Opinión
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El juzgamiento de un juez
B

altasar Garzón representa hoy en día la voz más clara en cuanto a la crítica fundada de las barbaridades cometidas por el franquismo durante la Guerra Civil y aun después. Su condición de juez le permitió conocer a fondo las circunstancias en que el franquismo cometió los crímenes que con toda razón se fueron poniendo de manifiesto a lo largo de la dominación franquista. Es hombre vertical, de gran cultura y experiencia jurídicas, cuya opinión reiteradamente manifestada lo ha hecho víctima de todas las acusaciones posibles y, además, de la suspensión de su derecho a seguir formando parte del Poder Judicial. Ahora se le juzga en el Tribunal Supremo porque no se le perdona el haber actualizado lo que se ha denominado memoria histórica, puesta de manifiesto en la búsqueda eficaz de los restos de los fusilados. De hecho se ha querido borrar con esa actitud la etapa más negra de la historia de España.

Baltasar dejó de ser juez por su propia decisión e incluso formó parte de algún gabinete de Felipe González, con el que finalmente no se entendió. Hoy en día, gracias a las acusaciones, ocupa en el Tribunal Supremo la silla de los procesados, lo que hace pensar en muchas cosas, particularmente si la democracia integrada en España a partir de la puesta en vigor de la Constitución del 27 de diciembre de 1978, no ha logrado que el Tribunal Supremo asuma la condición de un tribunal democrático. Seguramente que los viejos derechos escalafonarios mantienen una integración que no ha roto sus viejos vínculos con el franquismo.

Yo siempre he tenido un respeto casi reverencial por el Tribunal Supremo por razones que quizá no parezcan suficientes. La primera y más importante es que al constituirse la República en 1931 mi padre tuvo a su cargo la presidencia de la sala de lo social y poco tiempo después la de lo civil. Pero además hay un problema de vecindad, comprendo que de muy escasa importancia. Y es que el Supremo está instalado en la Plaza de las Salesas y bajando unas escaleras te colocabas en la puerta del Liceo Francés de Madrid, donde mis padres me inscribieron para iniciar el bachillerato. No recuerdo exactamente si la calle es Bárbara de Braganza. Pero lo que no olvido es que al presentar los exámenes finales del primer curso de bachillerato fui suspendido (reprobado, diríamos en México) en matemáticas y en ciencias, lo que fue una vergüenza familiar por ser nieto de Odón de Buen, científico de rango mayor y autoridad mundial en oceanografía. Las circunstancias de la Guerra Civil me obligaron a salvar ese problema con exámenes extraordinarios en Valencia.

Que la guerra fue cruel, es un hecho indiscutible. A mi tío Sadí, joven científico, lo fusilaron los franquistas por el delito de ser socialista. A mi abuelo, de vacaciones en Palma de Mallorca, lo metieron a la cárcel a pesar de sus ochenta y tantos años de edad, y salió un año después gracias al canje que tramitó mi padre en virtud del cual la República dejó en libertad a Pilar Primo de Rivera, y los abuelos pudieron trasladarse a Valencia. Mi tío Eliseo de Buen fue detenido y pasó toda la guerra en la cárcel. A mi tío Fernando Lozano, que había sido masón, lo encarcelaron al terminar la guerra y murió en la cárcel.

Y no se me pueden olvidar los feroces bombardeos de la aviación alemana sobre Barcelona en los años 1937 y 1938, que nos tocaron muy de cerca. Una bomba calló sobre el edificio de enfrente, en la calle de Caspe, en que vivíamos.

A Garzón lo conocí en México con motivo de una conferencia a la que fui invitado. Nos identificamos de inmediato y me causó una gran simpatía.

Su destino inmediato me preocupa. Se dice que lo pueden privar del ejercicio de su profesión de juez. Espero que no sea así. Ya es hora de que España recupere en plenitud la democracia. Temo que Rajoy no sea la mejor garantía para ello.