Opinión
Ver día anteriorSábado 21 de enero de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Una mirada realista, por incluyente, al campo
U

na información equivocada volvió a poner en el centro de la atención a las comunidades indígenas. No necesitan existir suicidas para reconocer la dramática situación en que se debaten desde siempre los pueblos originarios. Basta recordar que el Informe de la evaluación de la política de desarrollo social en México 2011, elaborado por el Consejo Nacional para la Evaluación de la Política Social (Coneval), presentó un apartado sobre la política de desarrollo social y los pueblos indígenas, en el cual señala que 79 por ciento de indígenas se encuentran en situación de pobreza y de éstos 40 por ciento en pobreza extrema.

Programas van y vienen, medidas asistenciales y apoyos filantrópicos –todos necesarios, dada la gravedad del asunto–, pero insuficientes siempre porque no se atiende el meollo del asunto. Sin la participación directa y hegemónica de las propias comunidades seguirá este proceso de desgaste, erosión y en el límite de lenta extinción de esas comunidades. Resolverlo requiere asumirlo no desde el terreno de las políticas públicas, sino de la política pura. Es decir, reconstrucción de su capital social y cultural e impulso a sus muy variados y diversos sistemas productivos a partir de reconocerles su derecho a la autonomía, asumiendo el compromiso incumplido establecido en los acuerdos de San Andrés.

Algo similar se puede comentar respecto a las sequías. Aunque ciertamente agravadas por el cambio climático, éstas han sido consustanciales a amplias regiones del norte y centro del país. Los programas emergentes han sido una constante en la historia de las políticas rurales. Y sus efectos han sido los mismos: mitigar una emergencia… hasta que se vuelve a presentar nuevamente.

El telón de fondo de estas emergencias es la grave crisis de descapitalización del campo mexicano. En sentido estricto, el campo mexicano ha estado debatiéndose entre la crisis y el estancamiento desde finales de los años 70. Más allá de los cambios en estilos de desarrollo –del de sustitución de importaciones por el de economía abierta– e incluso más allá del esquema intervencionista de los gobiernos de Echeverría, del esquema que enfatizaba el papel de los mercados y la retracción del Estado desde el gobierno de De la Madrid; lo que tenemos es estancamiento productivo, disparidad de productividades, brechas de desigualdad por tipo de productor y región y una persistente presencia de la pobreza y de la pobreza extrema como signos ominosos del campo mexicano.

Reactivar el campo y enfrentar los graves problemas que hoy tenemos como país en materia de soberanía alimentaria requiere partir de dos reconocimientos. Uno, el campo mexicano es extraordinariamente diverso, en el cual predominan los sistemas de producción de pequeña escala. Esto debe ser la guía para las reformas institucionales, para el trabajo de extensión e investigación, para los mecanismos de financiación y asistencia técnica.

Dos, reconocer que para una modernización justa e inclusiva se requiere una transformación a fondo del gasto público al campo, que hoy privilegia el impulso a bienes privados y que concentra más de 70 por ciento de los subsidios en los estratos de más alto ingreso en el campo. Se necesita un presupuesto multianual para generar un horizonte de certidumbre, particularmente a los pequeños productores. Pero sobre todo se precisa partir de un presupuesto base cero, es decir, revisar minuciosamente todos los renglones del presupuesto público, a efecto de corregir su sesgo actual, que discrimina en favor de los grandes productores del noroeste y norte del país.

Ambos reconocimientos llevan a poner en el centro a las familias rurales, los sistemas productivos de pequeña escala y un estilo de desarrollo regional que estimule una modernización inclusiva. Dicho de otra manera, llevan a articular el derecho a la alimentación con soberanía alimentaria.