Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 15 de enero de 2012 Num: 880

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Reseña de un emigrante
Ricardo Bada

El medio milenio de Vasari
Alejandra Ortiz

Avatar o el regreso
de Gonzalo Guerrero

Luis Enrique Flores

La fe perversa
Ricardo Venegas entrevista
con Tedi López Mills

Smollett, el llorón
Ricardo Guzmán Wolffer

Senilidad y Postmodernidad
Fabrizio Andreella

La dama del armiño
de Da Vinci

Anitzel Díaz

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Enrique López Aguilar
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The Beatles (I DE IV)

Eran tiempos rodeados de asuntos ininteligibles para un niño mexicano sesentero: la muerte de Marilyn Monroe, los asesinatos de Kennedy y Oswald (“¡lo mataron, lo mataron!”, decía la vendedora de periódicos ubicada al otro lado de la avenida, frente a casa; mi madre respondió:  “Sí, a Kennedy.” “¡No, a Oswald!”). Y en una televisión en blanco y negro, el sepelio del presidente gringo. Tampoco era comprensible el azoro por las muertes de Elvira Quintana, Javier Solís y el Rey Lopitos.

Junto a ese no saber quiénes eran los personajes muertos (ni siquiera la contundente Marilyn), la familia iba a merendar a los cafés de chinos de Tacubaya (a veces, a alguno favorito, en Bucareli) y, como la familia no tenía coche, el medio de transporte oscilaba entre el tranvía con ruta hacia Chapultepec, o alguno de los autobuses citadinos que indicaban su ruta con yeso disuelto en agua para pintar el itinerario en el parabrisas:   “Escandón-Buena Vista, Colonias Urbanas, Del Valle, Chapultepec, Insurgentes, Mixcoac, San Ángel, CU, Zócalo-Moneda-Mixcalco…”

En la rocola del café, junto a “Sombras nada más” y “Barrilito cervecero”, a veces surgía una música que no se parecía a “Ebb tide” ni a otras que asomaban en los consultorios médicos en versiones muy del gusto de casi todos los papás del momento, coros y orquesta edulcorantes con temas cincuenteros: Ray Coniff.

La música surgida de la rocola no pudo haber sido escuchada en 1962 y las circunstancias laterales deberían estar más cerca de 1964, pero ya se sabe que la memoria de los niños no guarda relación con las fechas sino con la aglutinación de imágenes, sonidos y referencias que construyen una atmósfera llamada “infancia” en el recuerdo del adulto. Durante los años transcurridos entre 1960 y 1965 el tiempo corría con distintas velocidades y muchas memorias fueron marcadas por preocupaciones y comentarios de los adultos. Por ejemplo: no tengo ningún recuerdo sobresaliente respecto a la crisis de los misiles rusos en Cuba, salvo compras de mucha comida enlatada, lo cual me hace suponer discreciones para no asustar a los hijos con una guerra atómica que inexistió.

Fueron tiempos de “Cristianismo sí, comunismo no”,  “En esta casa somos católicos y no aceptamos propaganda protestante”,  “Muera la pornografía/ Conavap.” En las ventanas de las casas de algunos vecinos había pegotes con la imagen de un pez, indicadora de la catolicidad de sus habitantes y de su enemistad contra comunistas y protestantes (y judíos, árabes y cuanto no fuera “occidental, blanco y cristiano”, según el posterior dictum de Rafael Videla). Los niños de esos años suponíamos (si lo hubiéramos llegado a pensar) que pornografía eran los dibujos del Ja-já y los bikinis de Emily Kranz y Alejandra Meyer. ¡Qué equivocados!

Ciudad de México era más pequeña y se podía caminar de noche en compañía de los padres: entre San Pedro de los Pinos y el Centro existía la recompensa de una merienda y el regreso en tranvía (en el Bucareli). En el café de chinos, durante la merienda, entre otras músicas, sonaba algo diferente que gustaba, interpretado por dos guitarras, una eléctrica y otra no, o dos eléctricas (¿acaso los niños distinguíamos eso?); era una cosa musical que jalaba las orejas: Santo y Johnny interpretaban sonidos que eran el olvido de sombras nomás y barrilitos cheleros: nada más acercarse a las rocolas y depositarles el correspondiente veinte salía “Y la amo”, es decir, “And I Love Her.”

Los niños supusimos que esa canción era de Santo y Johnny, hasta que los padres o los amigos de los padres comenzaron a hablar de un grupo de cuatro jóvenes ingleses y afeminados que tenían el pelo “larguísimo”, se vestían como maricones y tocaban música estridente y desafinada. Eran peores que Lucha Reyes y la música contemporánea, incluido un Stockhausen que los padres ignoraban, pues sus referencias musicales se estacionaban en indefinidos límites borrosos.

Eran tiempos. Quizás el ’64. Ya oíamos consejos adultos para dudarlos y se cocinaba eso en lo que, sin ser protagonistas, iba hacia 1968: también éramos hijos de un modelo educativo conservador y represivo (en la versión marista y diazordacista de mi primaria, en Mixcoac, presencié religiosos golpes y violencia desmesurada, notoriamente brutales, ejercidos por los “hermanos” contra niños de escasos recursos, con la inolvidable excepción de Amador Cárdenas Valverde, el joven profe de segundo).

Entre escuela y casa, cuatro jóvenes cambiaban la música popular y renovaban actitudes: John, Paul, George y Ringo: The Beatles, autores de “And I Love Her.”

(Continuará)