Opinión
Ver día anteriorDomingo 22 de enero de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Tenemos que hablar de Kevin
¿E

xiste algo más perturbador que la aversión que una madre puede llegar a sentir por su propio hijo? En su tercer largometraje, Tenemos que hablar de Kevin (We need to talk about Kevin), la realizadora escocesa Lynne Ramsey adapta con brío y con enorme delicadeza la novela homónima de Lionel Shriver acerca de Eva Khatchadourian (espléndida Tilda Swinton), una mujer que a partir de la visita que hace a su hijo en la cárcel en que se encuentra recluido por un crimen atroz, revive de modo retrospectivo su tormentosa relación de amor-odio con el vástago cuyo nacimiento deseó tibiamente, y que luego se volvería la causa de su naufragio existencial y del odio y rencor de toda una comunidad de vecinos agraviados. La realizadora retoma la estructura discontinua del relato original para evocar la magnitud de una tragedia (con base en flash blacks e indicios inquietantes, marcados todos por una obsesiva tonalidad rojiza), y explorar los motivos que la propiciaron.

Kevin revela precozmente un comportamiento perverso, hecho más de cálculo y mala fe que de mera malicia lúdica, hacia la madre que no atina a comprender las causas una animadversión tan pronunciada. Esta conducta infantil esquizofrénica se permite breves accesos de ternura filial que son sólo pausas estratégicas antes de embestidas más certeras aún, mucho más crueles. No hay aquí factores externos que expliquen y de algún modo diluyan el horror de esta perversidad infantil, como en la cinta El pueblo de los malditos (Village of the damned, Rilla, 1960; Carpenter, 1995) o en Posesión satánica (The innocents, de Jack Clayton, 1961), a partir de Otra vuelta de tuerca, el relato fantástico de Henry James. Entendemos aquí toda la historia de Kevin a partir del punto de vista de Eva, la madre, y a través de su angustiante proceso de autoculpabilización. La imagen final es la de una Eva casi bíblica marcada por un pecado original, de frente a una redención imposible, perseguida y humillada por una colectividad renuente al perdón, distanciada también de Franklin (John C. Reilly), el padre sobreprotector de Kevin y cómplice involuntario de sus maldades. Tilda Swinton interpreta con aplomo y enorme carisma este ingrato papel de una Eva expulsada para siempre del paraíso doméstico, condenada a la expiación una maternidad culposa y a lidiar en la visita carcelaria con su hijo malévolo, suerte de Caín o engendro demoniaco (La semilla del diablo/Rosemary’s baby, Polanski, 1968).

La directora ha conseguido, con el apoyo de actuaciones sobresalientes (Swinton, naturalmente, pero también el niño Jasper Newell y el Kevin adolescente Ezra Miller) escenificar un insólito juego de masacre entre madre e hijo, donde a la frialdad inicial de Eva corresponde la actitud primero defensiva, luego abiertamente beligerante, del hijo problemático. También ha llevado a extremos de gran guiñol el acoso a la protagonista por parte de una comunidad represiva e impiadosa, la vulgaridad de los compañeros de trabajo de Eva, la imperturbable frialdad de Kevin luego de provocar la pérdida del ojo de su hermana menor, y la increíble incomprensión de un esposo que es espectador siempre pasmado de un drama que le rebasa. Si bien hay delicadeza en la observación casi clínica que hace Lynne Ramsey de la conducta de sus dos personajes centrales, no puede decirse que en el aspecto formal haya deseado o logrado evitar la caricatura y el trazo grueso, desde la escena inicial de Eva sumergida en una tomatina valenciana como prefiguración muy obvia del escándalo de nota roja que protagonizará Kevin, el prototipo de la irracionalidad adolescente expuesta ya en Masacre en Columbine (Michael Moore, 2002) o en Elefante (Gus Van Sant, 2003).

El gran acierto de la directora ha sido mostrar el tránsito de una mujer humillada y acosada en el estilo del más rancio puritanismo anglicano (La letra escarlata, del novelista Nathaniel Hawthorne), capaz de sobreponerse al repudio y a la incomprensión generalizada, y al colapso de la propia vocación materna, hasta alcanzar una gran serenidad que la resguarda del rencor y del ánimo de venganza. En medio de una devastación anímica, el personaje de Eva hace acopio de fuerzas para enfrentar generosamente al verdugo amado y tener sobre él y sobre una colectividad adversa una certera y perdurable victoria moral. En esta notable afirmación de una personalidad femenina reside el atractivo e interés final de esta cinta.