Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 15 de enero de 2012 Num: 880

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Reseña de un emigrante
Ricardo Bada

El medio milenio de Vasari
Alejandra Ortiz

Avatar o el regreso
de Gonzalo Guerrero

Luis Enrique Flores

La fe perversa
Ricardo Venegas entrevista
con Tedi López Mills

Smollett, el llorón
Ricardo Guzmán Wolffer

Senilidad y Postmodernidad
Fabrizio Andreella

La dama del armiño
de Da Vinci

Anitzel Díaz

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Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
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Reseña de un emigrante

Ricardo Bada

Haciendo limpieza de fondos ha vuelto a aparecer en mi pantalla lo que reflexioné acerca de Una luna, de Martín Caparrós, un libro que podría (y hasta debería) reseñarse de dos maneras: una ortodoxa y otra heterodoxa. La más interesante es la segunda.

Este libro es el fruto de un viaje del ciudadano argentino Martín Caparrós, comisionado por un departamento de Naciones Unidas (su Fondo de Población, sea ello lo que fuere), para “contar historias de jóvenes migrantes –o de jóvenes cuyas vidas han sido atravesadas [sic] por la migración de alguna forma”. MC confiesa sin rebozo que le atrajo la propuesta al ver que iría “a lugares a los que no habría ido de otro modo porque ni siquiera se me habría ocurrido”.

Este libro incluye las transcripciones de los relatos autobiográficos de jóvenes migrantes de Moldavia, Liberia, Marruecos, El Salvador, Argelia, Costa de Marfil, Burkina Faso, Zambia y Kenia, así como también el diario y las anotaciones homologables que Caparrós pergeñara durante su viaje, y fue publicado por una editorial española, para su venta comercial urbi et orbi, lo cual me mueve a plantear un par de preguntas.

Este libro es un subproducto de tal viaje: Caparrós jamás lo hubiese escrito de no haber sido comisionado por Naciones Unidas y enviado a recorrer el mundo, en clase preferente en todos los vuelos, y en hoteles con un respetable número de estrellas en su pedigrí, amén de como es lógico unas dietas y, con seguridad, determinados honorarios cuya cuantía no hace al caso.

Porque lo que sí hace al caso es que vuelos, hoteles, dietas y honorarios han sido pagados con mi dinero. Quiero decir con ello que el presupuesto de Naciones Unidas se financia con las cuotas que aportan los países miembros, y esos países pagan sus cuotas con dinero fiscal. Ergo: yo, con mis impuestos, financio a la ONU. Y entonces me asiste todo el derecho de preguntar por qué debería pagar por un libro que ha sido financiado con plata que salió de nuestros bolsillos, ni yo, ni ninguno de sus lectores.

A muchos podrá parecerles una broma, o una boutade, que formule estas reflexiones, pero el mismo Caparrós cita en este libro, varias veces, algunas cifras que documentan cómo las remesas de los emigrantes africanos son uno de los principales sostenes económicos de sus países de origen. Y aquí respiro por la herida, porque yo he sido emigrante, y es sabido y está demostrado que fueron el turismo y nuestras remesas desde Alemania y Suiza, el Benelux y Francia, los pilares básicos de la economía española hasta el final biológico, lamentablemente biológico por tantos conceptos, de la dictadura franquista.

Dicho de otro modo: si el ministerio de Trabajo español hubiese enviado alguna vez a un cronista aborigen para contar los destinos de sus compatriotas emigrantes en el Mercado Común Europeo, y el tal escritor, luego de un viaje en las mismas condiciones que éste de Caparrós, nos hubiese infligido al final un libro que se financió con nuestras remesas pero tendríamos que comprar para poder leerlo, eso, la verdad, me parecería sencillamente obsceno.


Foto: Infobae

In dubio, pro reo: Hasta la propia ONU tiene que haber partido de la base de que invitando a un renombrado cronista a realizar una misión como ésa, el resultado fatal iba a ser algo así como lo que ha terminado siendo. Pero igual me queda la resaca de saber que el dinero de mis impuestos se emplea, entre otras cosas, para financiar unos viajes cuyo testimonio, si quiero leerlo, tengo que pagar al comprarlo en forma de libro. Y estoy hablando muy en serio.

La reseña ortodoxa, en comparación, sería algo más fácil de redactar. Basta con decir que para semejante hiperviaje (por utilizar su propia definición) no se necesitaban tales hipoalforjas.

Porque Una luna no le añade un adarme a la justificada fama de Martín Caparrós como cronista, más bien se lo resta. Es repetitivo de sobra en su mecanismo, y usa y abusa del recurso retórico del “digo” corrector, por lo general en la forma: “O si no, digo”: que termina hastiando al lector.

Amén de ello desbarra a veces en los datos, desliz imperdonable en un cronista. Dos ejemplos del capítulo Ámsterdam, a la que describe diciendo: “Bellísima Amsterdam [sic], que creció y se ornó gracias a la pobreza de mineros africanos tabacaleros javaneses cañeros antillanos”, siendo así que Ámsterdam no fue beneficiaria de la fiebre del oro sudafricana; Kimberley estaba en manos de don Cecil Rhodes, un imperialista británico que ni mandado hacer de encargo. Y diez páginas más allá: “Un holando-marroquí baleó y degolló a Theo Van Gogh, un descendiente del pintor que había hecho declaraciones y documentales antiislámicos”, siendo así que el pobre Vincent no dejó más descendencia que sus cuadros.

Los relatos de los inmigrantes entrevistados tienen entidad per se, son valiosos sin excepción alguna, varios de ellos ponen a prueba nuestra capacidad de contemplar cruzados de brazos la injusticia y el despotismo. Pero summa summarum el libro decepciona. El cronista filosofante, con cierto sentimiento de culpa por blanco bien comido y bien vestido, se entretiene demasiadas veces ante el espejo de Narciso y padece un inocultable afán de hacer literatura: “Los verbos son enredaderas, sus flores van cayendo.” O alguna pendejada seudointeligente: “Recuerdo que, cuando llegué [por primera vez a Madrid], nada me sorprendió más que descubrir que los madrileños no eran todos poetas de la Generación del 27 –sino albañiles y tenderos y abogados y estudiantes, levemente atrasados con relación al mundo, o vaya a saber qué que yo llamaba el mundo.”

Además, en ocasiones, por hacer una frase, se autoinstala sin darse cuenta tanto en el ridículo como en el libelo: “Si el sida no hubiese existido, algún Papa habría tenido que inventarlo. A veces pienso que sí que lo inventaron: cosas peores han hecho –y unos siglos más tarde se disculpan.” Y conste que no soy para nada vaticanista, ni siquiera cristiano.