Opinión
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La mano que sueña
A

rmando Morales (1927-2011), quien acaba de morir a los 84 años de edad, se consagró como uno de los grandes pintores latinoamericanos del siglo XX hasta convertirse en un verdadero clásico, uno de los grandes milagros del trópico centroamericano porque se hizo pintor a sí mismo en la Managua provinciana de los años cincuenta teñida por el gris de la dictadura somocista, con una sola escuela de bellas artes mal provista, pero, y he aquí otro milagro, dirigida por un maestro ejemplar que había estudiado en Italia, Rodrigo Peñalba. Desde esa humilde escuela partiría hacia su destino de pintor, en Nueva York, en París, en Londres, en Madrid y Barcelona, donde instaló sus talleres.

Muy joven aún fue premiado en la Bienal de Sao Paulo, cuando pintaba abstractos, la primera de sus etapas, y a partir de allí fue capaz de entrar dentro de sí mismo para explorar sus propios recuerdos que tienen en sus telas la textura de los sueños, un paisaje recurrente extraído de las honduras de su memoria, el paisaje de su ciudad natal de Granada junto al Gran Lago de Nicaragua, habitado por bañistas desnudas en la madurez de su edad, que nunca tienen rostro; caballos famélicos triscando la hierba en la costa desolada o tirando de un coche sin cochero y sin pasajeros; el muelle antiguo que penetra en las aguas agitadas por un oleaje en sombras, un paisaje que habrá de repetirse en su obra con maestría obsesiva.

Es a partir de la obsesión por el paisaje natal que todo lo nicaragüense que hay en Morales se convierte en universal. No hay color local en esta pintura que borra todo lo anecdótico, que suprime lo decorativo. Es la infancia siempre vivida y revivida de donde la memoria saca a flote esas mujeres sin rostro que se ocultan al secarse la cara con un paño tras salir de las aguas del lago. Sus pinceles trabajan siempre gracias a esa corriente que va de la memoria a la mano, un pintor de recuerdos que copia en imágenes misteriosas lo que está viendo de su pasado, y, por eso, quien se sitúa frente al cuadro donde las aguas rugosas del lago, con una rugosidad de animal viejo, se mueven inquietas bajo un cielo de borrasca, se adueña de esa nostalgia.

Su memoria siempre está buscando en los recovecos más íntimos y remotos. Esos coches de caballos suyos siempre nos enseñan algo de desolación y de abandono, como las bañistas desnudas de carne frutal que ya empiezan a envejecer. Y luego las haciendas donde la técnica del color y de la composición lo que busca siempre concretar es el ayer perdido en la textura de los brocales de cemento de las pilas, en las paredes de las casonas, en los trapiches de caña , y ya presentimos, o tenemos la certeza, de que todo ha sido abandonado hace tiempo, que todo es materia del olvido y de la decrepitud, y fue un paisaje de ésos el que puso como fondo en el retrato que pintó de García Márquez, y en el de Carlos Fuentes, una manera de hacer entrar la pintura dentro de la literatura.

En mis primeras visitas al Museo de Arte Moderno de Nueva York siempre me encontraba con su Mujer entrando en el espejo, del que pintó no pocas versiones, ese cuerpo femenino desnudo, de una textura que parece trabajada poro a poro, frente a un espejo oval a cuya luna comienza a penetrar con las rodillas, porque está de rodillas, transportándose lentamente al otro lado, que ya sabemos es siempre el lado del misterio, y la luna irisada de ese espejo recibe a esa mujer, que tampoco tiene rostro, en su viaje sin retorno, un viaje que a los ojos del espectador apenas comienza, y lo último en desaparecer detrás del brillo congelado por el azogue, serán las plantas desnudas de los pies, los talones.

En nuestra casa de Managua tenemos una de esas mujeres entrando en el espejo, regalo suyo, y cada vez que paso frente a ella me detengo a contemplar el milagro de la imagen que se copia a sí misma antes de desaparecer para siempre. También, en la misma pared, uno de sus caballos famélicos que trisca la hierba, restaurado de su propia mano. Las acuarelas, el estallido de colores de una guacamaya entre las ramas del frondoso chilamate de nuestra antigua casa en Managua, una anona partida por la mitad, porque mientras fue nuestro huésped nunca dejó de pintar desde que rayaba el alba; una escena de barco y marineros en su viaje de los años ochenta por el río Escondido. Y las dos portadas que hizo para las dos ediciones de mi novela Castigo Divino, la de España, y la de Nicaragua; y dos estampas en lápiz de grafito de la saga de Sandino, que luego convertiría en un portafolio de grabados en color, aquel Sandino que igual que el Gran Lago, el muelle, las bañistas, los coches, las haciendas, los trapiches, viene de lo hondo de sus recuerdos de niño.

Su padre era dueño de una ferretería en la vieja Managua, y un día lo llamó para que viniera a asomarse a la puerta. Al otro lado de la calle el general Sandino salía de la camisería Ideal con los hombres de su estado mayor; ya había firmado la paz y entregado las armas, pero le acechaba la traición. El dueño de la camisería, simpatizante de su causa, quería obsequiar a todos ellos unas camisas, y venían de que les tomaran las medidas. Al lado de la camisería había una cantina de pared rosada, y un fotógrafo los retrató frente a aquella pared. Era el 21 de febrero de 1934, y esa misma noche sería prendido y asesinado por órdenes de Somoza. El niño tenía siete años y la escena quedaría fijada en su memoria igual que en la placa del fotógrafo; de allí saldría uno de los grabados del portafolio, Adiós a Sandino.

El recorrido de Morales fue largo, cada etapa un ciclo que al completarse daba paso a otro en el que su maestría fue siempre madurando, hasta llegar a las selvas amazónicas de grandes formatos, de cuya factura fui testigo en su estudio de París, un artesano que trabajaba de diez a doce horas diarias en un cuadro, selvas que olían a frutas podridas porque compraba en el supermercado vecino mangos, piñas, guayabas, y las dejaba descomponerse para poder oler lo que quería oler, porque también pintaba con el olfato. Y luego las tauromaquias, y Venecia, y los descendimientos de la cruz, como si al cerrar sus últimos ciclos no hiciera otra cosa que volver a los clásicos, probándose en los clásicos, porque ya era un verdadero clásico.

La infancia rescatada de las profundidades del sueño hasta convertirla en vigilia. La cabeza que vigila y la mano que sueña.