Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 8 de enero de 2012 Num: 879

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
Jair Cortés

En la uña de la gata
Kostas Sterguiópoulos

Los daños
Juan Tovar

Lo breve de los siglos, lo profundo del momento
Ricardo Yáñez entrevista con Juan Manuel Ramírez Palomares

La palabra clara de Gabriela Mistral
Ximena Ortúzar

Años
Cesare Pavese

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Esther Andradi

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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La palabra clara de Gabriela Mistral

Ximena Ortúzar

El nombre de Gabriela Mistral se vuelve universalmente conocido el 12 de diciembre de 1945, fecha en que recibe el Premio Nobel de Literatura, el primero para América Latina. Cincuenta y seis años antes –el 7 de abril de 1889– había nacido en Vicuña, pequeño pueblo del norte de Chile. Fue hija de Juan Jerónimo Godoy y de Petronila Alcayaga, quienes la llamaron Lucila. Su niñez, marcada por situaciones adversas –su padre abandona el hogar cuando ella tiene tres años y sus estudios primarios son interrumpidos por una injusta acusación de robo–, no anulan su férrea decisión de estudiar: nada ni nadie le cerrará las puertas del conocimiento.

Autodidacta, lee cuanto llega a sus manos. A los trece años tiene acceso a la magnífica biblioteca personal de un periodista. Se acerca así a los novelistas rusos, a los pensadores franceses, a los filósofos universales y a los grandes poetas.

A los quince años comienza a dar clases como ayudante en una escuela rural del poblado de Montegrande, donde su hermana Emelina es maestra.

En periódicos de la zona publica cuentos, poemas y artículos, firmados a veces como Lucila Godoy y otras con los seudónimos de Alma, Alguien y Alejandra Fussler. A los dieciséis se inicia como maestra rural en una escuela primaria de la ciudad de La Serena. Está capacitada para hacerlo, pero quiere legitimar su labor y obtener el título. Solicita el ingreso a la Escuela Normal de esa ciudad, pero es rechazada porque, a juicio del capellán de esa escuela, las ideas contenidas en sus escritos son “ateas y revolucionarias, incompatibles con la misión de formar niños.” Sin título, sigue como educadora.

Trasladada a la escuela de La Cantera, caserío cercano a La Serena, conoce a Romelio Ureta, empleado ferrocarrilero con quien, se cree, tuvo un breve romance mal correspondido. Tiene diecisiete años y sufre su primera decepción amorosa.

El 25 de noviembre de 1909 él se suicida. Ella escribe –en su memoria– los Sonetos de la muerte y con ellos gana –en diciembre de 1914– el primer premio de los Juegos Florales de Santiago, certamen de literatura organizado por la Sociedad de Artistas y Escritores de Chile. Los firma como Gabriela Mistral, seudónimo que adopta en homenaje a dos de sus poetas favoritos, Gabriele D’Annunzio y Frédéric Mistral, y que usará el resto de su vida. Tiene entonces veinticinco años. Sigue dedicada a la docencia y sigue escribiendo poesía.

Aunque en 1910 convalida sus conocimientos en la Escuela Normal N°1 de Santiago y obtiene, por su preparación y experiencia, el título oficial de Profesora de Estado, sus colegas no la reconocen como tal. Recorre el país enseñando, de norte a sur. En 1918 Pedro Aguirre Cerda, ministro de Educación –que en 1936 será presidente de la República–, le concede el título honorífico de Profesora de la Lengua Castellana y la nombra directora del Liceo de Punta Arenas. Dirigirá después un liceo en Temuco y otro en Santiago. Pese a sus avances, no está conforme. Nada le ha sido fácil en Chile. Y no lo será.

México, alternativa y desafío

Sin haber publicado un libro, sus versos recorren América Latina y llegan a Europa. Su prestigio como educadora crece también. En 1922, José Vasconcelos, secretario de Instrucción Pública, la invita a México para integrarse al proceso de la primera reforma educativa de grandes dimensiones tras la Revolución mexicana, con una misión concreta: alfabetizar. Gabriela Mistral tiene treinta y tres años. Chile vive tiempos de “ausencias y abandonos”. Decide alejarse y ser, ella misma, “La Extranjera” que describe en su poema de ese nombre.

México le ofrece la invaluable oportunidad de desarrollar en plenitud su idea de un quehacer educativo innovador, que intentó en las escuelas rurales chilenas y para el cual no tuvo apoyo. Esa invitación es una alternativa y un desafío. Asume el compromiso y se entrega plenamente a la labor educacional. Va en busca de quienes necesitan saber leer y escribir; lo hace “en trenes de locomotora a vapor, entre revolucionarios, en carreta tirada por caballos o bueyes... y sin miedo al vértigo [cruza el país] en los primeros aeroplanos”.

Aporta a México el sistema básico de enseñanza de las primeras letras en comunidades de campo y marginales –creado por ella y hoy vigente en toda América– y sugiere la creación de la Escuela Nocturna para trabajadores, que experimentó en Punta Arenas, ciudad austral de Chile, entre 1918 y 1920.

En México escribe –a solicitud de Vasconcelos– Lecturas para mujeres, editado por la Secretaría de Educación en 1923; una recopilación de textos para las alumnas de la escuela que ha fundado y donde enseña. Está segura de que la mayoría de ellas no continuará sus estudios. Se trata, dice, de “darles en esta obra una mínima parte de la cultura universal, que no recibirán completa y que una mujer debe poseer”.

En 1924 parte rumbo a Estados Unidos, donde su libro Desolación ha sido publicado dos años antes, para seguir luego a Europa. A bordo del barco Patrie, escribe:

Desde la otra orilla, la ajena, yo miro con el espíritu, yo recojo en una gran bebedera de recuerdo, el país que he recorrido con los trenes trepidantes o con el paso lento de mi caballo de sierra, México, el territorio trágico y suave a la vez, donde un pueblo parecido al nipón vive en cada día la cordialidad y la muerte. Y esta mirada mía, recogedora de cuarenta panoramas, me lleva al corazón una oleada de sangre calurosa.

Gracias a México, por el regalo que me hizo de su niñez blanca; gracias a las aldeas indias donde viví segura y contenta, gracias al hospedaje, no mercenario, de las austeras casas coloniales, donde fui recibida como hija; gracias a la luz de la meseta, que me dio salud y dicha; a las huertas de Michoacán y de Oaxaca, por sus frutos cuya dulzura va todavía en mi garganta; gracias al paisaje, línea por línea, y al cielo, que como en un cuento oriental, pudiera llamarse siete suavidades.

Pero gracias, sobre todo, por estas cosas profundas: viví con mi norma y mi verdad en esa tierra y no se me impuso otra norma; enseñando tuve siempre el señorío de mí misma; dije con gozo mi coincidencia con el ambiente, muchas veces, pero dije otras mi diversidad. No se me impuso forma de trabajo: tuve la gracia de elegirlo; cuidaron de no darme fatiga, tal vez porque me vieron interiormente rendida; nada de la patria me faltó, y si la patria fuese protección pudorosa, delicadísima, México fuera patria mía también.

Nada la detuvo, nada la cambió

Trabajar a los quince años de edad –desde 1904– dejará huella en Lucila. En Chile y en América, las mujeres luchan por su derecho al voto. Ella apoya sus demandas y va más lejos: pide igualdad salarial para hombre y mujeres que realicen igual trabajo. Defiende los derechos de los trabajadores, de los indígenas, de los campesinos. Aboga por una reforma agraria y por educación pública universal. Todo esto ocurre en el primer cuarto del siglo XX.

En 1925, invitada a participar en el Consejo Nacional de Mujeres, advierte que aceptará si participan también las sociedades obreras, para reflejar la realidad de las clases sociales de Chile. Dice: “La clase trabajadora no puede ser menos de la mitad de los representantes en una asamblea cualquiera, ella cubre la mitad de nuestro territorio, forma nuestras entrañas y nuestros huesos. Las otras clases son una especie de piel dorada que la recubre.” Muchos años después, enaltecida y laureada, reitera: “La clase dentro de la cual me siento, aquélla de la que espero más y a la que amo de corazón es la clase obrera.” No aceptó límites a sus propósitos, ni renunció a su esencia.

Consagrada por el Premio Nobel, reconocida a nivel internacional, editada en múltiples idiomas, homenajeada y honrada con cargos diplomáticos –es la primera mujer chilena en ejercerlos–, Gabriela Mistral sigue fiel a los principios que la llevaron, por intuición primero y por conocimientos después, a apoyar causas nobles y a denunciar injusticias.

Sigue con interés cuanto ocurre en el mundo. Mantiene correspondencia y amistad con intelectuales y líderes de diversos países. Define posiciones. Famosa y respetada, utiliza sus tribunas para apoyar abiertamente la lucha de Augusto Sandino contra la intervención estadunidense en Nicaragua. Afirma: “El general carga sobre sus hombros vigorosos de hombre rústico, sobre su espalda viril de herrero y forjador, con la honra de todos nosotros.” Y urge –en numerosos artículos de prensa publicados entre 1928 y 1930– a apoyar al que llama “pequeño ejército loco de voluntad de sacrificio”. Sandino la nombra “abanderada intelectual del sandinismo, benemérita del ejército de liberación”.

Se opone con fuerza al fascismo desde sus inicios. Critica a Mussolini, adhiere a la causa republicana durante la Guerra civil española y dona los derechos de autor de su libro Tala a los albergues catalanes para niños vascos huérfanos o desplazados por las fuerzas de Francisco Franco. No vuelve jamás a España.

En 1950, desde Veracruz –donde es cónsul de Chile– publica “La palabra maldita”, texto que recorre el mundo, en plena Guerra fría. Habla de la paz, “este vocablo tachado en los periódicos, este vocablo metido en un rincón, este monosílabo que nos está vedado como si fuera una palabra obscena”. Entretanto, escribe sin cesar: 379 poemas suyos son publicados. Hoy se sabe que existen al menos otros 150 inéditos.

Después de viajar por el mundo, se establece en California. Regresa brevemente a Chile en 1954 y recibe múltiples homenajes con sabor a desagravio: Desolación se publicó allí un año después que en Estados Unidos; el Premio Nacional de Literatura le fue otorgado seis años después de recibir el Premio Nobel.

En 1923 se erige en México una estatua de Gabriela Mistral en la escuela-hogar que lleva su nombre, décadas antes de que algo similar ocurra en Chile. En ese viaje y en ese año se publica el libro Lagar, la única de sus obras cuya primera edición es editada en Chile. (Su último libro, Poema de Chile, se publicará en 1967, diez años después de su muerte.) Su país, al que llenó de gloria, le ha sido esquivo.

Sabe que no regresará. Dispone en su testamento que todos los derechos de sus obras que se publiquen en Sudamérica sean destinados a los niños de Montegrande, donde se inició –cincuenta y dos años antes– como maestra rural.

Gabriela Mistral encarna lo que dice en sus versos y muere en tierra ajena, “de una muerte callada y extranjera”, el 10 de enero de 1957, en Nueva York.