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Chile: dictadura o régimen militar
N

unca sabremos donde está el límite y si existe cuando se trata de mentir al pueblo en pro de justificar una decisión política. Así, el Ministerio de Educación chileno, como resultado de una propuesta del presidente Sebastián Piñera aprobada por el Consejo Nacional de Educación, ha considerado oportuno dar curso a la orden y modificar los libros de textos de lenguaje e historia utilizados por los estudiantes, entre primero y sexto de básica, en lo concerniente a la manera de adjetivar el orden político implantado en Chile tras el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. Ya no se la denominará dictadura, de ahora en adelante, recibirá el apelativo genérico de régimen militar. Sin sonrojarse, el actual ministro de Educación, Haral Beyer, justificó la medida diciendo que se ha buscado una expresión más general para el periodo comprendido entre 1973 y 1989. En un alarde de cinismo, el ministro Beyer declara que esto no tiene que ver con los adherentes ni con los detractores-del régimen de Pinochet, tiene que ver con las expresiones que se usan habitualmente en estos currículos en distintas partes del mundo. Una vez dicho lo anterior, concluye subrayando que él, a título personal, no tiene ningún problema en reconocer que se trató de un régimen dictatorial.

Este revisionismo no es casual, responde a una estrategia cuyo fin es desvirtuar los hechos, a la par que eximir de responsabilidades políticas a una parte de los autores materiales, que hasta el día de hoy siguen sin reconocer su participación. Pareciera ser que la historia de Chile se construye a retales, sin ton ni son. Los relatos oficiales no dan opción a comprender los orígenes, causas y consecuencias del golpe militar, cerrando la puerta a cualquier interpretación que saque a la luz la trama civil que orquestó, apoyó y legitimó las violaciones de los derechos humanos durante el tiempo que sobrevivió la dictadura. En su lugar nos venden una historia maniquea que se parece a la vestimenta de un payaso, da risa y nos sitúa en la caricatura. Nadie en su sano juicio, si no es en el marco de una fiesta de disfraces, el circo o carnaval, se presentaría con tales prendas a dar clases, una cena de negocios o un mitin político, por ejemplo. Fuera de contexto, su utilización, no provoca risa, más bien nos sugiere locura. Algo similar podemos decir de la nueva historia que los niños chilenos estudiarán a partir de 2012. Una locura.

La falta de rigor, el maniqueísmo político, se impone en medio de la algarabía de quienes podrán seguir viviendo una vida placentera, convencidos que nadie les dirá, jamás, que sus manos están manchadas de sangre del pueblo chileno. No serán juzgados, podrán mantener sus escaños en el Senado y la Cámara de Diputados, serán condecorados como ciudadanos ejemplares, vistos como jueces imparciales y profesionales modélicos. Sus vergüenzas las tapan con el dolor del pueblo chileno, que sigue viendo en su silencio, la cobardía de carácter. Negar los vínculos entre las fuerzas armadas, el golpe de Estado, la democracia cristiana, el Partido Nacional, gremialistas y los comparsas desgajados del Partido Radical, es pensar que los militares actuaron por cuenta propia. ¿Acaso no recuerdan, sus señorías de la democracia cristiana y el resto de la derecha, que el 22 de agosto de 1973, en sesión plenaria parlamentaria, declararon la ilegitimidad del gobierno de Salvador Allende, llamando a las puertas de los cuarteles a restablecer la constitucionalidad? Patricio Alwyin, Eduardo Frei, padre e hijo, Jaime Guzmán, Onofre Jarpa, apoyados por el grupo paramilitar Patria y Libertad, organización que se dedicó al sabotaje, el asesinato y la conspiración golpista durante el gobierno constitucional y democrático de Salvador Allende, son nombres para no olvidar. Pero en Chile, la amnesia favorece que Pablo Rodríguez Grez, hoy, abogado de Endesa, Telefónica y demás empresas españolas y chilenas, además de serlo del dictador, autor intelectual y partícipe del comando que costó la vida, en julio de 1973, al edecán naval del presidente Allende, comandante Arturo Araya Peeters, ejerza en su bufete, sea profesor universitario y reciba condecoraciones. Bajo el manto de la alternancia y el revisionismo histórico, se puede dar otra vuelta de tuerca lavando la cara de quienes perdieron la dignidad por el camino y crecieron al amparo de la tortura, la muerte y la destrucción de la democracia republicana, transformándose en los nuevos ricos durante los años de la dictadura, perdón, régimen militar, entre otros, el actual presidente de Chile, Sebastián Piñera.

Acólitos del general Pinochet y detractores de la democracia le darán la bienvenida a esta denominación genérica y pueril, de la misma manera que dieron la bienvenida al golpe de Estado, apoyándose en la necesidad de salvaguardar la patria de la subversión comunista. Su noble fin está dentro de lo legítimo, proteger la civilización occidental y la cristiandad, por ello contó con el aval de la Iglesia, otra beneficiaria de la nueva normativa. Nadie recordará cómo recibió a Pinochet y sus cómplices, oficiando un tedeum en la mismísima catedral de Santiago. La comunión fue perfecta. La Iglesia daba gracias a Dios y santificaba a Pinochet, mientras se torturaba y se asesinaba en los centros de confinamiento para marxistas.

Negar que durante la dictadura hubo ministros civiles ligados a los partidos políticos que durante el mandato de Salvador Allende azuzaron y participaron de la conspiración, apoyando el mercado negro y el sabotaje, supone otro acto de felonía. El golpe no trajo como resultado un régimen militar, que también lo fue, sino una dictadura entroncada en la derecha chilena, verdaderos artífices del proyecto y corresponsables de la violación de los derechos humanos y del régimen de terror impuesto durante casi dos décadas. No reconocerlo es ejemplo del grado de putrefacción de la clase política chilena que sigue viviendo en una mentira y de las rentas del golpe militar. Ya nunca más dictadura.