La mujer anaconda. Pintura: Domingo Cuatindioy. Ecuador, 1997

El Tapir

Narrado por Erowé Alonso Jabuti

En el tiempo de la cosecha del maíz, cuando las mujeres regresaban de la roza, una de ellas siempre encontraba el modo de volver sola al maizal con la excusa de que había dejado un poco de maíz sin recoger. Pero en lugar de ir a buscar el maíz, lo que hacía era ir a encontrarse con El Tapir.

El Tapir venía del bosque, se quitaba el cuero como si fuera una capa o disfraz y lo colgaba de la rama de un árbol. Aparecía en forma de hombre, todo pintado, guapo, alegre. La mujer, cantando, excitada, feliz, corría a abrazarlo. El Tapir se la llevaba a un rincón oscuro, y hacían el amor, ajenos al mundo.

Día tras día, ella volvía a la roza para coger más maíz y decía a las compañeras que se había dejado un trozo sin cosechar. Tenía un hijo recién nacido, un marido, pero se demoraba para hacer el amor con El Tapir. Muchas veces hizo lo mismo, hasta que las amigas empezaron a sospechar de que siempre quisiera volver sola al maizal.

–¿No quieres que te acompañe una de nosotras para ayudarte?

–No hace falta, sólo ha quedado un poco de maíz.

Un hombre fue a espiarla y vio al Tapir salir corriendo del bosque, colgar el cuero de la rama de un árbol y tumbarse sobre la mujer, encantado de la vida. En un abrir y cerrar de ojos, el hombre llevó la noticia al marido traicionado.

El marido y su compadre, su wirá, fabricaron flechas y decidieron tenderle una emboscada al Tapir. Se sentaron a esperarlo, sin prisas. Ya estaban a punto de darse por vencidos cuando lo vieron aparecer. Como de costumbre, se transformó en hombre y se puso a hacer el amor con la mujer. Los dos amigos dispararon a la pareja, que ni siquiera tuvo tiempo de huir. El Tapir, en forma humana, intentó coger el cuero que colgaba del árbol, pero cayó herido.

El marido quiso matar a la mujer, pero ella corrió hacia el hijo y se puso a darle de mamar, y el compadre no dejó que la matara.

En la aldea, prepararon al Tapir para asarlo. Era un hombre grande. Todos comieron un trocito, sólo la amante se negó.

Cuando estaban preparando la carne del hombre Tapir, un muchacho vio el cuero en el árbol y quiso vestirlo. Los demás intentaron disuadirlo. No debía hacerlo, no era una piel humana, acabaría lamentándolo, acribillado de flechas.

–¡Sólo quiero ponérmelo un momento, luego lo vuelvo a dejar donde estaba!

Lo cogió, ciñó el cuero sobre su cuerpo, y no bien se lo había puesto salió corriendo, transformado en tapir, y desapareció en el bosque.

El muchacho llegó a la casa de la mujer del Tapir que había muerto. Triste, arrepentido, pensativo, guardó sus flechas del mismo modo que lo hacía el marido de aquella mujer, El Tapir, en el mismo lugar, en el carcaj que colgaba de la pared de paja. Estaba ocupando el lugar del muerto. Ya no era un hombre, sino el marido de la mujer Tapir.

Oyó la algazara de los tapires haciendo el amor con sus mujeres. Pensó que había una fiesta, una chichada.

–¡Cuánta gente haciendo chicha! Deberíamos ir a coger mingau.

La mujer del Tapir que había muerto lo sacó de su error.

–Lo que oyes no es ninguna chichada, son los tapires haciendo el amor con sus mujeres. ¿No quieres venir a hacer el amor tú también?

El joven se acostó con ella, pero tenía el pinguelo demasiado pequeño y decepcionó a la mujer tapir. Los tapires tienen el pito grande, y él era joven, ni siquiera había hecho el amor todavía cuando se transformó en tapir. En la aldea, es posible que un muchacho de quince años siga siendo virgen.

Ella se extrañó.

–Un día tienes el pinguelo grande, al otro día lo tienes tan pequeño que ni siquiera me mata las ganas.

El joven se quedó tapir para siempre, de la clase de tapires que tienen el pito chiquito.

Esta historia pertenece a la tradición del pueblo jabuti, una de las nacionalidades indígenas hoy asentadas en las regiones amazónicas de Guaporé y Rio Branco, Brasil. Dicho pueblo ha sufrido desalojos, reducciones y esclavitud, pero se las arregla para mantener vivas sus voces. Recogida por Betty Mindlin en la encantadora colección de historias tupari, macurap, ajuru, arikapu y jabuti Moqueca de maridos. Mitos eróticos, 1997 (Relatos eróticos indígenas, El Aleph Editores, Barcelona, 2005). Armando Moero Jabuti lo tradujo al portugués, y de ahí al castellano Rita de Costa. Aquí se publica con algún ajuste idiomático de la redacción.