manos rojas! ¡Nunca! ¡Nunca!” Al mirarlo, descubrí que seguía dormido. Despertó, sin embargo, en un instante, y no parecía sorprendido de verme; esa extraña apatía hacia su entorno había vuelto. Entonces dije:

“Tranquilícese, cuénteme su sueño. Hable con franqueza, pues para mí su confianza es sagrada. Mientras los dos vivamos nunca mencionaré lo que elija decirme.”

Contestó:

“Dije que lo haría, pero mejor le cuento primero lo que va antes del sueño, para que pueda comprender. Fui un profesor cuando era joven, sólo era una escuela parroquial en un pequeño pueblo al suroeste. No hay necesidad de decir nombres. Mejor no hacerlo. Estuve comprometido para casarme con una muchacha joven a quien amé y casi veneré. La vieja historia. Mientras esperábamos la ocasión para poder establecer un hogar juntos, otro hombre apareció. Era casi tan joven como yo, más apuesto y un caballero, con todos los atractivos de un caballero para una mujer de nuestra clase. Él iba a pescar y ella lo veía mientras yo trabajaba en la escuela. Razoné con ella y le imploré que lo dejara. Le ofrecí que nos casáramos de inmediato y que nos fuéramos y empezáramos en otro país, pero no escuchó nada de lo que le dije y pude ver que estaba encaprichada con él. Entonces decidí ocuparme yo mismo de encontrar al sujeto y pedirle que tratara bien a la muchacha, ya que pensé que sus intenciones hacia ella eran honestas, por lo que no habría críticas u oportunidades de éstas por parte de otros. Fui a donde debía encontrarlo, sin nadie cerca, ¡y vaya que nos conocimos!” Aquí Jacob Settle hizo una pausa, porque algo parecía subir por su garganta y respiraba con dificultad. Luego continuó:

“Señor, con Dios como testigo, no había un pensamiento egoísta en mi corazón ese día, amaba demasiado a mi bella Mabel como para conformarme con sólo una parte de su amor y había pensado tanto en mi propia desdicha como para no darme cuenta de que, sin importar lo que pasara con ella, mi esperanza se había ido. Fue insolente conmigo –usted, señor, que es un caballero, ignora quizás cuán hiriente puede ser la insolencia de alguien que está por encima de la clase social de uno– pero lo soporté. Le imploré que tratara bien a la muchacha, porque lo que pudiera ser un mero pasatiempo para él en alguna hora muerta podría significar para ella el quiebre de su corazón. Ya que nunca tuve una idea de su verdad, o que el peor de los males pudiera ocurrirle –era sólo la desdicha en su corazón lo que temía. Pero cuando le pregunté cuándo pretendía casarse con ella su risa me irritó de tal manera que perdí mi temperamento y le dije que no me quedaría a observar cómo arruinaba su vida. Entonces se enfureció también y en su cólera dijo cosas tan crueles sobre ella que en ese lugar y en ese momento juré que él no debía vivir para hacerle daño. Sólo Dios sabe cómo ocurrió, porque en esos momentos de pasión es difícil recordar los pasos que hay entre una palabra y un golpe, pero me encontré parado junto a su cadáver, con las manos rojas por la sangre que brotaba de su garganta desgarrada. Estábamos solos y él era un forastero, sin familiares que lo buscaran y un asesinato no siempre se descubre –no todo al mismo tiempo. Por lo que sé sus huesos siguen blanqueándose en la charca del río donde lo dejé. Nadie notó su ausencia, o por qué había ocurrido, excepto mi pobre Mabel, y no quiso hablar de ello. Pero todo fue en vano, porque cuando regresé después de meses –ya que no me podía quedar– descubrí que la vergüenza le había llegado y que por ella había muerto. Hasta ahora lo había sobrellevado gracias a la idea de que mi deshonrosa acción había salvado su futuro, pero ahora, cuando me di cuenta de que había llegado tarde y de que mi pobre amor había sido manchado con el pecado de aquel hombre, huí con la noción de una culpa inútil que se cernía sobre mí mucho más pesadamente de lo que podía soportar. ¡Ah, señor! usted que no ha cometido un pecado tan grave no sabe lo que es cargar con uno. Puede creer que la costumbre lo hace más sencillo, pero no es así. Crece y crece con cada hora, hasta que se vuelve intolerable, y con este aumento también llega la sensación de que por siempre te quedarás fuera del cielo. No sabe lo que significa y le ruego a Dios que nunca lo haga. Los hombres ordinarios, para quienes todo es posible, no piensan muy a menudo, si alguna vez lo hacen, en el cielo. No es nada más que un nombre, y se conforman con esperar y dejar que las cosas sean, pero para quienes están condenados a quedarse fuera para siempre no puede usted saber lo que eso significa, no puede adivinar o medir el terrible e incesante deseo de ver las puertas abiertas y de poder unirse a las blancas siluetas que están adentro.

”Y esto me lleva al sueño. Parecía que la entrada estaba frente a mí, con sus grandes puertas de acero macizo con barras del grosor de un mástil, erigidas hasta las mismas nubes y tan juntas que entre ellas sólo se podía vislumbrar una gruta de cristal, en cuyas  paredes relucientes figuraban formas vestidas de blanco con rostros radiantes de alegría. Cuando me paré frente a la puerta mi corazón y mi alma estaban tan llenos de éxtasis y deseo que me olvidé de todo. Y parados junto a las puertas estaban dos imponentes ángeles de amplias alas y ¡oh! de un semblante tan severo. Cada uno tenía en la mano una espada llameante y con la otra sujetaban el cerrojo, que se movía de un lado al otro al menor movimiento. Cerca había figuras envueltas en negro,  con las cabezas cubiertas de tal manera que sólo los ojos se veían y le entregaban a todo aquel que llegaba ropajes blancos como los que visten los ángeles. Un murmullo silencioso anunció que todos debían ponerse sus túnicas, sin ensuciarlas, o los ángeles no sólo no los admitirían, sino que arremeterían contra ellos con sus espadas llameantes. Estaba impaciente por ponerme mi atuendo y apresuradamente me lo coloqué encima y di pasos veloces hasta la puerta, pero no se movió y los ángeles, soltando el cerrojo, señalaron mi ropa. Vi hacia abajo y quedé horrorizado, pues la túnica entera estaba manchada de sangre. Mis manos estaban rojas; brillaban con la sangre que goteaba de ellas como aquel día a la orilla del río. Y entonces los ángeles levantaron sus espadas para castigarme y el horror había acabado –me desperté. Una y otra y otra vez ese espantoso sueño regresa. Nunca aprendo de la experiencia, nunca me acuerdo, pero al inicio la esperanza está ahí para hacer el desenlace más atroz, y sé que el sueño no proviene de la oscuridad común y corriente a la que se atienen los sueños ¡sino que es enviada por Dios como castigo! Nunca, nunca podré cruzar la puerta, ¡porque la mancha en el atuendo de los ángeles proviene siempre de estas manos sangrientas!”

Escuché como si estuviera hechizado mientras Jacob hablaba. Había algo muy lejano en el tono de su voz –algo tan etéreo y místico en los ojos que miraban a través de mí a un espíritu distante–, algo tan altivo en la propia dicción y con tan marcado contraste con su ropa desgastada y su entorno tan pobre, que me pregunté si todo era un sueño.

Permanecimos en silencio por un buen rato. Seguía mirando al hombre con creciente asombro. Ahora que había confesado, su alma, que había sido aplastada contra la misma tierra, parecía volver a la rectitud con algo de resistencia. Supongo que debí haber quedado horrorizado con su historia, pero extrañamente no lo estaba. Ciertamente no es agradable ser el confidente de un asesino, pero este pobre hombre parecía haber sufrido no sólo tanta provocación, sino un propósito de abnegación tan fuerte en aquel acto sangriento que no me sentí llamado a emitir un juicio sobre él. Mi propósito era consolarlo, así que hablé con toda la calma que pude, pues mi corazón latía rápida y pesadamente:

“No se desespere, Jacob Settle. Dios es muy bueno y Su misericordia es grande. Siga con su vida y su trabajo con la esperanza de que algún día pueda sentir expiación por su pasado.” Aquí hice una pausa, ya que pude ver que en esta ocasión un sueño profundo y natural lo envolvía. “Duerma –dije–, lo vigilaré y no tendremos más pesadillas esta noche.”

Hizo un esfuerzo por calmarse y contestó:

“No sé cómo agradecerle por su bondad esta noche, pero pienso que es lo mejor si se marcha ahora. Intentaré dormir para recuperarme; siento que una carga ha sido retirada de mi mente desde que le conté todo. Si aún hay algo del hombre que queda en mí, debo tratar de luchar solo por mi vida.”

“Me iré esta noche, como lo desea ‒dije‒, pero tome mi consejo y no viva tan solo. Vaya con hombres y mujeres; viva con ellos. Comparta sus penas y alegrías y le ayudará a olvidar. Esta soledad lo dejará loco por melancolía.”

“¡Lo haré!”, respondió, casi inconsciente, pues el sueño se apoderó de él.

Me di la vuelta para marcharme y él me observó. Cuando toqué el pasador lo solté y al regresar a la cama extendí mi mano. La tomó entre las suyas mientras se incorporaba para sentarse y le di las buenas noches, intentando animarlo:

“¡Tenga valor! Hay trabajo para usted en este mundo, Jacob Settle. ¡Todavía puede vestir esa túnica blanca y pasar por las puertas de acero!”

Entonces me fui.

Una semana después de que encontré su cabaña desierta y luego de preguntar en su trabajo me dijeron que se había “ido al norte”, nadie sabía exactamente a dónde.

Dos años después me estaba quedando unos cuantos días en casa de mi amigo, el doctor Munro, en Glasgow. Era un hombre ocupado y no tenía tiempo para acompañarme, así que pasé mis días en excursiones a los Trossachs y a Loch Katrine y a lo largo del río Clyde. En la penúltima tarde de mi estadía regresé un tanto más tarde de lo acordado, pero descubrí que mi anfitrión iba demorado también. La mucama me dijo que lo habían llamado del hospital –un accidente en la mina de gas– y que la cena se pospondría una hora, por lo que le dije que daría un paseo para alcanzar a su patrón y que caminaría de regreso con él. En el hospital lo encontré lavándose las manos, preparándose para emprender el regreso a casa. Casualmente le pregunté en qué caso trabajaba.

“¡Oh, lo usual! Una cuerda rota y la vida de hombres en peligro. Dos sujetos trabajaban en un gasómetro cuando se rompió la cuerda que sostenía sus andamios. Debió de haber ocurrido justo antes de la hora de la cena, ya que nadie notó su ausencia hasta que los hombres habían regresado. Había cerca de siete pies de agua en el gasómetro, así que tuvieron que haber batallado mucho los pobres hombres. No obstante, uno de ellos estaba vivo, apenas había sobrevivido, pero fue un trabajo difícil sacarlo. Parece ser que le debe la vida a su compañero, pues nunca había escuchado un acto de heroísmo tan grande. Nadaron juntos mientras duraron sus fuerzas, pero al final estaban tan cansados que aun las luces de encima y los hombres colgados de las cuerdas, que bajaban para ayudarlos, no podían mantenerlos a flote. Pero uno de ellos se paró en el fondo y sostuvo a su camarada por encima de su cabeza. Esas pocas bocanadas de aire marcaron la diferencia entre la vida y la muerte. Fue una visión impactante cuando los sacaron, porque aquella agua es como una tinta púrpura con el gas y el alquitrán. El sujeto que se encuentraba arriba se veía como si hubiera sido bañado en sangre. ¡Puaj!”

“¿Y el otro?”

“Oh, peor aún.  Pero debió de haber sido un hombre muy noble. Aquel forcejeo bajo el agua seguramente fue aterrador; se puede advertir por el modo en que la sangre ha sido acumulada en las extremidades. Hace posible la idea de los Estigmas al mirarlo. Podría pensarse que una determinación como ésta puede lograr cualquier cosa en el mundo. ¡Sí! Podría abrir las puertas del cielo. Mire, hombre, no es una vista agradable, especialmente antes de la cena, pero usted es escritor y este es un caso excepcional. Aquí hay algo que no le gustará perderse, porque bajo ninguna probabilidad volverá a ver de nuevo algo como esto.” Mientras hablaba me llevó a la morgue del hospital.

En el féretro yacía un cuerpo cubierto con una sábana blanca, la cual estaba ceñida a él.

“Parece una crisálida, ¿no es así? Yo digo, Jack, que si existe algo en los mitos antiguos sobre el alma que es representada por una mariposa, bueno, entonces la que esta crisálida dejó salir fue un especimen bastante noble que recibió toda la luz del sol en sus alas. ¡Observe!” Descubrió su rostro. En verdad se veía horrible, como si estuviera manchado con sangre. Pero lo reconocí de inmediato: ¡Jacob Settle! Mi amigo jaló la sinuosa sábana aún más abajo.

Las manos, cruzadas sobre el pecho púrpura, habían sido acomodadas por alguien compasivo. Cuando las vi mi corazón latió con gran júbilo, pues el recuerdo de su angustioso sueño recorrió con velocidad mi mente. No había ya mancha alguna en esas pobres y valerosas manos, porque habían sido blanqueadas como la nieve.

Y de alguna manera, mientras observaba, sentí que la pesadilla había terminado. Esa noble alma había obtenido por fin un camino a través de esa puerta. La túnica blanca ahora no tenía mancha de las manos que la habían colocado.

Traducción de Álvaro García